Fabián Cortez González (Santiago de Chile, 1965), novelista y cuentista, integrante de Letras de Chile, ha enviado un cuento que pertenece al ámbito de la narrativa fantástica.
La Kaqullu
por Fabian Cortez
La alborada tenía ese gustillo propio de la serranía y Shañu -cuyo nombre en quechua significa moreno, como el color del café- estaba acostumbrado a este clima extremo en el altiplano. La temperatura transitaba entre varios grados bajo cero durante la noche y al despuntar el alba se elevaba a sus opuestos, donde el sol, ya en el cenit, tostaba la piel y resecaba la garganta. Parado en esa pendiente, sujetaba las riendas de su mula mientras acullicaba la hoja de coca para paliar los efectos de la altura, allá donde la puna imponía sus términos y solo los hijos de la pampa osaban desafiarla.
De corta estatura, sonriente, de contextura ligeramente gruesa, cubría su cabeza con un chuluy y tenía semejanza con un equeco. Se arropaba con un aguayo de tonos encendidos que evocaban las épocas del Tahuantinsuyo, o mejor dicho del Imperio Inca.
Shañu apacentaba sus ovinos y ya contaba algunos días con sus noches lejos de su Pahuichi o caserío.
Su sustento gravitaba en torno a la cría de ovejas y una precaria agricultura. Se hallaba en los alrededores del salar de Uyuni y estaba distante de cualquiera de los poblados, pues implicaba una marcha a través de mesetas, colinas y valles tan ásperos como olvidados. En ella lo esperaba su esposa, Asiri. Tenía vivo el recuerdo de su sonrisa a flor de piel.
El día fue sosegado. La tarde avanzó hacia el crepúsculo al mismo paso de las exiguas nubes que a ratos surcaban el cielo. Fumar un piltunchulo ayudó a meditar mientras observaba el firmamento que se iba manifestando en todo su esplendor allá arriba, donde habitaba el Huiracocha. En la soledad de las alturas, Shañu no sabía de política, economía, o tampoco del internet. Solo tenía claro que el sustento había que ganárselo con el sudor de su frente.
Aquella resultó ser una noche peculiar porque hubo más estrellas fugaces que de costumbre, un fenómeno curioso que no lo dejó indiferente. Algo auguraba. Al poco rato un ventarrón sopló en el lugar, tenía la tibieza de una mañana y la intensidad de un tornado. Luego vino ese destello que iluminó el entorno como un relámpago. Hizo la señal de la cruz, quizás para pedir protección, pues su instinto fue alertado, temiendo que el Supay se manifestara ante él para castigarlo por alguna maldad.
La noche no tuvo nada de tranquila, fue víctima de pesadillas donde se vio a sí mismo en medio de la pampa, rodeado de otras personas diferentes a él, como si se tratase de una reunión de representantes de todo el mundo. Vio diversidad de razas, idiomas y tonalidades de piel. También divisó unas siluetas extrañas que guiaban a las personas como en una procesión rumbo a ese resplandor, como si fuese el mismo Huiracocha que invocaba a su hijo Inti para recibir a los hombres.
A la mañana siguiente descubrió huellas alrededor suyo, y por su profundidad estimó que correspondían a un individuo más alto y pesado que él. Esto lo perturbó e inició su retorno al hogar. El día estaba raro, a su entender.
Si bien el camino le era familiar, algo en el entorno le supo distinto. Los olores, el color del terreno, incluso el cielo tenían un matiz que no supo identificar. Por primera vez, ansió que se acortara la distancia para reencontrarse con su amada, sin embargo, el tiempo parecía no transcurrir. Inti parecía furioso, porque el calor se tornó más intenso que de costumbre. La modorra del mediodía comenzó a doblar sus fuerzas, se le cerraban los párpados y sus músculos parecían adormecidos, como si no tuviese ñeque. Para colmo de males la Baqueana estaba inquieta, más que de costumbre, era evidente que algo la traía intranquila y a ratos se encabritaba.
Al poco andar se topó con más huellas que se alejaban del sendero. Las siguió por espacio de varios minutos hasta divisar un cuerpo allá al frente. Al verlo más de cerca comprobó que se trataba de un kh’anca o gringo. Observó que sus cabellos tenían el color del oro. Recordó que en sus andanzas tropezó con turistas en sus máquinas y a veces lo contrataban como guía. Imaginó que acudían al salar y luego enfilaban rumbo al norte, a la meseta del Collao quizás, para visitar la Puerta del Sol en la ciudad de Tiahuanaco, muy distante de la ribera del Titicaca. Tal vez atraídos por las pétreas construcciones con una orientación astronómica ligada a los dioses. Según la leyenda aimara, la puerta guardaba un secreto que los antiguos dejaron escondido en La Kaqullu para ayudar a una futura humanidad en apuros. Pero él no entendía de esas cosas.
−Alli puncha mashi − saludó al hombre con un “buenos días” en quechua. El otro no reaccionaba, parecía afectado por la altura. Entonces Shañu hurgó en su bulto y extrajo hojas de coca para que el kh’anca masticara, porque era evidente que se había apunado. En el altiplano no importa cuán robusto seas, la puna es la que manda −Uyuni −balbucea Shañu señalándole el entorno.
−¿Uyuni…? −el rictus en su rostro fue evidencia de su pasmo−. ¡Imposible! Hace un rato yo en Tiahuanaco…, en Puerta del Sol… − el arriero solo se encogió de hombros.
Shañu miró a su alrededor y se dio cuenta de que había otro cuerpo más allá del cual no se había percatado. Acudió en su ayuda. Pudo darse cuenta de que era diferente al otro sujeto. De mediana estatura, cabellos negros y tez clara, quizá demasiado lechosa para un clima tan soleado. Se aseguró de que recobrara el conocimiento y le dio a beber agua. Luego otros cuerpos afloraron junto a él. Eran personas de otras latitudes y Shañu no entendía qué estaba pasando, se preguntó si acaso era alguna clase de magia.
Algo le llamó la atención en el horizonte. Había una extraña formación de nubes o de polvo. No pudo precisarlo, parecía ser una tormenta de arena o algo similar. Nunca había visto algo semejante. Luego unas siluetas aparecieron, rodeándolo. Se veían famélicas y de ellas parecía emerger una rara efervescencia. Tuvo miedo. Quizá era el antawaya, demonio del altiplano. Pero esos tenían una mirada afable, seductora. Shañu cayó bajo el influjo de esos ojos que parecían poseer una abismante sabiduría. Lo invitaron a seguirlos y no pudo resistirse. Los otros se pusieron de pie y caminaron junto a él rumbo a ese resplandor que emergió de la nada.
Ahí pudo ver a La Kaqullu y los hombres cruzaban a través de ella, guiados por esos seres famélicos. Shañu comprendió que ya no volvería a ver a su amada.
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.