Por Diego Muñoz Valenzuela

Quarks Ediciones Digitales del Perú ha lanzado en febrero de 2021 una compilación de minificciones de autores latinoamericanos y españoles en homenaje al gran Augusto Monterroso -pequeño en estatura, un gigante en la literatura- en el año de su centenario. La convocatoria y selección de las obras fue realizada por una dupla de primer nivel: Javier Perucho (mexicano, doctor en Letras por la UNAM, editor, investigador y escritor) y Rony Vásquez Guevara (peruano, editor, antologista y escritor) .

Monterroso, artífice de la brevedad, irónico profundo, diestro en la utilización del humor, limpio de estilo y liberado de cualquier exceso, es autor de la celebérrima minificción “El Dinosaurio”, que en contraste con las siete palabras que ocupa (debemos agregar las dos de título, es decir, nueve), ha generado debates, mesas redondas congresos y miles de réplicas que suman interminables y gruesos tomos.

Augusto Monterroso nació en Honduras, se hizo guatemalteco por adopción y devino en mexicano por obra y gracia de los despiadados regímenes dictatoriales que lo enviaron al exilio, historia repetida en nuestro continente.

Su libro La oveja negra, una compilación de cuentos breves y brevísimos, parodia de las fábulas de la antigüedad, es un volumen ingenioso, divertido y crítico que ha sido celebrado ampliamente. De este libro tomamos el que sigue:

El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio
Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.

Un cuento más extenso que podemos recomendar es “Mr. Taylor”, donde relata una epopeya neoliberal a partir de los cazadores de cabezas llevados al nivel industrial de la globalización. Una ironía cuyo acierto crece con el tiempo y cobra cada vez mayor actualidad y significación.

Treinta autores mexicanos, argentinos, españoles, colombianos, peruanos, bolivianos, portorriqueños, nicaragüenses y chilenos fueron convocados por Perucho y Vásquez para contribuir con una minificción a este tributo a Monterroso. Justo y generoso homenaje para un autor notable, digno de ser leído y releído. Debemos agradecer a sus compiladores esta iniciativa y la posibilidad de conocer -en breve tránsito- una muestra heterogénea del creativo trabajo que se viene realizando en lengua española para continuar la fructífera senda de la minificción.

La calidad de los textos incluidos es muy buena y así se conforma un libro atractivo y diversos que debe leerse con cuidado -como cualquier buena compilación del género brevísimo- pues abundan los textos con alto nivel de sugerencia y una concisión que deja gran espacio al lector activo para trabajar en la interpretación.

A modo de ejemplo, y para alentar a los buenos lectores a que bajen este libro (que de paso tiene el beneficio de la descarga gratuita), incluyo estos textos certeros y profundos de Ginés Cutillas (español), Cecilia Eudave (mexicana), Marcial Fernández (mexicano), Teresa Rodríguez-Roca (boliviana), Ana María Shua (argentina) y Ricardo Sumalavia (peruano). Disfruten estas excelente minificciones como el preludio a la lectura del libro completo que los espera en este enlace

El pacto
Ginés S. Cutillas

CADA día cambian las fronteras. El lunes amanecemos en Rusia y el domingo nos acostamos en Polonia, no sin haber sido alemanes algunas jornadas entre semana. Ante tal disparidad de nacionalidades, y para evitar fusilamientos malentendidos, los contendientes han decretado libertad de movimiento para la población civil en la franja fronteriza; y como las noticias son más lentas que los carros de combate de turno que vienen a conquistarnos, sólo tenemos que esperar a oírlos hablar para comunicarles en su mismo idioma que ya somos una extensión de su país. Ellos tan contentos, nos dan pan.

Bacteria mundi
Cecilia Eudave

CUANDO me enteré que esa imposibilidad de amar a alguien, aunque fuera por periodos breves, no era culpa mía sino de las bacterias y los parásitos que habitan en el vientre, provocando insatisfacción y malestar emocional, suspiré con alivio. La producción de gases, a decir del médico, es la que nublan el sentido amoroso, cordial y hasta humano. Además, me aclaró: existe cierto grupo bacterial controlador y exigente, te usan solo para satisfacer sus necesidades, eres su mundo. Podría ser peor, explicó: afortunadamente no contrajiste un innombrable parásito que se anida en el cerebro volviéndote reservado, antisocial, y que este se reproduce en las heces de los gatos. Se cree que ellos los desechan, pero en realidad los propagan a propósito para esclavizar a sus amos y tenerlos siempre a su merced. Contra esos no hay cura, comentó, mientras extendía una receta para purgarme de esos seres tan apegados a mí. Todavía la conservo, aún no he decidido cómo quiero consumirme, si por las bacterias o por alguien que me abrace de noche. Tal vez da lo mismo, al final todos somos mundos buscando colapsar.

Aves
Marcial Fernández

PINTABA pájaros. Perfectos, hermosos, llenos de vida. Incluso, cuando exhibía sus cuadros, los lienzos estaban vacíos.

Cosa de niños
Teresa Constanza Rodríguez Roca

DON Ramiro Antelo había muerto. Le dije a mamá que los chicos del barrio queríamos despedirnos de él. Cómo íbamos a dejarlo solo en el velorio, acompañado de viejos, si sus mejores momentos fueron con nosotros. Siempre que nos veía, se le iluminaba la cara; en cambio, cuando iban a visitarlo sus parientes o amigos cincuentones, los recibía con el ceño fruncido y la mirada vacía. Cómo olvidar las travesuras que le hacíamos; con él aprendimos juegos modernos. Ay, don Ramiro, ya no lo veremos cruzar la calle, bien plantado a pesar de sus años.
No entiendo a mamá; nos prohibió ir a la casa del vecino, dijo que los niños no deberíamos ver cosas que fueran a marcarnos para siempre. Pero nosotros queríamos verlo antes de que vinieran los de la funeraria. Fuimos por la parte trasera de la casa; el dormitorio de don Ramiro daba al último patio. Cuando llegamos, nos pusimos de puntillas y estiramos el pescuezo. Allí estaba nuestro amigo, parecía más grande, tenía los pies separados.
Regresamos a mi casa y permanecimos en silencio hasta que pasó el entierro. Tal como dijera mamá, aquella impresión quedó fija en nosotros: los párpados sumidos de don Antelito, su boca reseca, sus manos entrelazadas y el bulto de más abajo de la cintura que parecía no haber muerto todavía.
¿Será que deseaba seguir jugando con nosotros?

El tamaño importa
Ana María Shua

EN 1832 llegó a México, con un circo, el primer elefante que pisó tierras aztecas. Se llamaba Mogul. Después de su muerte, su carne fue vendida a elaboradores de antojitos y su esqueleto fue exhibido como si hubiera pertenecido a un animal prehistórico. El circo tenía también un pequeño dinosaurio, no más grande que una iguana, pero no llamaba la atención más que por su habilidad para bailar habaneras. Murió en uno de los penosos viajes de pueblo en pueblo, fue enterrado al costado del camino, sin una piedra que señalara su tumba, y nada sabríamos de él si no lo hubiera soñado Monterroso.

La planta del pueblo del mundo de José
Ricardo Sumalavia

CUANDO la peste llegó, José estaba concentrado en lo suyo. Habían declarado una cuarentena rígida, pero José no había visto noticieros, ni comprado diarios y ni se le había ocurrido encender el radio. Esto sin contar que había lanzado su celular al río. Su médico le había dicho que se olvidara de lo que pasara en el mundo. Para José el mundo era su pueblo. Apenas salido del consultorio compró una planta que, tal como le aconsejó su médico, debía marcarle un nuevo ritmo a su vida. El tratamiento aparentemente era simple: focalizarse en la planta. Hablarle mucho, todo lo que quisiera. Para lograrlo, tomó varios meses de las vacaciones acumuladas en veinte años. A su decrépito jefe de toda la vida no le importó y aceptó sin chistar. Además, este hombre era padre del médico y estaba muy orgulloso de ello. Y murió así, orgulloso de su hijo y con la peste encima. José no se enteraba de nada. Le comentaba a su planta que era verano y que medio pueblo había partido a las costas, que por eso no había nadie en las calles. Lo que no pudo decirle era que, con la cuarentena instalada, ese otro medio pueblo quedó atrapado y mirando al mar. Entre ellos estaba el médico de José; que finalizada la consulta con él había tomado la maleta, su familia y partido de vacaciones sin despedirse de su orgulloso padre. Esto no lo sabía José, como tampoco sabía que su planta ya estaba al tanto de todo; porque las plantas se comunican mejor que cualquiera, pero les da una pereza enorme decírselo a los humanos, a menos que llegue una peste y el mundo quede
dislocado. Al menos eso fue lo que le explicó la planta.