Por Miguel de Loyola

Ver París y morir, solía decirse hasta mediados del siglo XX. La frase expresaba muy bien la idea  < después de conocer una ciudad así, no tengo nada más que conocer en el mundo>. Una idea extrema, por cierto, exagerada tal vez, como todas aquellas producto de la subjetividad.

No obstante, metafórica, capaz de expresar en tres palabras una impresión totalizadora de la capital francesa, cuna y madre de la modernidad. Desde sus calles –sabemos- surgieron los gritos que han llevado a los pueblos camino a la libertad. Gracias a la magnificencia de un imperio fastuoso, sus pensadores tomarían conciencia de su situación en el mundo, y se darían a la crítica, la crítica que es indispensable para el desarrollo de los pueblos. Una crítica ilustrada, por cierto, que en nada se parece a la vulgaridad de la actual.

Todo es refinado y pomposo en París. La arquitectura realza hasta los más mínimos detalles, balaustradas, cornisas, dinteles, empedrados, inclusive las techumbres obedecen a un gusto singular,  imitado, por cierto, en algunos palacios de otras ciudades del mundo, pero únicos e irrepetibles en su conjunto armónico. Hay un sentido de unidad estética en el trazado global de la ciudad, donde no hay casa ni barrio que desentone con el lineamiento general de una polis previamente pensada. En cualquier sitio de París, el turista sabe que está en París, porque sus ornamentos son inconfundibles.  Cabe preguntarse, ¿cómo se consigue esta unidad de estilo en una ciudad enorme? ¿Cómo funcionan los municipios para organizar esa armonía integral?

El primer encuentro con el Sena impacta al visitante, aunque lo haya visto en decenas de fotos y  películas. Su curso lento y caudaloso arrastra la memoria hacia tiempos remotos; sus aguas mansas enseñan la superficie plana y generosa de las tierras francesas, regadas durante siglos por  aguas sabiamente cuidadas. Un paseo por el Sena otorga una visión general de la ciudad emplazada en medio de aquel curso zigzagueante, la elegancia de sus puentes y sus inconfundibles luminarias, las techumbres en lontananza, sus jardines y paseos colindantes, sus cielos cubiertos de nubes de espuma blanca, sus costaneras por donde circulan raudos automóviles. El río entrega a los viajantes su calma milenaria, esa seguridad de estar allí hasta el fin de los tiempos, trayendo y llevando la alegría y la nostalgia.

Sus grandes palacios refulgen como el oro, golpeando de asombro a  los turistas, quienes provistos de máquinas fotográficas disparan a diestra y siniestra buscando atrapar esa magnificencia impactante. El palacio de Luxemburgo, sede del senado francés, el palacio Real, hoy sede del Consejo de Estado, en cuyo trasfondo alberga la antigua Bilblioteca Nacional. El Grand Palais en los Campos Elíseos. Desde luego, el de Versalles, que merece capítulo aparte, lugar donde la realidad toma el curso de los sueños. El Palacio Nacional de los Inválidos, donde se encuentra la cripta de Napoleón Bonaparte, un monumento apoteósico, inolvidable, un lugar para tomar conciencia de las alturas alcanzadas por el Emperador.

La monumental Torre Eiffel, inaugurada en 1889 con motivo del centenario de la Revolución Francesa, alcanza los 300 metros de altura y sin duda fue la precursora de futuros rascacielos. El espectáculo de verla puede ser equivalente al encuentro con el esqueleto de un animal mitológico emplazado en medio de la ciudad, cubriendo desde sus atalayas la panorámica completa del París diurno y nocturno. Un monumento colosal visitado por colas interminables de turistas ansiosos por escalar sus estructuras de fierro fundido, organizadas en forma milimétrica cual perfecto mecano.  París resplandece en la noche gracias al diamante en que se transforma la torre, refulgente de luces  intermitentes disparando la mente de turistas y parisinos a mundos de ensueño. Acercarse a uno los soportes de la torre, equivale a sentir la cercanía de una pata de dinosaurio, la cercanía de lo extraño y lo grandioso.   

El Arco deTriunfo, inspirado en  el arco romano, y levantando a la gloria de Napoleón por el mismo Emperador, sin duda es otro punto de interés imperdible, por su arquitectura y su historia. Hoy, un carrusel ininterrumpido de automóviles giran en torno a su círculo para conectar con la imponente y triunfal avenida de los Campos Elíseos, paseo tradicional del Paris del siglo XVIII y XIX, hoy día edificado de hoteles y comercio de lujo. Resulta inevitable el recuerdo de Alejandro Dumas y su inolvidable Margarite Gautier paseando del brazo por aquellos campos, o del Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas padre, en su soberbia mansión ubicada precisamente por allí.  Caminar por sus amplias veredas perfiladas por los clásicos plátanos orientales, otorga al turista la clara sensación de estar en el centro del universo.

París era una fiesta, titula Hemingway sus memorias, dejando de manifiesto el espíritu de la ciudad preferida por los artistas y pensadores del siglo XIX y XX, quienes la hicieron suya transformándola en un centro cultural de puertas abiertas al mundo. Los pintores en Montparnasse, otro paseo imperdible para el turismo, donde se concentra la bohemia artística. Los poetas y literatos en el barrio de Sait German de Press y en el barrio Latino, los filósofos en la Sorbonne y en la Escuela de Francia. Para los románticos, megalómanos y necrófilos, los cementerios de París están llenos de celebridades descansando su sueño eterno, y merecen también una crónica aparte enseñando sus tumbas y epitafios.

Todavía llama la atención de los turistas, especialmente de aquellos provenientes de países más solitarios, apartados del contacto con otros mundos, la orientación hacia la calle de los cafés, restaurantes y bares, enseñando el interés de los parisienses por mirar el movimiento ininterrumpido de peatones y automóviles, mientras se bebe una copa de vino, champan, o mientras se almuerza. Las mesas más apetecidas de los restaurantes son las que están al borde del paso peatonal. Imperdible, por cierto, la sopa de cebolla, el clásico boeuf bourguignon, el paté y el queso.

Notre Damme, la más imponente catedral gótica, tiene la extensión de un campo de fútbol. Tardó cerca de dos siglos en construirse, desde 1100 al 1300, y es indudablemente el mayor símbolo de un imperio en alzas. Miles de hombres dedicaron toda su vida a la construcción y tallado de sus muros. Nobles y plebeyos arrastraron piedras para la catedral. Su arquitectura Inicia una moda de edificios góticos en Europa, la llamada construcción en vertical. En 1804 Napoleón se auto corona en sus altares Emperador, y a su mujer, Josefina, Emperatriz.

El palacio de Versalles, quizá sea uno de los palacios más impresionantes. Luis XIV en 1648 decide su construcción, y exige obras de ingeniería colosales; 700 salas, 1250 chimeneas, 1450 fuentes, cerca de 3000 sirvientes… si uno es rey, el trabajo tiene que venir a uno, sostiene el monarca tras ubicarlo a las afueras de París. Sus fuentes y jardines constituyen un hito de ingeniería hidráulica para su época, y aún para la nuestra. El rey Sol, moldeaba la naturaleza lo mismo que su reino. De Versalles es imposible no salir embobado y aturdido por tanta riqueza, y convencido de la necesidad de la Revolución Francesa.

Los museos son otro punto de interés imperdible, el Centro Pompidou, el museo Dalí, el Louvre, etc…  ya por la arquitectura de los edificios que los alberga, como por sus tesoros artísticos. En ellos están las obras de los más grandes pintores de todas las épocas, y los amantes de la pintura pueden apreciar in situ las más diversas escuelas y tendencias. Para los impresionistas, el museo de Orsay alberga verdaderas reliquias, obras genuinas de sus más importantes exponentes.

Definitivamente, París es una fiesta. Por doquier el visitante encuentra su historia reflejada en arte y arquitectura. La memoria del pueblo francés está impresa en cada uno de sus palacios y monumentos, jardines, fuentes y glorietas, también en sus vinos y platos selectos. Una cultura que supo fundir todos sus elementos, gracias al orden constitucional y a los grandes pensadores que llevaron a Francia a convertirse en un país del llamado Primer mundo.

 

Miguel de Loyola – París – junio del 2013