Por Carlos Trujillo
No eran años de prekinder, ni kindegarten, ni jardines infantiles los que corrían por Castro, Isla Grande de Chiloé, recién comenzada la segunda mitad del siglo XX. Vivíamos en una casa que mi papá arrendaba a las monjitas, a unos cien metros al oeste de la escuela que ellas tenían en esos años.
Era una escuela para niñas, pero mi papá le rogó a las monjitas que me recibieran como oyente porque, cuando mis tres hermanas estaban en la escuela y como era el menor de la casa, me lo pasaba todo el día jodiendo la pita. Las monjitas aceptaron al oyente, quien sería el único muchachito de la escuela, y desde el primer día, como a puro y simple oyente, me dieron un asiento al fondo de la sala.
Bien poco tiene que haberme gustado esa escuela de puras niñas puesto que antes del mediodía ya me había escapado a mi casa. Mi papá, que sólo tenía dos años de escuela primaria en el campo, no necesitó ni estudios psicología ni de educación para saber como corregir mi conducta. “Si no le gusta la escuela”, dijo, “ que se quede en la casa.” Y yo me quedé, feliz. Pero pronto me enteré que me quedaría en cama y no podría salir de mi pieza hasta que decidiera volver a la escuela.
No cabe duda de que hoy no funcionaría esa lección porque se puede pasar el día en cama viendo la televisión, escuchando música o mirando algún libro de cuentos. Nada aburrido. Pero en aquellos años no había televisión y en mi casa sólo teníamos una vieja radio que estaba en la cocina y en la que únicamente por las noches podíamos escuchar algunas emisoras de Santiago, otras de Buenos Aires y la Radio Carve de Montevideo. Durante el día no se oía nada. No llegaban las ondas. Además, en mi casa no había revistas y el único material de lectura con el que podía contar era una edición ajada del Antiguo Testamento y los libros de texto de mis hermanas mayores. Así que tras esa aburridísima tarde de reposo total, sin más panorama que mirar el inmutable cielorraso de mi pieza, al día siguiente, bien temprano, estaba preparadísimo para irme a la escuela.
No volví a escaparme de clases por ningún motivo y en todo el resto del año no falté ni un solo día. No puedo negar que me aburría. Y creo recordar que me aburría hiperbólicamente porque durante el resto del año seguí ocupando el mismo puesto de la última fila, y hasta me parece que mis compañeras y mi profesora, la buenísima Madre Benigna, olvidaron por completo mi existencia.
Como buen oyente, mi trabajo era oír, o sea, poner atención a todo lo que dijera la madrecita. Sin embargo, a la hora de dar las tareas o corregirlas, la maestra no se acercaba a mi asiento. Tal vez pensaba que como yo era un año menor que el resto de la clase, no tenía por qué importunarme con tareas ni con obligaciones escolares. Pero el oyente oía. Lo escuchaba todo. Y al llegar a casa le ponía empeño para entender los libros de mis hermanas.
Sin darme ni cuenta, a mitad de mi año de oyente ya sabía leer de corrido, mientras mis compañeritas de sala todavía andaban a los tirones con la p con la a, pa; la p con la e, pe; y la Madre Benigna iba de un banco a otro enseñando a tomar el lápiz, corrigiendo por aquí y esmerándose por allá para que toda la clase, excepto el oyente, aprendiera sus lecciones.
Casi al finalizar el año escolar, un hermoso día de noviembre, la Madre Benigna me pidió que le llevara a mi papá el anuncio de un beneficio para que lo pusiera en la ventana de su almacén. Era la primera vez que la monjita me pedía hacer algo, así que me levanté feliz y me fui a mi casa mirando lo que decía el anuncio. Mientras caminaba hacia mi casa, la Madre Benigna que se quedó conversando con una auxiliar de la escuela, vio que yo iba mirando con mucha atención la hoja que me había dado y le comentó a la auxiliar: “Parece que Carlitos estuviera tratando de leer.” Su interlocutora, que era ahijada de mi papá, le contó entonces que yo sabía leer de corrido. La madre Benigna se negaba a creer lo que estaba escuchando, así que apenas regresé de mi mandado, mientras la clase seguía con la p con a, pa; la p con la e, pe, me preguntó: “¿Es verdad que sabes leer?” Y yo prestamente le respondí, “Sí sé leer, madrecita.” “¿Podrías pasar al frente de la clase a leer algo?” Y yo pasé a lo que fue mi primera función de lectura pública. Abrí mi libro en una de las últimas páginas donde encontré una hermosa lectura titulada “Nahuel”, que había leído mil veces en mi casa. El cuentecito relataba la historia de un indiecito de ese nombre. La sorpresa de mi profesora y de mis compañeras fue mayúscula puesto que el oyente, al que nunca se le había dado una tarea ni pedido que pasara a escribir ni una letra en el pizarrón, leía de corrido.
La sorpresa fue mía cuando al día siguiente, la Madre Benigna me regaló una pelotita de goma, que si hubiera querido podría haber hecho saltar más arriba de las nubes, pero yo no quería perder esa pelotita: era mi único juguete. Ese fue mi primer premio literario, aunque entonces no tenía ni la menor idea de eso. ¡Un premio alegre y saltarín regalado por la Madre Benigna!
Unas semanas después llegaron los examinadores, que eran profesores de la escuela pública, y la madrecita me pidió que les leyera algo. Nuevamente leí de corrido y los sorprendidos examinadores aprobaron mi paso al primer año de escuela primaria. Pronto cumpliría seis años.
No era mi deseo contar aquí mi rapidísimo avance en el arte de la lectura. Lo hice porque no tengo mucho más que contar de ese año. Los recreos deben haber sido aburridísimos, puesto que a esa edad las chicas juegan con las chicas y yo, el único chico de la escuela, no debo haber tenido ni los deseos ni la oportunidad de participar en sus juegos. Mi único recuerdo de un recreo, es el de una ocasión en que un grupo de muchachas de los cursos superiores estaban jugando al lazo. Una chica en cada punta, batiendo el lazo, y las otras saltando. Yo debo haber pasado muy descuidadamente por allí porque la soga me golpeó muy fuerte en el cuello y me dejó una marca y un dolor de quemadura durante varios días. De los recreos de ese año, es el único recuerdo que me queda.
Luego vendría la escuela de los padres franciscanos, o sea la Escuela San Francisco, N° 9 de Castro, que a los pocos años desapareció y cuyo sitio unas décadas más tarde, sería ocupado por el Terminal de Buses Cruz del Sur.
En esa escuela estuve desde primero a quinto año, aunque debería decir desde segundo a quinto, porque en primer año estuve solamente dos semanas. Esos quince días bastaron para que mi profesora, la Srta. Carmen Gallardo, se diera cuenta de que yo leía y escribía de corrido, y que además sumaba y restaba. Así que ella, además de casarse en esos días con quien iba a ser mi profesor en tercero y cuarto, y mi colega muchos años más tarde en el Liceo Politécnico, pidió que me pasaran al segundo año porque en su clase me estaba aburriendo de lo lindo. De modo que la tercera semana ya estaba en mi segundo año de preparatoria, en la clase de la señorita Haydée Díaz, sobrina del padre Díaz. De ese curso no recuerdo mucho más que a la señorita Haydée, a la que nunca volví a ver luego de mis años en esas aulas.
En la escuela de los padres franciscanos había sólo cuatro salones de clases. Uno para el primer año y uno para el segundo año. Pero el tercero y el cuarto, igual que el quinto y el sexto, compartían salones. El profesor de esos cursos tenía que hacer magia para impartir dos clases al mismo tiempo. De tercero y cuarto recuerdo que el profesor era excesivamente estricto. Las vacaciones de invierno me las pasaba escribiendo páginas y páginas en mi cuaderno. Teníamos que transcribir ciertas lecturas de nuestro libro, y eso me atormentaba. Me pasaba las noches pensando qué hermoso sería si para mis todavía inadaptadas manos, escribir fuera un proceso tan sencillo y descansado como leer. Por años estuve deseando eso: que mi trato con el lápiz y el papel fuera tan fluido como el de mis ojos con las hojas impresas.
También recuerdo los recreos. Mi infancia fue una infancia sin juguetes y con pocos amigos porque era muy tímido y como no tenía hermanos mayores, sólo hermanas, cualquiera me daba de golpes cuando quería, sabiendo que nadie saldría en mi defensa. Pero cuando nos llegaban días de sol, los recreos eran maravillosos porque había dos o tres compañeros a quienes les gustaba repetir cuentos que escuchaban en sus casas o que les habían contado sus parientes de los sectores rurales. Eran cuentos maravillosos y muchas veces aterradores: estaban llenos de personajes y lugares que uno conocía o de los que había oído hablar. Toda la extraordinaria mitología y las tradiciones chilotas navegaban en nosotros durante esos recreos. Una maravilla para mí, que por pertenecer a una familia campesina del centro de la isla grande, no sabía nada de Caleuches ni Pincoyas ni Millalobos, ni nada de eso. Creo que ni siquiera del Trauco había oído hasta entonces. Así que me extasiaba escuchar del pariente de uno ellos que se quedó dormido en el muelle de Castro mientras esperaba un barco, y al día siguiente despertó en una ciudad que no conocía. Luego de vagabundear un poco y de atreverse a preguntar supo que estaba en Puerto Montt y al seguir preguntando, se enteró de que esa mañana no había llegado ninguna embarcación desde Chiloé. La maravilla me ganaba el corazón y la mente y yo memorizaba cada palabra de esos relatos que luego contaba en mi casa.
También me gustaba sentarme bajo la sombra de unos enormes castaños, de espaldas a la tapia que separaba el patio de la escuela de una barraca de maderas. En esa entretención me acompañaba sólo un amigo, pero no recuerdo quién era. Con trocitos de tablas construíamos asientos, pedales y un volante que enterrábamos en el suelo. Sentados allí, maniobrando nuestros vehículos imaginarios, recorríamos este mundo y el otro repitiendo los cuentos maravillosos que habíamos escuchado de los demás compañeros y que nunca dejaban de asombrarnos.
El recuerdo más claro que tengo es uno que tal vez nunca haya ocurrido, pero que se mantiene con una nitidez increíble en mi memoria desde mis siete u ocho años de edad. Un día soleado, a eso de las dos o tres de la tarde, se cancelaron las clases y nos hicieron salir de la escuela. Según oí, las ramas de los gigantescos castaños se habían vuelto morada de ratones, así que debajo de los árboles encendieron unas fogatas que producían mucho humo para obligar a los ratones a huir de allí. Tengo clarísima la imagen de miles de ratones huyendo del humo y del fuego, cruzando el patio vertiginosamente en dirección a no sé dónde. Tal vez no sea una historia cierta, pero mi memoria la mantiene con absoluta nitidez. También recuerdo que alguien me sacó del colegio y me llevó a casa de una familia que vivía frente a la Escuela Superior. En este detalle se confunden mis recuerdos porque no tendrían por qué haberme llevado a esa casa y no a la mía, que estaba bastante más alejada de la estampida de ratones. Tengo la seguridad de que fui llevado a esa casa, pero tiene que haber sido por culpa de otros fuegos y otros humos: cuando se incendió la escuela y la iglesia de las monjitas, que estaban sólo unos cien metros de mi casa.
Cualquiera se preguntará por qué yo no jugaba al fútbol ni al trompo ni a las bochas, (bolitas), ni a los botones ni a los clavos como el resto de los chicos. Y la respuesta es simple: yo no tenía habilidad para nada de eso. Lo que sí hacía y disfrutaba era montar a caballo casi a diario. En esos años, Castro era un pueblecito muy pequeño con trato con los sectores rurales y como mi padre tenía una pequeña tienda de abarrotes, muchísimos de sus clientes eran campesinos que llegaban al pueblo a caballo y los dejaban durante el día en el patio de mi casa. Ellos tenían buena voluntad y les encantaba que a ese niño pueblerino le gustaran los caballos, así que podía contar con cabalgaduras diferentes para cada día.
En el quinto año mi profesor fue don Domingo Burich, que varias décadas más tarde sería mi colega. El maestro Domingo era apasionado y sus alumnos nos sentíamos empapados de la pasión que ponía en cada una de sus clases. Igual que los profesores de los otros cursos, él enseñaba todas las materias, de modo que él era nuestro profesor de ciencias naturales y ciencias sociales y matemáticas y castellano y dibujo y trabajos manuales, y de lo que estuviera en el programa de mi curso y del sexto año que compartía nuestra sala. Además era el entrenador del equipo de fútbol de la escuela. Como yo nunca tuve talento para eso, el gran recuerdo que tengo de don Domingo se conecta con las maravillas que nos ofrece la literatura y la importancia de la pasión y la modulación al leer en voz alta para una audiencia de niños. El maestro Domingo tenía la costumbre de dedicar una clase semanal a la literatura y esa clase sigue siendo uno de mis recuerdos más gratos. Para esa clase, el maestro Domingo elegía un cuento que leía al público con voz poderosa y bien timbrada. No eran tiempos de imágenes de televisión sino tiempos en que la fantasía nos llegaba esencialmente a través de la oralidad. La fantasía y la belleza de la palabra bien leída y de la historia bien contada. No sé cuál sería la reacción de mis compañeros a la hora de sus lecturas, pero imagino que no sería muy diferente de la mía.
Yo esperaba con ansias el día de la clase de ‘literatura.’ Y es que el maestro Domingo tenía las cosas claras. Una clase de literatura en la escuela primaria no es para enseñar formas de análisis, ni técnicas complicadas, ni palabras impronunciables para un niño, ni nada de eso. O quizás sea todo eso, pero lo fundamental de una clase de literatura en ese nivel de la enseñanza es crear ‘un verdadero amor por las letras’ y eso solamente se consigue por el contacto directo con la obra.
Algunos de sus estudiantes de entonces aprendieron de memoria esa lección que nos entregó y todavía siguen volando por cielos infinitos entre libros portentosos con alas de pájaros y la cabeza repleta de fantasías gracias a ese maestro, que semana a semana nos llenaba la imaginación de hermosas historias y nos hacía cabalgar a través de territorios portentosos por medio de la magia de la palabra bien escrita y dicha con alegría y con pasión.
Villanova University
Havertown, 22 de mayo de 2008
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.