Por Iván Quezada
El último día en que usé el uniforme con la insignia del liceo Eduardo de la Barra fue para la licenciatura, una ceremonia que marcó el final no sólo de mis años de mozalbete, sino también fue el término del liceo mismo.
Su tradición quedó rota entonces, al año siguiente echaron a los mejores profesores y a 600 estudiantes. Fue el sino del movimiento estudiantil durante la dictadura y luego con la Concertación se impuso el autoengaño, hasta que ahora los jóvenes volvieron al mismo punto en que estábamos nosotros. ¡Y después me dicen que 25 años es mucho tiempo!…
Pero son dos décadas y media. No es poco. Algunos, los menos, no vieron caer este primer telón y quizás nos miren desde detrás del espejo. Ese día de despedidas se subieron unos encapuchados al cerro y detrás del escenario desplegaron un lienzo: «Cuartos medios, sigan luchando». Era el año 1986, que marca una inflexión en la historia del país y de nuestras vidas. Lo tomamos para la broma. Con mis amigos jugamos a identificar a cada uno de los graciosos. «Ese de allá es Zamora», «El de al lado es el Trompa López»… Fue un momento demasiado solemne, de los que siempre he rehuido en mi vida.
Desde el segundo piso, como un fantasma o la voz de la experiencia, nos observaba el profesor Miguel Espinosa y lo creí conmovido, a pesar de sus enseñanzas en contra del sentimentalismo. Yo buscaba acercarme a las chicas más bonitas para abrazarlas; era la última oportunidad por toda la eternidad. Héctor, Alejandro, Agustín, mis compinches, estaban planeando una borrachera para la noche, como acostumbrábamos ya que nos creíamos poetas. Éramos tontos y ahora me imagino que somos más tontos. Me acordé de la foto de un escritor admirado, vestido de militar, y cuando una madre me pidió una fotografía con su hija, no trepidé en emular esa añeja imagen en mi memoria. Todo servía para creernos un poco más grandes.
Sin embargo, mi nostalgia no me sirve para olvidar los disgustos que me producía el liceo. El buen salvaje dentro de mí murió en sus salas, y aunque la idea era reemplazarlo por un «hombre civilizado», sospecho que sólo se trata de un barniz. Muchas veces me imaginé abandonando el establecimiento educacional para irme en un barco, de aprendiz, hasta el Lejano Oriente. Todavía no entiendo por qué, aquel día de la licenciatura, lo único que pensaba era en entrar a la universidad. ¡Qué despropósito domesticar al hombre! Y para colmo después nos faltaba una vida entera en el país más capitalista del mundo. Pero puedo ufanarme de que nunca llevé el cuchillo entre los dientes y preferí el lápiz y el papel a los cantos de sirena.
El profesor Espinosa murió en silencio, como todo romántico de la Pedagogía. Fue un digno discípulo de Simón Rodríguez, heredero de Andrés Bello y Juan Gómez Millas. Mi otro referente fue Alejandro Lamas, un diácono metido a profesor. Con ellos tenía el hermoso contraste de izquierda y derecha, de agnosticismo y religiosidad. Aprendí de ambos que leer es la mejor manera de aprovechar el tiempo, pero a la vez no me advirtieron que allá afuera casi nadie escucha las buenas ideas. Pienso que ellos tampoco estaban advertidos.
Nada pierdo con probar, fue mi consigna cuando guardé en el ropero el saco con la insignia del liceo. Era un genuino y candoroso orgullo vestirme con su uniforme. Sólo que a veces la ingenuidad sabe más que la suspicacia. Le agradezco a alguien, no sé a quién, que el dichoso colegio fuese mixto. Entonces, o ahora también, el país era machista y los pocos y mejores recursos se concentraban en los hombres, creándose escuelas exclusivamente para ellos, en donde nos aburríamos como ostras. Yo integré ese maldito club en la Educación Básica. Únicamente aprendía sobre las mujeres con mis hermanas y mi madre, pero con ellas era casi una guerra y no hallaba la hora de verle el lado amable al asunto. Sólo lamento que muchas condiscípulas quisieran ser hombres. Hasta el día se hoy se impone el culto a la fuerza.
Quizás es un error inducido por la legalidad o el miedo a la muerte, pero al día siguiente de terminar la Educación Media me dije que era un adulto y haría todo lo que nunca antes pude. Descubrí que, a pesar de la obsesión universitaria, quería pasarme un año sin hacer nada, aprendiendo de la experiencia para después ser escritor. Mis poemas de entonces eran casi perfectos, pero en el fondo copiaba todo, lo que no es malo pero es insuficiente. Me ponía a escribir y era demasiado fácil para ser verdad. Había algo tan artificioso en mis esmeros creativos, que durante un juego macabro una amiga me dijo que era un falso y estuve de acuerdo.
De modo que en los «primeros años del resto del mi vida» me dediqué a olvidarme del liceo. Cometí tantas equivocaciones, de las inconfesables, que ahora mis educadores me dirían: «¿Qué te pasó, Iván?». O probablemente se reirían, confesando que nos inculcaban un ideal irreprochable e imposible. La cofradía de los perfectos es, también, la de los inútiles… ¿Qué hago escribiendo estas líneas desacompasadas, recordando a los muertos cuando aquí celebramos el hecho de que todavía estamos vivos, de que somos «jóvenes aún», la vieja fórmula de los meseros de Valparaíso? No lo sé, no lo sé, sólo estoy probando.
O quizás es necesario hacerse un examen de conciencia para volver a ser un adolescente. Yo sé que mis amigas brujas no me perdonarán este hechizo, pero digamos que, al cabo de las libaciones de rigor, de los chistes por las arrugas y las canas, de los recuerdos lacrimógenos, conseguimos revivir en nosotros mismos los jóvenes que alguna vez fuimos. En cualquier momento entrarán aquí nuestros profesores muertos y nos pedirán perdón.
«Profesor Espinosa, ¿hasta después del fin fumando?», exclamo, sin darle crédito a mis ojos.
«Desde luego», responde con su voz cavernosa. «Si volviese a morir toda mi muerte de nuevo, haría exactamente lo mismo. No me arrepiento de nada».
¿Quién será el primero que se perdone a sí mismo para perdonar al liceo? «¡Vámonos a la Plaza Victoria a fumarnos nuestros primeros cigarrillos!». «A esta hora salen de clases las muchachas del Liceo de Niñas, ¿vamos a meterles conversa?». «Oye, ¿dónde es la fiesta?». «Manuel, ya tienes 18 años, ¿por qué no te fumas esa marihuana que hace dos años llevas en la billetera y te dejas de tontear?». «¡Por fin voy a usar el pelo largo hasta los rodillas!».
La Revolución Adolescente está servida.
Justito hoy leí un artículo acerca de lo poco que reconocemos y divulgamos a nuestras y nuestro autores. Este "valdiviano"…