Por Miguel de Loyola

Sucedió en el aeropuerto Ezeiza. La azafata vestía traje dos piezas azul marino, y el escote de la blusa blanca dejaba entrever la tersura color miel de sus pechos.

La había visto en otras oportunidades en ese mismo aeropuerto, pero esta vez un instinto sobrenatural me llevó a seguirla de un modo delirante, obsesivo, sin importarme los minutos faltantes para la continuación del vuelo destino a Madrid.

Las azafatas en los aeropuertos suelen andar muy a prisa, pero en ese momento no me podía explicar el motivo de ese apuro excesivo. Sus pasos sobre las baldosas denotaban elegancia, redoblando mis ansias de establecer algún contacto a cualquier precio. Su talle largo sobresalía entre los pasajeros rechonchos y petizos agolpados en las salas de espera, mirando con angustia disimulada hacia la loza el aspecto general de los aviones a los cuales entregarían sus destinos en pocos minutos.  Necesitaba verla de frente otra vez, mirar la ranura de aquel  escote provocativo. Necesitaba sentir ese extraño placer, masoquista y pervertido, de mirar sin ninguna posibilidad de tocar el objeto deseado. La mina estaba para lamerla con lengua de lobo. Y su boca marcaba el rictus de las hembras favorecidas con largos períodos de celo. Esa mirada provocativa invitaba a seguirla.

Sin embargo, el peso del bolso de mano me impedía ir más a prisa siguiendo sus pisadas. Lo llevaba cargado de libros, papeles y diccionarios que por encargo de un amigo escritor fracasado, debía entregar a un escritor exitoso en Madrid, cerca de la estación de Atocha. Y la azafata no me daba tregua por esas baldosas vidriadas y relucientes como espejos, avanzando a ritmo parejo, aprendido en alguna escuela de señoritas, exhibiendo sus tobillos dorados de sol y juventud, irradiando la sensualidad característica de las mujeres de mundo, desinhibidas, resueltas, seguras de sí mismas y de la estela cargada de sensualidad que van dejando a sus espaldas. Sus zapatos de taco alto, azules también, carecían de talón, y realzaban la longitud de sus piernas, otorgándole mayor elasticidad al movimientos de los muslos.

La alcancé justo en el recodo que conducía hacia el sector de los sanitarios. La saludé sin más trámite. La voz me salió diáfana, como una campanada al aire libre, apagando el murmullo de voces en distintos idiomas que vagaban por esa torre de Babel, como lo parecen los aeropuertos por la diversidad de lenguas que se cruzan. Ella respondió volviéndose hacia mí, acaso con el propósito de enseñarme de nuevo la ranura provocadora de aquel escote expuesto sin disimulo.

Mi nombre es Luis Alberto y voy de viaje a Madrid, pero por ti sería capaz de detener la rueda del mundo, le confesé sin dejar de mirar los frutos que en forma descarada ofrecía. Ella sonrió atrevidamente, enseñando sus dientes bruñidos.

Le entregué mi tarjeta de visita, con nombre, dirección y teléfono, correo electrónico y todos esos datos que identifican más que la misma presencia del individuo. Entonces dijo llamarse Leontina. Por el acento, estaba clara su nacionalidad. Argentina, de Buenos Aires, del barrio de La Recoleta, confirmó. En su mano izquierda no llevaba anillo de matrimonio ni de compromiso. Pensé que tal vez sería una exigencia de la empresa contratar sólo a mujeres solteras para aquel oficio, aunque por su aspecto estuvieran siempre apetecibles para un matrimonio pactado a perpetuidad.

De pronto oí a través de los parlantes repartidos por los salones, el anuncio de la salida de mi vuelo, exigiendo a los pasajeros en tránsito presentarse en la puerta número catorce lo antes posible. Leontina también oyó y me miró angustiada, insinuando que disponíamos de poco tiempo, apenas de unos minutos. Debía actuar lo antes posible, me advirtieron sus pupilas encendidas con la luz del deseo incontenible. Nos metimos entonces al toillete de las damas, después que una mujer de edad madura salió dejando la puerta entreabierta, y comprobar a través del espejo que el baño estaba vacío. La tomé de la estrecha cintura, mientras a su vez me arrastraba ella también hacia una de las casetas de los retretes. Allí nos encerramos a besarnos como dos locos al borde de un abismo.

           

Metí la lengua en su boca refrescante y salada como el océano pacífico, mientras ella hacía saltar la hebilla de mi cinturón con la destreza de la mujer experimentada. El pantalón se desplomó al suelo como un globo impactado por la punta de una aguja,  en tanto yo levantaba su falda de trevira, y metía la mano para acariciar algo más que sus muslos. Después, mi boca se metió por la ranura de sus pechos, y a mordiscos salvajes le arrebaté el sujetador. En tanto Leontina hacía lo suyo con mi sexo. Nos sentamos sobre la taza del excusado. La oí gemir suavecito, mientras se entregaba a un galope desenfrenado, pero amortiguado por mis muslos.

La misma voz anterior salió por los parlantes anunciando el último llamado del vuelo 1205 con destino a Madrid. Pero Leontina seguía insaciable, exigiendo todavía una acción más prolongada y profunda. Le mordí los pezones y ambos lóbulos de las orejas, y en un instante que me pareció infinito por la desesperación de alcanzar la inminente salida del vuelo, la sentí caer en un orgasmo múltiple, en tanto yo perdía potencia, desesperado por esa voz dando el último aviso.

Si perdía el avión, corría el riesgo de perder también el maldito empleo que me permitía viajar varias veces al año con destino a Madrid, y ahorrar los viáticos que constituían la mayor parte de mis ingresos, alojándome en casa de mis parientes salmantinos. Intenté entonces sacarme a la azafata de encima, pero me golpeó violentamente con ambos codos en el pecho cuando quise moverme, después me amarró del cuello con sus brazos delgados pero firmes como cuerdas marinas. Traté de explicarle que no podía permanecer un sólo minuto más allí, que el avión se iba, y no tendría explicación para dar en la oficina si no llegaba al día siguiente a Madrid. Pero  volveré la próxima semana, le dije, se lo prometí convencido. Por nada del mundo perdería la oportunidad de acariciar otra vez un cuerpo como el tuyo, supliqué en sus oídos. Sin embargo, insistió en amarrarme con sus brazos hasta el borde de la asfixia. Fue recién entonces cuando comencé a tomar conciencia real de los hechos, y de los difícil que resultaría sacármela de encima. Estaba enredado entre sus piernas elásticas, y resultaba imposible intentar pararse de la maldita taza del retrete con el peso de la azafata montada como un pulpo encima mío.

En mi desesperación, la agarré violentamente del pelo, pero ella reaccionó al instante con un mordisco y un gruñido de leona. Volví a intentarlo con más fuerza, y respondió con un tarascón feroz en el hombro que me arrancó un grito desgarrador. Volví a la carga con ambas manos tomándola del cuello, pero ella enterró su rodilla en mi estómago, gritándome al oído palabras pervertidas. Por ahí fue cuando agarré la tapa del estanque del excusado con la mano libre, y le di con el artefacto de loza un golpe seco en el cráneo. Sólo entonces me soltó, después la vería desplomarse al suelo aturdida.

Ese fue el instante que aproveché para subirme los pantalones antes de salir corriendo en dirección a la puerta 14, la que en ese preciso momento ya cerraban, después de chequear quizá al último pasajero de Primera Clase, quienes son los únicos que pueden darse el lujo de llegar a los aeropuertos apenas unos minutos antes de la partida.

-Casi se queda abajo, señor Ramírez -le oí decir a la funcionaria de la línea aérea con un tono desagradable y despectivo, antes que me pusiera a correr desesperado por la manga hasta la portezuela del avión.

Una vez sentado cerca del ala principal, todavía asfixiado por los latidos del tambor primitivo que me remecía por dentro, cerré los ojos buscando alguna explicación a los acontecimientos. Cuando los abrí, las sensuales azafatas venían con los carros cargados de comida avanzando poco a poco por el pasillo, sonriendo dócilmente a los pasajeros. Entre ellas, reconocí al instante a Leontina, la más alta, la más atractiva, mirándome otra vez con sus sensuales pupilas encendidas.