Por Cristóbal Hasbún L.
Las ferias tienen la particularidad de ser microcosmos de la gentileza apacible del campo inserto en la hostilidad de las grandes ciudades. Se trata de pequeños espacios donde el castellano se pronuncia de manera menos rígida, con una escala tonal que se difumina y entremezcla con el canto. Las personas que participan del lugar, vendedores, compradores, feriantes dueños de los puestos, trabajadores asalariados, familiares de los vendedores, niños que acompañan a dueñas de casa o maridos, todos se tratan con una familiaridad inusual para las costumbres citadinas. Traspasado el horizonte donde termina la feria, los panoramas se vuelven nuevamente grises y pesarosos, y el mal humor rebrota en palabras y gestos, la imagen viva de la vegetación se retira y retorna la presencia del pavimento.
El aroma de una feria es el olor más característico de cualquier país, de cualquier geografía. Quien haya cerrado los ojos por algunos segundos mientras camina por sus pasajes podrá sentir que por el lenguaje de las partículas del aire ingresa un significado que hace que los más diversos colores vengan a la mente; el portentoso amarillo de los limones agrios que viene con el sol y su descanso en las hojas, el rojo de la abierta sandía de dientes negros que recuerda a la sangre, el olor del apio que transporta al visitante a los más amplios valles rezagados o la fragancia de los damascos, dulce e invasiva.
Los gritos, los chistes y las negociaciones de bagatela hacían de esta fiera de La Reina un lugar donde la partitura de la vida recibe destellos alegres y melódicos para posteriormente volver a los bajos monofónicos que regulan su tonada.
Una mañana de noviembre estaba la señora Guadalupe esperando a su casero don Rubén al borde de un puesto de frutas y verduras, con una bolsa de género café en la mano. Él no respondía, porque estaba terminando de pelar unos choclos con su cuchillo mientras escuchaba música en la radio a un volumen exagerado. Nada parecía inmutarlo en su incansable labor, en su cercanía íntima con el proceso vital de las verduras. Como si atender el puesto no se tratase de su labor, el casero distraído movía la cabeza mientras intentaba dar con el ritmo de la música.
―. ¡Ya pues don Rubén, hasta qué hora lo estoy esperando!
―. Hola caserita, espéreme pues, ¿no ve que estoy ocupado? Voy a llamar al Michael Jackson.
―. Oiga ya pues casero, ¡le estoy hablando en serio!
― ¡Michael! Ven pa acá cabro.
Don Rubén se agachó para tomar otra caja de choclos, acomodó ligeramente la estación de la radio y volvió a tomar el cuchillo para seguir limpiándolos. En ese momento apareció un hombre joven, sumamente delgado, de piel oscura y con la cabeza algo grande para su enclenque cuerpo. Su pelo era de color negro azabache y crespo, de tal forma que pequeños remolinos crecían y tapaban su cuero cabelludo.
― Ya, Michael Jackson, tómale el pedido a la caserita, mira que yo estoy muy ocupado.
El hombre negro rió y con un rápido salto quedó a medio metro de don Rubén, le dio una ágil palmada en la nuca y retrocedió dos metros. El casero sonrió y se echó para atrás sin alcanzar a esquivar la palmada. El contacto sonó como un aplauso corto.
― ¡Ya, córtala huevón, ponte a trabajar! ―gritó don Rubén.
El hombre negro aprovechó el descuido del casero y volvió a acercarse de un salto, le dio una palmada en la frente y sin dejar de reír retrocedió dos metros más. El casero se acomodó el hockey que llevaba y continuó agitado quitando el tallo y las raíces de los choclos.
― Oiga don Rubén, no le diga así… ―intervino la señora sonriendo.
― ¿Pero no ve que este negro quiere ser blanco, señora? Salió más porfiado…
En ese momento el ayudante del casero tomó una libreta y comenzó a apuntar con el dedo índice las distintas frutas y verduras, para que la señora le fuese indicando cuáles quería. La señora Guadalupe apuntó los soleados limones y levantó cinco dedos, lo que permitió que el ayudante los anotara, pesara y guardara en una bolsa. Luego señaló las manzanas y levantó diez dedos, dos fueron para las ramas de perejil y tres para los melones.
― Michael Jackson no habla, señora, pero es re avispado. Parece que tomó clases de francés eso sí, no le contaron que aquí se habla chileno.
El ayudante se dio media vuelta e hizo como si fuese a saltar nuevamente sobre don Rubén pero se detuvo, lo que hizo que su jefe diera un torpe salto preventivo y se le cayeran el hockey y los choclos que llevaba en las manos.
― Para que vea usted caserita, se la pasa riéndose de uno no más ―agregó don Rubén mientras se agachaba a recoger las cosas.
Michael Jackson movía la cabeza tomándosela con la palma de una mano y reía sin emitir sonido.
Cristóbal Hasbún L. es profesor de derecho penal e investigador.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…