Por Óscar Hahn
Rubén Darío, Amado Nervo y Leopoldo Lugones, que eran fundamentalmente poetas, incursionaron en el género fantástico. Por muchos años la narrativa fantástica tuvo que vivir con el estigma de que no era literatura seria.
Se decía que su propósito era evadirse de la realidad y de los problemas individuales y sociales del ser humano. En suma, que no era más que una forma de escapismo. Con razón, Adolfo Bioy Casares, autor de La invención de Morel, una de las obras maestras del género, se dolía del «desdén de quienes reclaman una literatura más grave, que traiga alguna respuesta a las perplejidades del hombre moderno». En el siglo XIX los cultores de este tipo de literatura la practicaban de una manera casi vergonzante. La mayoría de los escritores fantásticos estaban, por así decirlo, «en el closet». El campo empezó a abrirse un poco más, aunque no del todo, durante el llamado Modernismo. Rubén Darío, Amado Nervo y Leopoldo Lugones, que eran fundamentalmente poetas, incursionaron también en el género.
Con la irrupción de Jorge Luis Borges en la escena literaria la situación empezó a cambiar. Al principio no fue fácil. De hecho, en 1942, algunos críticos argentinos recurrieron al manido argumento de la «evasión», adobado con acusaciones de «extranjerizante», para justificar que no le dieran el Premio Nacional de Literatura por El jardín de senderos que se bifurcan. Poco a poco, sin embargo, Borges fue ganando una audiencia internacional y un status privilegiado en los medios académicos, basado en gran medida en sus escritos fantásticos. De esta manera, el género mismo quedó validado en Hispanoamérica como literatura «seria» y respetable.
Cierto, en el corazón de la literatura fantástica suceden hechos insólitos, que pueden ser sobrenaturales o paranormales, y es lo que aducen los que la acusan de escapismo, pero siempre hay en estos relatos otros niveles de significación que se nutren de las preocupaciones o conflictos que viven las personas reales, ya sea como individuos o como miembros de la sociedad. Veamos algunos casos específicos. El estado delusorio que producen los celos ha sido examinado con profundidad en novelas que se consideran realistas como Don Casmurro, de Machado de Assis, El túnel, de Ernesto Sábato o El origen del mundo, de Jorge Edwards. Sin embargo, hay dos cuentos fantásticos que desarrollan este mismo tema con gran eficacia: «El espectro», de Horacio Quiroga, y «En memoria de Paulina» de Bioy Casares. El llamado fantasma de los celos, que amenaza cualquier relación amorosa en la vida real, deja de ser una simple metáfora y los espectros se hacen visibles. Y si se trata de problemas sociales, tenemos «Juan Darién», del mismo Quiroga, que narra la metamorfosis de un tigre en niño, pero al mismo tiempo es un estupendo alegato a favor de la diversidad. O «Casa tomada», de Julio Cortázar, que incluso permite una lectura política. La historia mostraría la ocupación paulatina de un espacio por un poder totalitario, que culmina con el exilio de sus habitantes. Lo notable es que el mismo cuento admite también una interpretación radicalmente distinta, ya que algunos críticos lo ven como una representación del tabú del incesto. Habría que recordar, además, «La culpa es de los tlaxcaltecas», de la mexicana Elena Garro, una narración que altera nuestra concepción del tiempo, pero que a la vez plantea el tema de la identidad cultural. Y cómo no mencionar «El caso de la señorita Amelia», de Rubén Darío, cuyo personaje femenino prefigura medio siglo antes a la célebre Lolita de Nabokov. Y «La cena» de Alfonso Reyes, que parece haber sido escrito para ilustrar la teoría de Jacques Lacan sobre el desarrollo infantil, aunque apareció muchos años antes que el psiquiatra francés publicara sus trabajos.
Textos fantásticos, sí, pero que proponen respuestas muy creativas a esas perplejidades del ser humano a las que alude Bioy Casares. Es por eso que Angel Rama llegó a sostener: «Pienso que a veces en lo fantástico hay algo mucho más metido en la vida y en la problemática más auténtica, que en mucha literatura realista que exteriormente dice estar en los problemas». Porque las historias podrán ser todo lo fantásticas que se quiera, pero las personas que las cuentan son inevitablemente reales.
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En: El Mercurio.
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.