Hijo de diablo y diabla

Martín Faunes Amigo, escritor y socio de Letras de Chile, ha enviado un notable y conmovedor cuento. Los invitamos a leerlo y a pensar sobre el profundo tema que lo cruza.

Por Martín Faunes

“Bebe Rocamadour, bebé bebé”,
Julio Cortázar
Composición escolar conmemorativa al día del Carabinero

DE COMIENZO, ELLA PASABA CALLADITA, mirando a un lado y al otro. Gacela asustada parecía, como aquellas acechadas por los leones. Y era linda, de verdad que lo era, además se las arreglaba para demostrarlo a pesar de la falda del uniforme que, no obstante su rigidez, ella hacía flamear descubriendo delicadamente sus piernas.
Gacela asustada por el acecho de las fieras, no lo sé, pero sí sé que iba siempre con sus ojos bailarines captándolo todo, ágil, maravillosa.
De hecho a los pocos días ya sabía hacer todos los certificados y los informes y nadie tenía que recordarle sus obligaciones ni de reprocharle tampoco nada. Si hasta escribía con buena letra y ortografía impecable. Era la mejor escribiente que habíamos tenido, aunque no por eso iba yo a aceptar lo que me ofrecían. Y no sé si era o no «mi obligación», como decía mi comandante, pero yo me negué, no me importó que me repitiera treinta veces que era una cuestión de honor.

«No ha sido cosa mía», fue una de las pocas cosas que pude responderle, porque él no paraba de hacerme acusaciones sin dejarme argumentar y además me amenazaba con penitencias terribles. Pero yo tenía la razón, no había sido mi culpa, era su culpa, su propia culpa, todos lo andaban diciendo. Aparecía escrito incluso en los baños, aunque no en los de los oficiales sino sólo en los nuestros, los del perraje.

«Una escribiente se puede demorar algunas veces en un dictado, pero no siempre».

Cuando el sargento se atrevió a comentarlo ya casi todos lo sabían, además ella, con la cara de cínica que ahora tenía, estaba lejos de parecer la gacela asustada de los primeros días, aunque yo igual me quedaba mirándola. Para mi fatalidad mi escritorio estaba frente al suyo: escritorio para damas con un tablado para cubrirle las piernas. Pero cómo ignorarla si tras ese tablado imaginaba sus rodillas blancas y una sombra más oscura hacia donde debían terminar sus medias.

Claro que mi comandante no tenía necesidad de imaginar nada, ella se encerraba con él, todos lo sabíamos: gatos encerrados. Por eso cuando vino con lo del honor y esas tonterías sentí que era mi deber negarme. Me salió entonces con que yo era el único soltero y que además no aceptaban madres sin marido en la institución. «Si no aceptas la enviarás a la cesantía, será el sino que te marcará y te va a perseguir para siempre».

Qué hacer, qué decir. En un momento de rabia me trató de homosexual –lo que falta es que se nos esté llenando la institución de maricones –dijo en voz alta para que escucharan mis compañeros, pero agregó en voz más baja solo para mí:
–Sé que eres hombre, he visto cómo la miras.

Le respondí lo que correspondía, que no era ningún marica y que si estaba soltero era por no dejar sola a mi madre. Y él –te la llevas a vivir con ella para que tu mamá aproveche de cuidar al nieto.

Qué remedio. Podrán pensar que soy un simplón, pero eso no es tan cierto, se me habían terminado los argumentos, solo eso, pero además viéndolo de otro modo podría cumplir un sueño: rozar su piel por las noches antes de dormirnos, tal vez una caricia, un beso furtivo, por qué no amor verdadero.

Todo el cuartel vino a nuestro casamiento, algo que no necesariamente me honraba. Tampoco a mi novia que trató a las mujeres de mis compañeros con desprecio. Quizá esperaba ver en la fiesta a esposas de oficiales, pero ellas, por supuesto, no se presentaron. La torta la puso mi propio comandante que nos envió también un televisor de regalo, aunque puso en la tarjeta que era un presente de la comisaría completa, algo que yo no creería. Pese a todo en la fiesta estaba feliz pero embobado. Embobado y borracho.

A veces a uno le hace falta emborracharse para desenredar los sentimientos, así que borracho como estaba aproveché para resolver el primero: secreteé a mi madre que mi novia estaba embarazada. La pobre vieja cambió su expresión de censura de todos esos días para dibujar en sus ojos la ternura de las abuelas: excelente, claro que el otro problema no había cómo resolverlo.

El comandante la sacó a bailar después del vals de los novios y siguió con ella bailando tres piezas seguidas para entonces retirarse como un triunfador: pasos con garbo, sonrisa arrolladora, solo le faltaron los aplausos. Y es que él era realmente un triunfador. Mi comandante un triunfador y yo un payaso. Pero no tendría por qué seguir siendo así: me acerqué a la que ya era mi mujer para tratar de arreglar el problema de verdad importante. Ella estaba sentada a la mesa de honor tal como yo la veía a diario frente a mi escritorio, pero en vez de la gacela de los primeros días, se quedó mirándome como las leonas que desafían a los machos. Como nada me atreví a decirle, después de una pausa de horas, tan solo se recogió un poco el vestido para que le pudiera ver las piernas.

Yo amaba sus piernas, pero no así, yo quería verlas con una sonrisa en su rostro, besarlas con una sonrisa en su rostro. Se las habría acariciado por noches enteras, por todos sus recovecos. En realidad por días y por noches, por las tardes, temprano en las mañanas, pero no sin una sonrisa, no con esa mirada dura que no me atrevía a desafiar ni siquiera con todo el alcohol que había tragado. Pese a eso, en el pequeño cuarto de residencial de la playa Las Cruces todo pareció enmendarse: mientras la observaba desde la cama, ella se desnudó y luego, con una pequeña reverencia, dibujó un semicírculo horizontal con el brazo extendido y el dedo índice apuntando. Bastó apenas eso para que todo cambiara. No tuve tiempo siquiera de razonar ni de preguntarme si la ex gacela asustada había lanzado acaso un encantamiento, porque mucho antes de eso me rodeó entre sus piernas y se apropió de mí tal como lo hacen las boas con sus presas.

Tuve una noche buena aunque no por amor verdadero. De mi parte sí, pero no de la suya: nadie me saca de la cabeza que no era al comandante a quien ella añoraba en esos momentos, nadie me saca de la cabeza de que pensaba en él mientras la agonía del deseo empezaba a alcanzarnos. Pero qué importaba, «el amor es de pasadizos oscuros», con ese pensamiento me conformé. Me conformé apenas con unas noches de amor y con mirarla. Todo eso terminó cuando nació el chiquillo. Me pidió mudarme de cuarto para poder criarlo mejor, pero en realidad fue mi madre la que lo cuidó, mi mujer se preocupó apenas de amamantarlo, mi vieja de todo lo demás. Le tejió, le cambió pañales, si hasta en su infinito amor de abuela jugaba a encontrarle en su rostro detalles míos que no existían, que no tenían cómo existir.

El amor es de pasadizos oscuros, eso me repetía reconociendo que a pesar de todo fueron buenos momentos, un tiempo corto y hermoso que terminó abrupto cuando se le terminó su período de descanso. Se reincorporó al cuartel y mi comandante la mandó a llamar para un dictado: gatos encerrados otra vez. Gatos encerrados de nuevo en nuestras vidas, pero qué era yo en su vida, qué era mi comandante. Perdí el honor. Todos en el cuartel lo sabían: mi esposa se encerraba de nuevo en la oficina con mi comandante y yo me quedaba en mi escritorio temblando de pena y rabia porque nada había que pudiera hacer. Un pobre cabo segundo está a merced de los oficiales, eso era algo que entonces se hacía patente y la evidencia se tornó aún más terrible cuando él, el maldito que la había embarazado, apareció conduciendo un auto nuevo y mi mujer llegó a la casa tarde por la noche diciendo muy contenta que mi comandante le había ofrecido su auto antiguo por tres chauchas para que le resultara más cómodo criar al chiquillo.

No pude contenerme, hice lo que habría hecho cualquier hombre con el honor destruido. La golpeé de mano abierta, se fue al suelo tras la bofetada. Si mi madre que llegó con nuestro hijo colgando no me la quita, les juro la mato.

–No me vuelvas a poner la mano encima, desgraciado –así me dijo desde el suelo donde estaba y donde se debió quedar para siempre. «Desgraciado», así me dijo, pero mi comandante no se atrevió a decirme nada. Me citó a su oficina y simplemente me anunció que mi mujer se mudaría a un departamento de su propiedad y que él comprendía mi actitud pero que yo tenía que comprender la suya. Nada más dijo.

Esa tarde mi mujer volvió a la casa en el auto viejo de mi comandante, que por lo demás era un modelo de no hacía más de tres años, y comenzó a echar en él sus perfumes y pinturas, el televisor y su ropa, mientras le pedía a mi madre que cuidara a su hijo por unos días mientras se acomodaba en su nuevo domicilio. Mi madre aceptó llorando. Ella para despedirse no dio más que un portazo.

Al día siguiente mi mujer se encerró con mi comandante desde temprano, y yo, en vez de desesperarme, le conté al sargento que ella ya no era nada mío, ni siquiera pariente. Para mi alivio él se encargó de contarlo a los demás que era justamente lo que yo quería. Pese a eso las cosas estaban duras: cómo soportar impasible el ruido que hacían sus cuerpos al jadear y al penetrarse o al hacer quién sabe qué suciedades.

Fue cuando llegó el momento en que ya no pude seguir aguantando. Me llevé la mano al cinto y permanecí en guardia un par de segundos antes de partir a encararlos, sin embargo no pude porque mis compañeros se me echaron encima. Es que todos estaban pendientes de mí y entendían que en algún momento yo iba a querer hacer justicia. Por esta razón solo en eso se quedaron mis intentos. No así los de la esposa del comandante que, para mala suerte de este, ingresó justo en el momento en que todos estaban preocupados por contenerme. No hubo quien la contuviera entonces a ella y pasó por el corredor e irrumpió en la oficina del maldito. Nosotros solo escuchamos los balazos.

Fui el primero en ingresar a la oficina, siento que no debería contar cosas como estas pero es que me parece necesario: mi mujer estaba desnuda y a horcajadas sobre él, y él, sin pantalones, a pesar de la sangre que le manaba de la cabeza y se confundía con la de mi mujer, conservaba todavía en el rostro su mirada de goce.

Me hicieron mil cargos. Los oficiales deseaban a toda costa inculparme. Por fortuna no pudieron decir que yo los había ajusticiado porque el sargento metió su panza de copuchento y dio su versión a los periodistas que llegaron con los ratis antes que los oficiales de carabineros, y su versión me exculpaba, aunque a él eso lo perjudicó enormemente: dos meses preso y cinco años sin ascensos. Lo siento por él aunque gracias a eso se salvó mi vida.

Fue bochornoso, los tiras no permitían que nuestros oficiales sacaran a mi mujer de las rodillas del capitán aduciendo que no se podían mover los cadáveres sin orden del juez, pero se notaba que eso lo hacían solo de odiosos y para ponerlos en ridículo dada la maldita antipatía que siempre ha existido entre las instituciones. Al final llegó un mandamás, emisario del General Director, y se resolvió un incidente que pudo llegar a las balas. Igual los reporteros ya habían sacado más fotos que las suficientes.

En cuanto a mí, me acusaron de traidor diciendo que era el que le había avisado a la esposa, pero eso no era cierto. De todas maneras los oficiales dijeron que se estaba en presencia de un complot, “algo que estaba más que establecido”, y que yo estaba involucrado. De eso me acusaron y conocí de la tortura, pero no es eso algo sobre lo cual hoy querría entrar en detalles. Valga decir que me encerraron por semanas, que lo hicieron ahí mismo donde trabajaba, en la comisaría de Plaza Los Guindos donde fue mi última designación, de donde cuando no tuvieron otra salida que no fuera liberarme, fui degradado y despedido.

No fue fácil: cesante por casi ocho meses las vi más que duras. Si salí adelante fue sólo por la ayuda de mi madre y por el amor que le tengo a ese chiquillo que se quedó con nosotros. Me doy tiempo por eso para cuidarlo y ayudarlo en sus tareas, yo mismo soy el que le da su desayuno y va a dejarlo al colegio. Nadie creería que no soy su padre, mucho menos mi pobre vieja que nunca supo la verdad y cada día lo ama más y con mayor consentimiento.

El amor es de pasadizos oscuros, insisto: amo a mi hijo y mi amor no necesita fundamentos, qué importa que cada día se dibuje más en su rostro la comisura cínica que tenía su madre en los últimos tiempos, y cada día se le vaya acentuándose también el porte y el garbo, y la mirada orgullosa de mi propio comandante. Hijo mío, diablillo, ojitos de uva, dientecito de ajo.

MARTÍN FAUNES AMIGO

“Hijo de diablo y diabla”, que estuvo unos días en el sitio web oficial de Carabineros de Chile, siendo posteriormente retirada ignorándose la razón que se tuvo para eso, fue publicado en forma posterior en el libro UN LÁPIZ DE PASTA MARCA BIC Y OTRAS AVENTURAS SUBTERRÁNEAS, M. Faunes, Editorial Cuarto Propio, 2013, y en REVISTA LA ESTACA 2019, que lo publicó como una manera de destacar la bella amistad y camaradería que se da entre oficiales y suboficiales de Carabineros de Chile, así como de Carabineros de Chile con nuestra Policía de Investigaciones.