por Josefina Muñoz Valenzuela

TAO

Los gatos llegan a nuestras vidas de maneras misteriosas, y este sí que tenía cara de gato. A mi madre no le gustaban los animales, menos en casa, y nunca pude tener mascotas, hasta muchos años después, cuando llegó un vagabundo al que con mi hermano bautizamos como Tao y que, incluso, lográbamos entrar con máximo sigilo. Si ustedes han tenido gatos, saben lo que significa su compañía: abandonados sobre nuestro regazo, deslizándose una y otra vez alrededor de nuestras piernas para hacernos saber su deseo imperioso de algo, patas arriba disfrutando del calor de la cama, ronroneándonos como si eso fuera su única tarea y, también, indiferentes y lejanos. La relación con los gatos solo se entiende como parte de aquello que quisiéramos asir para siempre: la eternidad.

 

Tao era un gato libre y salvaje, y eso formaba parte inseparable de su belleza; había vivido siempre yendo y viniendo y no necesitaba ataduras que amenazaran su libertad de un verdadero outsider. Se perdía durante semanas y cuando ya habíamos abandonado toda esperanza, llegaba casi irreconocible bajo las heridas de sanguinarias guerras. Orejas rajadas, peladuras múltiples, tajos despiadados. Lo curábamos como podíamos, hasta que un día reconocíamos esa mirada especial con la que nos informaba algo que ya sabíamos: su destino era enfrentar esas aventuras que lo esperaban en lugares desconocidos, muy lejos de nosotros.

La última vez que lo vimos había llegado en muy mal estado; parecía haber sobrevivido a una pelea muy desigual y su recuperación tomó mucho tiempo. Con secreta alegría pensamos que ya no podría irse y se quedaría con nosotros para siempre. Pero no, volvió a abandonarnos. Antes de irse nos miró por un largo, largo rato; nos dijo que claro que nos quería, que habíamos sido buenos amigos, pero que ahora había llegado el momento de cumplir su última aventura y no volveríamos a vernos. Y así fue, porque solo los gatos tienen una completa claridad sobre sus vidas. Nunca más lo vimos, pero jamás lo hemos olvidado.

RAMONA

Llegó a mi casa de la mano de una amiga querida, que la encontró en una cuneta, recién nacida quizás, y la libró de la muerte. Tenía tres meses y tres colores radiantes: blanco, negro y naranja. Su entretención predilecta era mordisquear zapatos y meterse adentro como en una cueva, de la que emergía la cabeza victoriosa.

Las gatas inician a sus crías en una infinidad de destrezas y códigos de comportamiento complejos, que les permitirán relacionarse y sobrevivir en múltiples escenarios: allí están todas las respuestas posibles para enfrentar una infinidad de situaciones buenas, malas, peligrosas, inciertas, incomprensibles, engañosas…

Ramona no tuvo esa posibilidad, lo que, entre otras cosas, significaba desconocer en absoluto una regla de oro de los gatos: nunca sacar las garras (y clavarlas) en un humano que no les haría daño. Ahora, diez años después, ha logrado aprenderlo, pero de vez en cuando revive el temor irracional a un peligro imaginario o esas visiones invisibles a nuestros ojos, y nace el impulso irrefrenable de clavarme sus filosas garras o sus colmillos, aun sabiendo que la culpa la atrapará como un cepo. Pero también sabe que seré yo misma quien la ayudará a superar el arrepentimiento… hasta la próxima.

Una de las cosas que los gatos aman por sobre todas las cosas es tomar agua muy fría, que fluya sin fin; Ramona sabe que la llave de la tina fue hecha para ella y eso la hace feliz. Come solo pellets, a pesar de mis esfuerzos insensatos para iniciarla en pescados de tarro o quesos deliciosos.

Porque sabe que la quiero, se resiste a mis llamados para que suba a la cama y se quede estirada sobre mí, ronroneando, como si ya no existiera el tiempo y el mundo se hubiera detenido en un momento de éxtasis para ambas.

Su único juguete es un ratón, una mezcla de presa y de hijo, un ser que existe solo para ella. Tengo una provisión de ellos, porque de tanto jugar, terminan destrozados, dejando a la vista un sinnúmero de fierros, antes ocultos por la falsa piel. Ramona es muda, no maúlla para pedir nada, pero con su ratón es distinto. Lo empuja, lo lanza hacia arriba, corre tras él y, al final, lo toma en el hocico mientras emite un raro sonido, mezcla de alegría victoriosa y dolor, hasta que lo deja en el lugar que ha elegido para instalarse. Ahora, en pandemia, espero que el ratón perviva; hablaré con ella al respecto, porque, aunque ustedes no lo crean, los gatos entienden hasta el lenguaje más rebuscado o vago que podamos ocupar. Sin duda, es mejor hablarles de la manera más directa posible, pero no es necesario buscar palabras “simples”, porque nuestro lenguaje ha estructurado el suyo también, igual a como se apropian de algunos de nuestros gestos y modos que encuentran apropiados para sí.

¿Han visto gatos que duerman con una de sus manos tapándole los ojos? En alguno de sus paseos nocturnos debe haberme observado con atención, como lo hacen los gatos, y decidió que había que probar. Le gustó y lo adoptó para siempre.

CARLOTA Y TITA

Mi vecindario es abundante en gatas y gatos que viven fuera de las casas y se reproducen libremente. Entre ellos estaba Carlota, una belleza de la más pura angora grisácea y ojos verdes, deslumbrantes, llenos de luz, como un relámpago de larga permanencia en la oscuridad.

Cuando por las tardes llegaba del trabajo, salía maullando, lloriqueando en realidad, desde unos matorrales, corriendo lento y de lado, como hacen los gatos; y la entendía claramente: “ya me voy, no me hagas nada, la sombra está fresca y no tengo otro lugar, pero ya me voy, me voy…”. Con extrema frialdad decidí que jamás le daría nada para comer, porque si lo hacía, estaría perdida para siempre y Ramona se convertiría en una asesina despiadada.

Esta escena se repitió durante dos semanas; luego, tomé un plato, lo llené de pellets y la llamé. Me miró con sus ojos verdes, penetrantes y llenos de agradecimiento. Comió todo con parsimonia y luego se sentó en el borde de la pileta, como una estatua, mirando la llave del agua fijamente y en silencio. Le abrí la llave y fue otro paso a la perdición: nunca más pudimos poner allí la manguera, porque pasó a ser su dueña. ¡Era tan fácil hacerla feliz, que qué más daba! Ramona la espiaba por las ventanas y se transformaba en un demonio cuando osaba entrar. Así que se quedó afuera, como allegada, con una casa de perro para ella sola, sobre una tarima y un colchón mullido.

A la semana siguiente consideró que ya no era necesario ese falso silencio y nos dio a conocer un lenguaje cruzado por una amplia gama de modulaciones y tonalidades, a través de las cuales expresaba la riqueza de sus ideas y sentimientos. Además, decía “agua” y “mamá” de manera inconfundible. Alguna vez entró por ratos cortos; su vida estaba al aire libre, pero también con nosotros y, recordando a Tao, pensé que era lo que necesitaba. Su belleza era solo comparable a la de una gigantesca perla gris iluminada por todos los rayos de luz del universo, sacada del fondo del mar por los piratas de Mompracem.

Un mes después, llegó acompañada: una gata casi tan bella como ella, una pacífica tigresa de angora, que esperaba a varios metros, guardando todas las etiquetas del extenso manual de comportamiento. Me di cuenta rápidamente que no había mucho que hacer; era una petición realizada con prudencia y respeto ¿y cómo separarlas? Pensamos que eran madre e hija y lo mismo pensó el veterinario. Dormían juntas en su casa de perro, caminaban juntas como raras y elegantes panteras peludas, se acicalaban, conversaban con modulaciones orientales y bellas, porque siempre tenían mucho que decirse. La llamamos Tita.

Cuando llegaba en la tarde de mi trabajo, ambas salían a recibirme con maullidos llenos de emoción, como si todo el día hubieran pensado que había desaparecido de sus vidas y no volverían a verme. Y así, sus vidas y las nuestras se entrelazaron durante muchos años, siempre cuidadas y queridas. Parecían eternas, como si descendieran de un linaje egipcio, sacerdotisas quizás, con un tejido de recuerdos y lenguajes que las diferenciaba de todos sus congéneres.

Hasta que hace poco más de un año, un día Tita maulló con un sonido extrañísimo. Me miró, estupefacta, como preguntándose qué pasaba y volvió a maullar de igual manera. Creo que su manual decía qué le estaba pasando. Y luego dejó de comer y de tomar agua. El diagnóstico del veterinario fue insuficiencia renal. Rápidamente se agravó, con muestras visibles de sufrimiento. Tuvimos que dormirla y murió en nuestros brazos, acompañada en el trance más difícil para todo ser vivo. La enterramos en el jardín y hasta ahora permanece en nuestros recuerdos.

Y un día Carlota lanzó el mismo maullido, ahora desconsolador, porque yo sabía su significado. Dejó de comer y le preparé una cama dentro de la casa; a pesar de estar mal, quería salir al que siempre fue su lugar de vida y la dejaba hacerlo solo por unos ratos. Me levantaba en las noches a verla. No sufría, solo se apagaba lentamente. Conversábamos. Le hacía cariño y lograba ronronear muy bajito. En la madrugada de ese día final la tomé en brazos y murió dos horas después, mientras acariciaba su pelaje. Seguí con ella hasta que llegó la luz de la mañana. La enterré en el jardín, al lado de su hija y al día siguiente, cuando salí al patio muy temprano, escuché nítidamente su maullido característico, su despedida para mí, para contarme de su nuevo tiempo.

“Madre me enseñó que había malos sueños, pero duraban un momento. Luego aparecían inmensos tejados para calentarse bajo el sol y agua y comida en todas partes. Y también sigo aquí, te llamé y escuchaste mi llamado”.