Revista “¡Ahora!”, Santo Domingo-República Dominicana

Por Antonio Avaria

Dos metros de estatura, 56 años, unas barbas al descuido que dilucidan el fuerte mentón cuadrado, huesudo y flaco, el bigote lampiño, Julio Cortázar no ha asistido jamás a un Congreso de Escritores (lo han invitado a todos), pero viene a Chile a conocer la experiencia chilena y adherir al triunfo de la Unidad Popular. Asediado por el afecto, la curiosidad y el esnobismo de los chilenos, pasa aquí una semana intensa, departiendo con liceanos, universitarios, pintores, intelectuales, obreros y políticos.

Fue grato y fecundo conversar con él una hora después de su aterrizaje, luego en una comida con unos pocos amigos y amigas –hasta las tres de la madrugada- y una tercera vez en una sala de la Universidad de Chile.

Quienes lo suponen –por envidia o por ignorancia- un buscador de éxitos, ignoran que Julio Cortázar es un escritor de obra solitaria que sólo pasada la cincuentena alcanza la celebridad. Hasta 1965/66 –había publicado tres libros de cuentos y dos novelas, entre ellas Rayuela (1963)-, tenía escasos admiradores. Los comentarios franceses y norteamericanos –inusitadamente elogiosos- hacen que América Latina “descubra” a este autor.

Por su parte, él descubre a América Latina desde Europa, donde ha vivido los últimos 19 años. En Argentina su vida ha sido ensimismada y radical, intolerablemente misántropa. Nació en Brusela en 1914, cuatro años después su familia vuelve a Buenos Aires, el padre hace abandono de hogar y Cortázar queda con su madre y hermana (en sus primeros libros hay una obsesión por el motivo del incesto que el autor ha terminado por reconocer), luego se hace maestro normalista, más tarde se recibe de profesor secundario y se confina varios años en los pueblos de la provincia de Buenos Aires.

Vive absolutamente solo, sin amistades ni amores, sin experiencias vitales pero devorando una cantidad fantástica de libros. Pasa dos años traduciendo la obra íntegra de Edgar Allan Poe, escribe sin prisa y la chatura espiritual de su ambiente y de la literatura de su país lo convierten en un esteta anclado en su propia fantasía y angustia.

Hacia 1938, la poesía de Residencia en la tierra sacude su vida y la de sus compañeros de generación. Sólo ahora, en Chile, conocerá personalmente a Pablo Neruda. Por entonces ha publicado –con seudónimo- un libro de sonetos de inspiración francesa, sin atisbos de originalidad. Más personal, pero todavía afectado de lenguaje es el poema dramático Los Reyes, de 1949, sobre el tema –tan de Jorge Luis Borges y tan de Cortázar- del laberinto. Todo su deseo es irse a Francia, y para ello se dedica un año entero a rendir exámenes para la obtención del título de traductor público nacional.

A los 37 años –en 1951- puede irse a París con una pequeña beca que se agota rápidamente, trabaja un año haciendo paquetes (muy recomendable: así la mente me quedaba libre) y poco a poco va tirando y obteniendo contratos de traducción que le permiten pasar la mitad de su tiempo dedicado a la literatura. Actualmente le llueven cheques de los editores y sólo a veces hace algunos trabajos para la UNESCO; el oficio de traductor le ha llevado a todos los continentes.

Se dice que tu literatura no está al alcance del pueblo.

Los libros no están al alcance del pueblo, no sólo los míos. Por otra parte, estamos muy de vuelta de una literatura populista de consignas. No acepto la autocensura y no desprecio al pueblo, suponiéndolo incapaz de entender ciertas cosas. Ningún escritor sincero puede proponerse a priori un nivel de lectores. –

Con fervor patriótico, muchos te reprochan tu ausencia física de América Latina.

Es verdad que hasta en gente nada tonta circula esta noción escolar de patriotismo. Les digo que las tres mejores novelas que reflejan al Perú actual fueron escritas en cuartos de hotel de París y Copenhague por Mario Vargas Llosa. Por mi parte, creo que en Argentina no hubieran comprendido las dimensiones de la Revolución Cubana tan profundamente como lo hice desde Francia. Eso me hizo ir a Cuba en el ’62, y he seguido visitando la Isla en los meses de enero, por las mismas razones que ahora me encuentro en Chile.-

¿Qué efecto produjo en los intelectuales franceses el impacto cubano?

Les provocó una crisis de conciencia, pues la participación de los intelectuales latinoamericanos en la revolución les reveló hasta qué punto ellos habían rehusado la responsabilidad moral de la acción política. Es un sentimiento de culpa que los ha obligado a reexaminarse, dándose el caos de algunos, como Jean Genet, que actualmente sólo se interesan por la política latinoamericana.-

¿Cómo se verificó ese desconcertante proceso por el cual tú, un esteta algo ‘snob’, tomas progresivamente conciencia de tu prójimo y asumes responsabilidades morales?

Hasta que escribí El perseguidor (cuento incluido en Las armas secretas, 1959), yo casi no había mirado el género humano. Desde entonces, si conoces mis libros, sabes que el proceso fue haciéndose cada vez más vital y dramático. La metafísica, la aventura de los hombres –han dicho- ha desplazado a la estética.

¿Te dolió que la crítica afirmara que El último round (1969) era efectivamente tu último round? -Si no me afectó el silencio ante casi todos mis libros hasta hace menos de diez años, tampoco puede dolerme mucho la opinión de algunos. ¿Qué puedo hacer yo sino seguir en mi tarea? Es muy posible que ya no interese al público, que haya cerrado mi ciclo y sea la hora de autores más jóvenes, todo eso corre por cuenta ajena. Claro es que en el caso de Argentina, ahí una parte de esas críticas que literarias.

¿No te han llegado escritores jóvenes en busca de consejo?

Sí, y a cada uno –como los maestros Zen- le doy un silletazo en la cabeza. Esto yo lo respondí una vez y te lo repito. A lo mejor el joven se da cuenta de los que hay detrás del silletazo porque la busca de consejos ajenos prueba su falta de vocación literaria. Si no sobrevive al golpe, mejor, así tendremos un epígono menos.

¿Por qué te interesa tanto el Zen, la visón oriental de la vida, por qué tus personajes están en trance de dar un salto –a veces místico- más allá de la conciencia y la razón?

Creo que el sistema occidental de conocimiento veda al hombre posibilidades muy ricas. Somos infelices en gran parte por el fraccionamiento racional al que nos amarra la civilización judeo-cristiana, con su historia causal y sus principios aristotélicos. Confío en que en nosotros –y la literatura da indicios- hay un hombre futuro que espera realizar al máximo sus posibilidades humanas. La revolución debe ser también en las formas de conocimiento.