edmundo mourePor Edmundo Moure

A Gregorio Dobao, cordobés universal.

 Las palabras literarias te ofrecen su dicha paradojal, pues si ellas a menudo están construidas en un ámbito de tristeza, angustia, desolación, fracaso, comedia o tragedia, traen consigo el raro júbilo de su estética.

Así, puedes leer a Rimbaud, a Kafka, a Borges o a Cioran, y recibir del lenguaje un extraño contentamiento, que es como fuego propiciatorio, el cual jamás termina por confortarnos, pero cuyos leños ardientes hemos de alimentar de manera incesante, atrapados como estamos en el hambre de sus primicias.

Estas palabras de que te hablo, amigo lector, suelen venir en los libros, en esos cofres llenos de páginas escritas con “tinta sangre”, que abrimos en busca de viciosa delectación, abiertas como abanico interminable de renovadas incitaciones.

Hace poco, tuve el agrado de conocer a un librero “de viejo”, el que posee la mayor casa de libros usados de Latinoamérica, que se empina por sobre los trescientos mil volúmenes; una suerte de “biblioteca infinita” en la que se hubiera extraviado el mismísimo Borges. Decía Héctor -feliz dueño, que su mayor placer advenía luego de comprar partidas de libros, cuando examinaba, como un goloso, aquella mercancía siempre misteriosa, indagando títulos, autores, ediciones, traductores y demás detalles propios de cada publicación… Me invitó a conocer su librería, que está ubicada en calle San Diego, una cuadra al sur de Avenida Matta. No sé si iré a visitarla; me da miedo, no de perderme en el laberinto de sus anaqueles, sino de morir víctima de un síncope de dicha torrencial. 

Mi amigo Gregorio, ingeniero de prolífico ingenio y literaria devoción, me trajo desde Barcelona, hace cuatro meses, el dietario de Josep Plá, “El Cuaderno Gris”, escrito originalmente en lengua catalana, por fortuna traducido al castellano del imperio, pues de las tres lenguas vernáculas peninsulares, preteridas por la derecha hegemónica de todos los tiempos, sólo puedo leer el gallego. Hice breve comentario de este libro en crónica anterior [1], pero me referiré al fenómeno de la censura soterrada que afectara al notable prosista catalán, durante más de una década, luego de la muerte del dictador Franco, ejercida por editoriales y círculos literarios hispanos “progresistas”, que vetaban a Plá por sus simpatías con el régimen del sátrapa gallego, y por su repudio, más estético que político, a la República.

Se ejerció contra él una suerte de revancha, no oficializada, por sus pecados de “incorrección ideológica” y supuesto desprecio a la democracia, aunque después de la lectura de su “Cuadern Gris”, nuestra visión es distinta.

 

En efecto, se trata más bien de una actitud aristocrática -desde el punto de vista estético-, del oficio de escribir y de la vocación de leer, entendiéndolos como ejercicio unívoco disfrutado por minorías más o menos diletantes. Posición parecida a la de Borges y a la de Celine, con la que no concordamos, aunque aceptemos aquella premisa de que el arte, en sus varias expresiones, no ha sido ni será jamás afinidad masiva; ni siquiera el arte folclórico popular lo es, salvo sus derivaciones costumbristas y vulgares, carentes de la creatividad originaria.

Otro autor que padeció semejante discriminación, fue Rafael Cansinos Assens (1882-1964), sevillano de origen, y ascendencia sefardita, que vivió la mayor parte de su vida en Madrid, donde compartiera con grandes escritores, intelectuales y bohemios de su generación, durante más de medio siglo, de cuya obra llegué a interesarme por recomendación expresa de Jorge Luis Borges, quien nos habla de él con entusiasmo literario y lirismo epopéyico, e incluso llegó a componerle un breve poema de exaltación hebrea:

 

 La imagen de aquel pueblo lapidado

Y execrado, inmortal en su agonía,

En las negras vigilias lo atraía

Con una suerte de terror sagrado.

Bebió como quien bebe un hondo vino

Los Psalmos y el Cantar de la Escritura

Y sintió que era suya esa dulzura

Y sintió que era suyo aquel destino.

Lo llamaba Israel. Íntimamente

La oyó Cansinos como oyó el profeta

En la secreta cumbre la secreta

Voz del Señor desde la zarza ardiente.

Acompáñame siempre su memoria;

Las otras cosas las dirá la gloria

 

 A Gregorio –cómo si no- le encargué que me trajese de Barcelona la “Novela de un Literato”, en tres tomos, obra extraordinaria en la que Cansinos Assens reconstruye la riquísima vida literaria y bohemia de la ciudad mesetaria, llamada “Corte”, entre el final del siglo XIX y el estallido de la Guerra Civil (1936).

Como apunta el prologuista: “Sobre el trasfondo de los principales acontecimientos históricos del período, desfilan las figuras de Alejandro Sawa, Villaespesa, Rubén Darío, Valle-Inclán, Antonio y Manuel Machado, Juan Ramón Jiménez, Colombine, Santos Chocano, Blasco Ibáñez, y otros…” Mediante ágil y fino estilo, pleno de humor e ironía sutil, Cansinos Assens nos ofrece una auténtica fiesta del lenguaje y, a la vez, desarrolla con maestría una cátedra de humanismo, en el incomparable mundo de las letras que le tocó vivir en aquella época turbulenta, pródiga y desenfrenada.

Cedo a la tentación de citar palabras del autor, que hago mías, desde parecida dicha y común pasión:

 

Yo era un joven raro y soñador, que apenas hablaba en casa y reservaba su efusión para las reuniones literarias en casa de Villaespesa, en el sanatorio de Juan Ramón Jiménez o en los cafés. Salía de casa en la tarde, ya oscurecido –como los murciélagos, comentaba mi tío-. Y vagaba sin rumbo, entre la muchedumbre de individuos vulgares, con el íntimo orgullo de ser un literato, un elegido, captando sensaciones o tipos para argumentos de futuras novelas. El mundo era mío y la humanidad se había creado para que yo escribiese sus vidas oscuras y las iluminase con mi genio…”

 

Estas y parecidas ilusiones, amigo lector, serán contrastadas o deshechas por la realidad brutal, a medida que el escritor penetra en los intrincados recovecos del mundo cotidiano, sujeto a sus afanes, servidumbres y contradicciones. Pero el amor por las palabras, cuando ha nacido de un apremio irremediable, de una exigencia vocacional, es para toda la vida, y ningún descalabro, por penoso que fuere, hará que abandonemos a esta amante subyugadora.

Nosotros, los tertulianos de los jueves a la hora vespertina, hacemos lo posible por mantener y acrecentar esta mesa de las verbas compartidas, dando espacio en ella a distintos manjares literarios, aun a riesgo de ser censurados por tirios y troyanos, es decir, por aquellos que propugnan la torre de marfil del “arte por el arte”, o por quienes se aferran a los presupuestos del “realismo socialista”. Para nosotros, la dicha de las palabras es un pan tibio y oloroso, que debe gustarse en toda su variedad de sabores, sin mesianismos de ninguna especie.

A propósito, quisiera leer, después de Cansinos Assens, las crónicas periodísticas del gallego Julio Camba, ese maestro del humor, contemporáneo de aquél, que pasara del anarquismo juvenil a la repulsa de los ideales republicanos, y a su adhesión tácita al régimen franquista… No obstante, se trata de un notable escritor, testigo privilegiado de su tiempo y merecedor de nuestra lectura.

Mi duda es si me atreveré o no a encomendarle este nuevo encargo a Gregorio Dobao, porque nuestro buen amigo sufre de súbitas lagunas en su memoria y extravía las facturas de compra, amén de olvidar su valor de coste…

Yo trato de compensarle, con el obsequio esporádico de libros chilenos y otros agasajos menores. Él acepta, con su fina cordialidad de “hombre de mundo”… Y entonces, mi pudor se desdibuja, y toda vergüenza queda relegada cuando siento que podemos compartir, junto a otros hermanos como él, la rara dicha de las palabras.

 

Agosto 2014


[1] Ver “Viaje en autobús”, crónica de EM.