Improntas para una nueva apreciación de lo Fantástico

Por Emilio Araya Burgos

Hace no demasiado tiempo, me había yo propuesto desarrollar el concepto de “nuevos cuentos de hadas”, con tal de poder dar cuenta de una serie de historias –aparecidas a lo largo del pasado Siglo XX –, cuya particularidades, según las sugerencias de mi juicio, iban (y van) más allá de la clasificación y tipología introducida por el formalista ruso Tzvetan Todorov en su estudio sobre la naturaleza del relato fantástico.

 

En la médula de su exégesis, Todorov confronta Lo Fantástico a Lo Maravilloso, visitando en su periplo estructuralista las desconcertantes tierras de Lo Extraño, y establece en medio de su jornada (que es nuestra) lo que yo llamaría una condición esencial para el florecimiento de una narración fantástica: si una constante duda da forma al relato, y, si esa misma duda (firme, sugestiva y aprehensiva) recubre también la pedregosa percepción del lector hasta el mismísimo final, Todorov asevera que nos encontramos ante las puertas del ambivalente reino de la fábula fantástica. 

Ahora bien – como bien pudo haberse entendido al principio de este  esbozo –, los empeños sistematizadotes del autor a quién ya hemos citado aparecen, hoy en día (en la contingencia literaria nacional, se me ocurre, con especial antojo), insuficientes. Hoy más que nunca, en un mundo de criaturas híbridas y existencias mixtas, una división tan fría y limitante no hace más que revelar lo que quizás algún detractor podría haber llamado en algún momento la Falacia del Estructuralismo. Hoy sabemos que las categorías – la atosigante burocracia de ciertas teorías literarias –, no son más que meros males necesarios. En efecto, no son más que los reveladores estigmas de nuestra natural falta de claridad y nuestro ardoroso deseo por ordenar lo in-ordenable.

Así, estas “improntas” que me atreveré a sugerir en las siguientes líneas, no pretenderán, en modo alguno, suplantar el veredicto del maestro ruso. Ni siquiera – me atrevo a decir –, son intentos burdos (y presuntamente fallidos) de re-definir Lo Fantástico. Caer en semejante laberinto – además de profunda e incontestablemente insensato –, sería, como quién dice, morderme la cola con diente de hierro. Mi deseo no alcanza si quiera para convertir este ensayo en un ejercicio deliberado de contradicción.  Mis intenciones no se resumen más que en proponer una serie de adiciones al andamiaje “teórico” del interesado, que contribuyan a acrecentar su claridad al momento de confrontar un texto que, acaso, pueda llevarlo ante las puertas mismísimas de Faerie, o muchos de sus ríos tributarios.

En aquel esbozo que llamé “Sobre los Nuevos Cuentos de Hadas” (en clara alusión a un muy querido Profesor), comenzaba intentando justificar lo que en ese entonces – y aún hoy –, conforma la base de mi escritura, y que va más allá (incluso) de lo que Todorov podría haber llamado exóticamente maravilloso. Muchos, después de aquel glorioso año 1936, y de aquel esplendoroso 1954 –, comenzaron a percibir Lo Fantástico como un terreno nuevo y aún más inhabitado que en los fértiles tiempos de Dunsany. Y refiero aquí a Lord Dunsany, porque comúnmente la fantasía (como pretexto literario) se entiende de manera distinta antes de Dunsany y después de él. El lector claramente podrá ver reflejadas sus apreciaciones si comparase, por ejemplo, la narrativa de Tolkien con la de los relatos de hadas “más tradicionales”, o si observase cuidadosamente el empleo del lenguaje que Neil Gaiman hace suyo en Stardust. Gaiman recupera mucho de ese aire inconfundible del cuento de hadas de la vieja escuela: hermoso, maravilloso y fascinante, pero infinitamente terrible, precedido por aquella fórmula tan nuestra que ya ha llegado a hartarnos: el “había una vez”. Dicho comienzo establece toda una retórica y una selección de palabras – muy importante para los que seguimos al mentiroso maese Poe –, que cambiaron radicalmente con la publicación de el Hobbit y las subsecuentes historias de Bilbo y compañía. En su momento, Tolkien redefinió la fantasía: aglutinó un sinnúmero de tradiciones, y tejió redes intertextuales tan profundas como el alcance de sus historias. El giro del timón fue tal que de un momento a otro todas las definiciones y todo el conocimiento acumulado se vieron insuficientes. ¡Y qué decir de los días que precedieron al Profesor! ¡Qué decir de los días que precedieron a todo maestro que introdujo semillas radicales en cualquiera fuese su disciplina! A menudo, el trabajo del genio (o, cuando menos, uno de los más colosales) es poner a prueba lo que los simpáticos pretenciosos tienen que decir al respecto. El veredicto de la imaginación y de la creatividad de un solo escritor es por fuerza más inexorable en su efecto que la más infalible de las teorías.

Recapitulando, entonces,  reconocemos en Tolkien lo que en otras disciplinas se entiende como un cambio de paradigma.  Desde la publicación de su obra fundamental, los imitadores, derivados, discípulos o disidentes (sea la forma que asuman) han aparecido al alero de su sombra, y han intentado – con mayor o menor grado de éxito –, trasponer los límites de su escasa aunque contundente obra literaria.

Sin embargo, Tolkien fue, en el contexto de lo que algunos han llamado “fantasía heroica” (un término que no deja de parecerme reduccionista y muy poco eficaz), uno de los cambios paradigmáticos que alguien podría sugerir. Desde mi punto de vista y desde el limitado alcance de mis conocimientos y presunciones, lo que hoy se está haciendo en la literatura del – uso la palabra a regañadientes –, género, va más allá de lo que Tolkien intentó cristalizar en Sobre los Cuentos de Hadas (el ensayo fundamental de la Fantasía escrita hasta, digamos, los noventa), al menos en sus alcances. Esto porque juzgo que la tesis del Mundo Secundario y de la Imaginación Sub-creadora del autor – idea que, en todo caso, no es del todo original del benemérito de Oxford, sino que puede vincularse casi sin probabilidad de fracaso a las dos Imaginaciones de Coleridge –, todavía fundamenta (aún en la ausencia de conciencia) los empeños de muchos jóvenes escritores. Al menos, yo nací como escritor bajo ese techo,  y no dejo de sentirme orgulloso.

No obstante, no es secreto para quien sea que la obra de Tolkien es cuestionable en muchos aspectos. Muchos de los discípulos que atendieron a su escuela hipotética (y figurativa), luego de la fascinación y de la militancia casi fundamentalista en las incontables hordas de su fandom, alcanzaron a atisbar claramente que la obra – por ejemplo, El (mismísimo) Señor de Los Anillos –, adolecía de ciertos elementos. Por poner un ejemplo muy categórico, mucho se ha criticado la planitud superficial de sus personajes. Terry Pratchett se hizo famoso – dejando de lado su prosa hilarante –, por declarar que La Tierra Media en si misma (el paisaje y sus descripciones, por ponerlo en simple) era el único y verdadero protagonista y personaje de la historia.  Otros, en la misma idea, han declarado que la ausencia de ambigüedad moral en las historias del Profesor resta mucha credibilidad y valencia literaria a su obra. Podríamos seguir.   Ningún cambio de corriente se libera de las algas arrastradas por el viento de los siglos, ni tampoco velero alguno que ose cruzar de un lado a otro en medio de la tormenta logrará hacerlo impertérrito y plenamente glorioso.

Cuando, (en el contexto de unos “nuevos” cuentos de hadas, o “nuevos” relatos fantásticos), me refiero a “adolecer de ciertos elementos” – teniendo a Tolkien como referente –, me refería, más que a sus falencias como escritor, a la enorme cantidad de elementos o posibilidades que dejó fuera al momento de sentarse a escribir. Los familiarizados al Rol me darán la razón: el bestiario Tolkieniano es limitado, y he allí una de las ausencias más superficiales. Es el ejemplo que doy para empezar. Quizás la discusión académica pruebe que estoy equivocado, pero el tratamiento de lo sobrenatural en Tolkien no es – como en un cuento de Neil Gaiman, por ejemplo –, un  objetivo primario.  Si tomamos al azar uno de los cuentos de la antología Humo y Espejos (estoy pensando en “El Precio” o “El puente del Troll”), la lectura nos dejará con un gusto distinto al que podemos percibir olfatoria y gustativamente cuando leemos – por ejemplo – , la descripción del Bosque de Fangorn, en algún momento de Las Dos Torres. En su mayoría, la fantasía de Tolkien es esencialmente no fantástica, porque el mundo construido (que él llama Secundario) es significante en si mismo: el marco de referencias y de las leyes que gobiernan esas referencias es cerrado y funciona únicamente en torno al mapa Tolkieniano: su Universo propio.  A excepción de El Hobbit (concebido originalmente como un “cuento para niños”, cosa que es tema aparte), las instancias “fantásticas” a lo largo del corpus narrativo de la Tierra Media son pocas, y, coincidentemente, las que varias generaciones de lectores – reconociendo yo el error y apresurándome a  corregirlo –, han tildado y condenando por innecesarias. Si hay algo que recuerda a “la vieja fantasía”, que tiene el gusto al amargo y dulce vino de la vieja Faerie, es el episodio anómalo de Tom Bombadil. ¡Todo, desde la descripción del Bosque Viejo, la presencia del Viejo Hombre Sauce, Baya de Oro, La Casa Bajo y Sobre la Colina y todo lo demás, no son más que un pastiche introducido en un marco referencial distinto! Si imaginásemos El Señor de los Anillos como un mantel o un cubrecama hecho a base de cuadros más o menos similares, los capítulos “El Bosque Viejo” y “En Casa de Tom Bombadil”, nos parecen, cuando menos disonantes.  Son disonantes, porque contradicen el tratamiento de la fantasía tal cual como es dominante en el resto del libro.  Alguien está pateando con fuerza la tapa de la tumba.

Digo, entonces, que estamos frente a lo que llamé un Nuevo Cuento de Hadas cuando nos encontramos –en un sentido amplio –, con una Fantasía libre (quizás, Genuina), que bebe conciliatoriamente (aunque no por ello, con falta de espíritu crítico) de las dos grandes vertientes que hemos introducido en este breve ensayo. Lo que es más: un Nuevo Cuento de Hadas podría definirse como una amalgama de historias que trascienden lo meramente “épico” que algunos parecen ver en las historias que nos remontan a Faerie. Dicho de un modo sencillo – y parafraseo a Terry Pratchett –, la fantasía es más que magos con varitas peleándose a muerte con conjuros prohibidos. La Fantasía (como todos los elementos que podemos echar al saco, antes de confrontar el Camino) apunta a una diversidad tan vasta que ni todas las vidas de todos los seres humanos de todos los planos y universos bastarían para dar cuenta de ella. Ni si quiera los Elfos, me temo, poseen ese don.  A nosotros nos queda meramente distinguir su pluriformidad, en la medida que nos alimentamos – por la creación o la recepción –, de sus interminables senderos tributarios. ¿Y a dónde iremos después?

La respuesta yace ahora y siempre ante nuestros pies.

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Emilio E. Araya Burgos

Singular proyecto de escritor de Literatura Fantástica traído al mundo en algún momento del verano de 1987 (con 21 años a la fecha), nacido y criado en Osorno. Cursa sus estudios básicos en el Colegio San Mateo de la misma ciudad, donde fue distinguido por cuatro años consecutivos en el certamen de poesía anual del establecimiento. Actualmente, luego de un breve paso de dos años en la Escuela de Lingüística de la Universidad de Chile, cursa el segundo año de la Licenciatura en Letras Inglesas de la Pontificia Universidad Católica de Chile.  Sus intereses literarios abarcan un abanico diverso que va desde los clásicos mismos, el romanticismo y el gótico hasta las historietas, los juegos de video y los mundos secundarios, la teoría literaria y la lingüística histórica.