Rodrigo Barra Villalón

RODRIGO BARRA VILLALÓN (Punta Arenas, Chile, 1965). Cirujano Dentista de la Universidad de Chile y Magister en Edición de la Universidad Diego Portales, ejerció su profesión durante algunos años para luego dedicarse a la actividad empresarial en un ámbito del que recién se comenzaba a hablar: internet. La literatura siempre fue una pasión, y el 2018 tomó la decisión de convertirla en un imperativo.

Entre sus obras, «Algo habrán hecho” (Zuramerica, 2019); “Fabulario” (Zuramerica, 2020); “2048” (Zuramerica, 2021) y se encuentra en preparación “Nachtzwaluw”, un libro de cincuenta y siete microrrelatos ilustrados (Zuramerica, 2022).

MIENTRAS CONSUMAS… ¡EXISTES!

por Rodrigo Barra Villalón

 Don Pedro era un ingeniero comercial jubilado, alto, flaco y de derechas. Casado en segundas nupcias con doña Piedad Monasterio de Délano, que así se firmaba, sesenta y cinco años, católica y dueña de casa. Ella soportaba estoica lo recalcitrante y mañoso de su marido, mayor por varios años. Habituales eran sus quejas: ¡Que no me cedieron el asiento en el metro!, ¡que otra vez Pedrito no vino a almorzar!, ¡que el país está lleno de comunistas!, que esto y que lo otro. Quizá por ello, la señora Piedad se dijo tantas veces, mirándose al espejo, ¡gracias! Dios mío, por la prematura menopausia.

Obsesivo como era, don Pedro fue escogido presidente de la junta de vecinos. A lo que por supuesto ayudó que no hubiese otros postulantes. Para él, todo giraba en torno al aseo y el ornato. Topárselo en el ascensor era una invitación a preferir las escalas; apúrate niña, que ahí viene el viejo momio… decía a su prima en cuanto lo divisaba la vecina del 302, que usaba faldas apretadas.

En cuanto los bancos estuvieron seguros de que no se desplomarían los aviones, ni se harían agua las riquezas producto del error del milenio, ofrecieron al matrimonio un nuevo y revolucionario servicio: el PAC, o pago automático de cuentas. Don Pedro y su mujer fueron por entero felices al inscribir todos sus compromisos: luz, agua, gastos comunes e incluso la mesada de Pedro hijo, que por aquella época arrancó de Chile a la primera oportunidad que tuvo y, como su padre había estudiado en Chicago, hasta allá partió Pedrito, con más de treinta años, buscando consagrarse como músico.

¡Puchas este cabro?, don Pedro dejaba a un lado el diario de gran formato, hacía una pausa y tomaba con su mano tiritona un sorbo de wiski caro. Su mujer solo movía un hombro por el comentario sobre el hijastro. A continuación, él ponía el vaso sobre la mesita de bronce con cubierta de ónix y de una manera u otra siempre terminaba conversando acerca del modelo económico. Qué felicidad me embarga, vieja, el haber sido parte en la gestación y nacimiento de un sistema que hasta te permite pagar cuentas sin mover un dedo, ¡qué otro país de la región tiene esto! Perfectible, claro. Pero no puede más que llenarme de orgullo, vieja.

Y desde la comodidad de tu hogar, remedaba ella… ¿puedes creer que la china? –así le decía a cualquiera que trabajara en su casa– ¡Volvió a dejar la plancha enchufada antes de irse!, si no llego a tiempo, nos quemamos.

Mejor no me digas nada, son los hijos de los hijos de esos resentidos comunistas: vociferan y vociferan y nada hacen bien. Así el país no avanza.

Así pasaron los años, el viejo momio continuaba presidiendo la junta, pese a que ya no hablaba con nadie. De vez en cuando discutía con el vecino de junto, del 204, ¡que su perro no para de ladrar!, le decía: justo cuando quiero escuchar el discurso presidencial, o con cada sirena que pasa y ¡los ruidos molestos! –para él, la música de Brahms era un ruido molesto.

Tras la súbita muerte de don Pedro, por un infarto doble al miocardio; doña Piedad Monasterio, ahora viuda de Délano, con sus setenta y cinco años a la espalda quedó más sola que nunca. Esa misma semana se le fue la nueva nana, que también dejaba enchufada la plancha, porque tenía un amorío con el conserje que despidieron, don Manuel Espinoza: un señor bajito de bigote ralo oriundo de Lolol y mano derecha del difunto, que por lo mismo lo echaron. Contrataron a uno más joven y eficiente, y a poco andar el comentario general entre los cohabitantes del edificio era que «trajo nuevos aires y le hacía honor a su apellido». Era Manuel Cortés, soltero, de Temuco a la costa. De ahí en adelante se podría decir que reinó el buen trato y cordialidad en el condominio. Tal vez por lo mismo, la viuda, que ya casi no salía, fue pasando desapercibida y su rostro olvidado.

¿Las cuentas?… continuaban pagándose en automático sin que se emitieran comprobantes, no solo porque el matrimonio tenía una confianza ciega en el sistema, también les molestaba tener que botar los recibos y alguna vez escucharon que era mucho más ecológico. –Para qué más basura en el planeta–, la señora Piedad recordaba haber escuchado ese comentario de su difunto marido y ahora lo honraba.

Producto del recambio natural y los pasos que va dando la sociedad con los nuevos tiempos, fueron llegando diferentes inquilinos. Como Sebastián Salcedo, al departamento 404: arquitecto, con una niñita pequeña de pelo afro a su cargo. Papá, ¿sabes como se llaman los hermanos Mario? No mi amor, ¿tú sabes? ¡Sííí!, Luigi Mario y Mario Mario, ¡me gustan! ¿Sabes?, ellos van recorriendo mundos y compitiendo por tomar monedas de oro.

También pasaron por el edificio la pareja que formaban Joaquín Fuentes y Mateo Pérez, por un corto período ocuparon el 503, donde solo se quedó Mateo cuando terminaron. Memorable fue la discusión sobre quien se quedaba con Anticucho, el gato.

En el 302 continuó viviendo Claudette Aguirre, puta, que usaba una tarjeta de presentación en francés por el anverso e inglés por el otro lado; bilingüe, decía trabajar de traductora. Y en el 204 el dueño del perro que, por alguna razón ignota, se desgañitaba ladrando cada vez que tocaban el Himno Nacional o bien se topaba con alguien de uniforme cuando lo paseaban.

Para cada uno de los vecinos de la comunidad, la señora Piedad se había convertido, con suerte, en un recuerdo lejano. Ella debía contar ya más de ochenta años y, sin embargo, pagaba sin atraso los gastos comunes, cualquier acuerdo tomado en el condominio que incluyera reparaciones preventivas de ascensores, control de plagas, recambio de caldera o pisos flotantes. Amén de las boletas de agua, luz y cuánto servicio habían endosado a su cuenta corriente, en donde ingresaba mes a mes, religiosamente y de forma automática su montepío.

El tema es que doña Piedad Monasterio viuda de Délano, llevaba varios años muerta…

Los bomberos Andrés Camus, estudiante de ingeniería civil eléctrica y pésima relación con sus padres, tanto así que prefirió vivir en el cuartel de la compañía, a soportar la envidia que generaba en su hermana; y Juan Valdez (un alcance de nombre con el productor de café colombiano), ajustaron la escalera corta y tuvieron que acceder al segundo piso por la pequeña terraza, puesto que antes de morir, la señora dejó las llaves puestas y doble chapa en la puerta de entrada. Ellos fueron quienes la abrieron para que entraran los carabineros.

Al cadáver lo encontraron momificado, conservado en tal estado porque Piedad murió de muerte natural y en el sitio se daban las condiciones idóneas de humedad y ventilación que favorecieron tal proceso.

¿Pero? ¿Cómo y cuándo ocurrió todo esto? … todo ocurrió el último día de junio de este mismo año, cuando los operarios municipales Pedro Almonacid, de veinticuatro años y Yieninson Muñoz, que cumple veinticinco para la Pascua, removían los escombros de una protesta que la noche anterior hicieron los vecinos del campamento aledaño al edificio en Lo Barnechea. Un transeúnte que pasaba por allí, Diego Pérez, paró a conversar con el par: cabros, esto prendió y ya es en todas paaartes –lo dijo alargando las aes–, y cómo no, si estamos todos choreaaados con este gobierno. ¡Hasta cuando con esta cuarenteeena! –esta vez alargó las es– …no fueron treinta los pesos, son treinta aaaños.

El par asintió con la cabeza y Almonacid dijo que la verdad, no importa quien estuviera arriba, porque seguimos igual –dijo–, mi papá hacía lo mismo que yo, y ni pa los remedios alcanza.

No da más esta cuestión –acotó el otro y miró hacia arriba.

Loreeen apuntó Pérez al vidrio quebrado entre el balcón del departamento y un farol de la calle. Tiene que haber entrado una lacrimógena –se le ocurrió– o bien, hay una molotov no incendiada.

Avisaron a los de seguridad ciudadana, que llegaron en enjambre con las balizas encendidas, metiendo bulla y no hicieron nada. Pérez se quedó, porque aún le quedaba hora y media de salvoconducto y tenía bien pocas ganas de regresar a su casa. Pero se fue rapidito, en cuanto llegaron los pacos y empezaron a hacer preguntas.

Cortés, después de años de conserje, había juntado sus cinco días legales de permiso nupcial con las vacaciones acumuladas y fue a presentar a la novia, a sus padres. En la costa de Temuco lo pilló la cuarentena y tuvo que quedarse.

A los primeros carabineros que llegaron (ellos llamaron a Bomberos por radio), el portero de reemplazo, que también se llamaba Manuel, les dijo que parecía que en ese departamento vivía una anciana. Una señora que no molesta en nada y tampoco nada me ha llamado la atención –les dijo– en el tiempo que llevo de reemplazo, porque los recibos y pagos están todos al día… miren: y sacó un cuaderno ajado en donde archivaba a los morosos. Por lo mismo, no hay razón alguna para preocuparse.

¿Pero cómo, nunca nadie sospechó algo?… si hubo una vez que alguien dudó; el ejecutivo del banco, Boris Alfaro, alto, panzón, casado y fresco: porque se iba los viernes, que salían más temprano, con la niña de los seguros al ‘Motel PK2’ a unas pocas cuadras de la sucursal. Él reparó en que su clienta solo pagaba cuentas por PAC, pero no tenía otros gastos. Justo cuando auditaba las cartolas, fue despedido y reemplazado por un ingeniero comercial recién salido de la Universidad Desarrolladora Integral (UDI), evolución natural del Cosmos Institute (CI).

Quizá lo más relevante fue que meses atrás, un vecino que fue miembro de la Secretaría Nacional de la Juventud en tiempos dictatoriales y subió de categoría producto del cuarto cambio de gabinete, al saber que se mudaría del departamento 606 del edificio, a una casa en La Dehesa, quiso despedirse de la veterana y llamó al teléfono de contacto. Desde Chicago, Pedrito le contestó que creía que la señora Piedad, su madrastra, vivía en una residencia de retiro desde la muerte de su padre, a la que no pudo asistir porque si llegaba a salir del país, no entraba más.

Asunto zanjado.

Y así… sin que nadie la hubiese echado de menos por años y mientras del departamento de al lado llegaba música de Brahms; los bomberos encontraron a la vieja, momia, sentada en el wáter, como implorando el nombre que sus padres le habían dado…

¿Y el perro? Se preguntarán.

Con todo el barullo que armaron los bomberos, el animal se coló por la puerta entreabierta de calle, llegó al baño y mientras la sacaban, se puso a ladrarles como un loco.