Crítica a "El contagio de la locura" de Juan Mihovilovich

La transitoria ausencia de la luz

 Por Nicolás Sepúlveda Guzmán

Como una noche sin estrellas, cae sobre las espaldas de un juez rural el peso de la demencia. Con este argumento como excusa, Juan Mihovilovich se pasea en “El contagio de la locura” por los temas que inquietan al espíritu humano, haya sol o luna en el cielo.

Un juez pierde el juicio, uno donde es él mismo acusado y acusador, fiscal y defensor. El estrado se configura con imágenes, retazos perdidos en la memoria del magistrado, recuerdos de lo que ha sido la vida, su propia existencia alejada de las grandes ciudades, justo antes de transformarse en un río incontenible. Y el pueblo se revela, a fin de cuentas, como el purgatorio, la antesala de la demencia que va consumiendo toda posibilidad de convertirse en una buena persona.

 De esta manera, sin previo aviso, Juan Mihovilovich comienza a narrar “El contagio de la locura” (Lom, 2006) como si su protagonista fuera el último de los cuerdos en la Tierra. Un juez rural –aunque la denominación nada tiene que ver con el personaje de Pedro Prado- que pasa sus días más tranquilos que turbulentos en un poblado remoto, tal vez con reminiscencias del Curepto en que el autor desempeña la misma función de su personaje. Sin embargo, los temores que van recorriendo al magistrado se apoderan del lector: tal vez la locura radicaba en el estado previo a lo que él identifica como tal. Tal vez la locura que los demás le van contagiando se constituye en la senda definitiva a la libertad que una vez creyó poseer.

A lo largo de tres días –cinco, seis y siete de mayo- el juez vive situaciones que descalibran su segura visión de la realidad. Todo comienza con el juicio a un colibrí. El magistrado se percata de lo absurdo de la situación, pero el resto de los presentes perciben el proceso como algo normal. A partir de este hecho se inicia para el protagonista un calvario interno de repercusiones externas, y asistimos a surrealistas encuentros con personajes habituales en su rutina que se comportan de maneras extrañas e  inesperadas.

La explicación con que el protagonista se protege de tales situaciones proviene del miedo irracional. Se trata de la locura con que los demás quieren contagiarlo, la noche física que acaba periódicamente con la luz interior. 

El autor construye un relato certero, pero incierto. Certero, porque la buena utilización del idioma no deja lugar a dudas sobre lo que el magistrado experimenta en cada paso que da. La sencillez del lenguaje permite que toda la complejidad de “El contagio de la locura” recaiga sobre el contenido. Y esto, precisamente, torna al texto tan incierto: nunca sabemos fehacientemente qué es lo que ocurre en realidad.

Fulanos, sutanos y el señor Juez

En esta obra de Mihovilovich se aprecian las innegables influencias de aquellos autores que han lidiado magistralmente con el tema de la pérdida del sentido y de la razón, ensalzando el triunfo del absurdo. Los ecos de Cortázar, Rulfo, Kafka, Orwell o los del chileno Juan Emar, que ya se empieza a rescatar del olvido, se cuelan por entre las letras y dan sentido a cada pasaje de la historia. Mención especial para la obra de Hesse, cuyas temáticas resultan notorias en gran parte del libro.

 A medida que avanza por el pueblo intentando seguir su rutina tradicional, el juez se encuentra con las figuras condenatorias del vagabundo, el joven borracho, la loca indefensa, el barrendero, el jardinero; personajes menores que siempre le han tratado con respeto en virtud de su investidura, y en los que nunca se ha fijado con atención. También con los enjuiciados actuales y, peor aún, con los antiguos, los primeros, cuyas voces no dejan de cuestionar sus decisiones. Todos ellos son nombrados indiferentemente como “fulano”, una gran masa de sujetos sin identidad que ahora parecen confabularse para invadir el espacio de cordura en que el magistrado intenta refugiarse.

Pero todos esos personajes ínfimos le han perdido el respeto. Cuestionan su autoridad, lo insultan y se burlan de él. El joven vomita en sus zapatos. La loca le infiere una herida en el cuello. Incluso el librero le reprocha la falta de interés con que el juez lo trata. O tal vez nada sea real. Tal vez la paranoia indique con más fuerza la proximidad de la locura.

Una de las características que resaltan en el protagonista se refiere a su pertinaz resistencia a la posibilidad de perder la razón. Mihovilovich ha afirmado que lo fantástico debe provenir de lo real -remitiéndose a la idea cortazariana de la esencia del cuento fantástico-, aunque su personaje conscientemente se niega a aceptar lo fantástico como algo normal y lo remite a la esfera de la locura. Todos a su alrededor, sin embargo, siguen la idea contraria. El autor confronta al juez con sus propias ideas: un representante del realismo y la razón en un mundo propio de la imaginación de Cortázar. El resultado es notable.

Así, “El contagio de la locura” soporta lecturas diversas. Pero lo fundamental para abordar su lectura es tener presente que el correcto orden cronológico de su narración resulta el único elemento lógico de la obra, y aun así nos encontramos frente a una novela en el sentido tradicional de la palabra. Al llegar al último punto final quedamos con la grata sensación de la falta de comprensión total. Cerrar el libro no nos libera inmediatamente de él, pues su tono transcurre cómodamente entre la narración subjetiva y objetiva, y la reflexión pura, filtrada con las palabras del protagonista, acaso un alter ego del autor.