Historia personal de la minificción chilena

Por Iván Quezada

Alguna gente dice que el microcuento nació universalmente en Chile, ya que encuentran sus primeros rasgos en algunas prosas y poemas de Rubén Darío. Desde luego, esto se parece a la discusión sobre el pisco o las empanadas.

Yo prefiero fijar la mirada en un oscuro exiliado en Santiago de Nueva Extremadura, durante los años ’50. Su nombre era Augusto Monterroso y escapaba de la dictadura de Guatemala. Hasta allí, nada nuevo en las historias de Latinoamérica y Chile. Era un hombre bajito, con sueños de ser escritor, y que rondaba por el centro y junto al río Mapocho, casi siempre quejándose de su pobreza, de las pensiones miserables y de sus escasas esperanzas de ganar algún dinero. Sin embargo, tenía amigos tan cortos de circulante como él, quienes sólo podían darle el consuelo de decirle: “¡Hombre, claro que eres escritor!”. Uno de ellos era José Santos González Vera, Premio Nacional de Literatura y avezado humorista. Cierta vez, al oír los lamentos de Monterroso, le dijo: “No se haga mala sangre, dedíquese al comercio. Nunca falla, la gente lo compra todo. Pero no venda cosas pequeñas, sino algo grande: ¡un tanque! Así se hará rico de un paraguazo”.

Otro que lo conoció bien fue José Miguel Varas, nuestro más formidable cuentista vivo. Siempre recuerda a su esposa mexicana, a quien describe con un humor dry. Lo veía como un pequeño duende, siempre atento al absurdo y el ridículo, como cuando una periodista cubana le preguntó si “pecaba”, queriendo decir “si pescaba”. Él le respondió: “Lamentablemente sí peco, pero trato de evitarlo”.

 La verdad sea dicha, Monterroso surgió como escritor en Chile y es el gran eslabón encontrado de la historia microcuentística nacional. Aunque a los autores nacionalistas no les agrade reconocerlo, la literatura chilena es una amalgama de influencias directas de maestros extranjeros, quienes en una u otra época previa al nefasto golpe de Estado de 1973, se afincaron en nuestro país huyendo de diversas tiranías. Algo de eso se ha recuperado en los últimos años a través de los encuentros literarios, como los mismos referidos a la microficción, o que incluyen a cultores de este género, aunque el tema principal sea otro.

En este período reciente, también se han publicado muchísimos libros del género, por Mosquito Comunicaciones, Pía Barros y sus amigas, Cuarto Propio… Los fondos del gobierno han favorecido a convocatorias de microcuentistas en Valparaíso, Santiago y en otras provincias. Ya poseemos un libro canónico, como la antología Cien Microcuentos Chilenos, de Juan Armando Epple, y un entusiasta difusor como lo es la Corporación Letras de Chile. Pero, ¿realmente el panorama es tan alentador?

Debo admitir que la microficción me produce algunas dudas. La liberalidad de este género es tan grande, que parece caber todo en su interior. Esto explica el entusiasmo de los talleres literarios, de sus directores, de la “gente” anónima. Los medios de comunicación, desde luego, no se quedan atrás cuando huelen alguna popularidad: en Internet, especialmente, se publican libremente miles de dichos textos, arguyendo que la brevedad es la única manera de causar algún efecto sobre un público ávido de sensaciones (pero la concisión se rebela, porque siempre ha sido lo contrario a la virtualidad). En este despliegue de inocencia, se omite expresamente cualquier mención a la rigurosidad, ¿para qué explayarse en un tema tan poco estimulante?

Sin embargo, hasta para el mismo Augusto Monterroso –maestro indiscutido de esta forma literaria– escribir una historia con un puñado de palabras era casi una fatalidad. Así, la primera distinción que conviene realizar es la economía de recursos al servicio de narrar una historia y no una simple anécdota. No pretendo ser un aguafiestas y convertirme en un tribunal de estilo. Lo escritores continuarán haciendo su trabajo según su olfato y oído, sin obedecer a ningún decálogo, como debe ser. Sólo pretendo delimitar algunos géneros, para luego mezclarlos con más facilidad y allanar el camino a los lectores, a quienes el caos productivo podría llevarlos a la indiferencia.

Consideré que la poesía podía servirme en mi afán por darle mayor contundencia formal al microcuento. Vinieron a mi mente las enseñanzas del poeta Armando Uribe Arce, con quien hace un par de años trabajé en su autobiografía De Memoria,  By Heart, Par Coeur. Él siempre insistía en que la poesía eran palabras “cargadas con el máximo sentido y significado”, siguiendo una definición clásica. Sin embargo, la prioridad al componerla estaría en las sílabas, en los fonemas, incluso en las letras que integran un verso, más que en la metáfora transmitida, la cual simplemente sería una añadidura. Naturalmente, esto significa que la métrica y el sonido tienen el poder y habría que invocarlos, cual He-Man, al escribir un poema. No obstante, todos sabemos que si hay un género donde se cometen mayores abusos formales, es la poesía. El verso blanco o libre elevó al infinito a sus cultores, pero no la hizo más fácil ni accesible. Como se trata de un arte antiguo (bastante más que la microficción), abundan las categorías para las extensiones de los versos, los tipos de sonidos y sus diferentes utilidades de acuerdo a los temas que aborda y la intención del poeta al interesarse en ellos, ya sea para denostar o alabar a una situación o a una persona en particular.

Me pregunté qué pasaría si lleváramos estas reglas al plano del microcuento. Desde luego, la prosa se escribe de manera horizontal, valiéndose de la coma y el punto seguido, lo cual aparentemente haría innecesario contar las sílabas. Asimismo, para muchos narradores la rima es una cacofonía y prefieren evitarla a toda costa. Pero, en la realidad, el factor musical sigue siendo clave al escribir “hacia el lado”, más aún en el caso del cuento corto. En un párrafo de seis líneas, el sonido de la última palabra puede determinar el significado de toda la suma. Un simple “¡Oh!” tiene todo el aspecto de un punto final, y el mismo Monterroso supo aprovecharlo de ese modo alguna vez.

Por su lado, las variaciones de la frase corta se podrían asimilar a los versos diferenciados por su extensión. Graham Greene, el dinámico novelista inglés, al privilegiar la acción en sus historias, estimaba que el predicado no era esencial: bastaría con el sujeto y el verbo para alcanzar el vértigo. A su vez, el cuentista Raymond Carver confesó que en un momento no pudo leer relatos largos y debió remitirse a escribir narraciones breves, incluso por su misma vida colmada de carencias materiales. La frase corta, entonces, se convirtió en el reflejo de su ritmo vital, y no resulta extraño que paralelamente cultivara la poesía con un éxito notorio.

Siempre me han fascinado los autores que se mueven fluidamente en la narrativa y el verso. Curiosamente, quienes han conseguido los mejores resultados (exceptuando a Dylan Thomas) han provenido mayoritariamente de la primera. El caso de Cesare Pavese, el escritor piamontés, es paradigmático. Al igual que Carver, la mayoría de sus poemas son pequeñas historias contadas con todo el rigor del verso. Digamos que estos creadores logran tal excelencia en la prosa, que han podido conquistar la poesía para dolor de los mismos poetas. Me atrevería a identificar un subgénero: el microcuento contado en verso. Creo que se distingue por sus valores paradójicos y la extrañeza de su mensaje, ajeno a los vuelos épicos del discurso poético tradicional. Pero, desde luego, no imagino que las dificultades de tan compleja escritura serían del gusto masivo. Constituirían más bien la prueba de fuego para los escritores que desearan elevar los rangos de la microficción.

El objetivo de estas consideraciones es la expresión del inconsciente en la literatura. Se sabe que éste no se deja domeñar por fórmulas, ni pretende dejar “una huella del espíritu para las futuras generaciones” (disculpen la afectación). Sólo existe y, hasta donde sabemos, de pronto desaparece con la muerte. Pero, entretanto, uno puede seducirlo o engañarlo usando sus mismas armas. Sin duda, el simbolismo de los sonidos es una invención del inconsciente, y en sus márgenes cabe toda la realidad, empezando por el lenguaje. Esta “arbitrariedad controlada” se opone a la “arbitrariedad a secas” de la escritura sin ton ni son, como podría ser el microcuento que sólo aspira al ingenio o al pavoneo de quien lo escribe. La metáfora vendría a ser el foco en este teatro de sombras; pero ella no necesita de exageraciones retóricas.

Para filtrar aún más las posibilidades del incipiente género (nuevo en cuanto a la conciencia y el interés teórico que se tiene de él, pero que en verdad siempre ha existido en los viejos moldes), sería bueno diferenciar entre los microcuentos de uno, dos o tres párrafos, cada uno de los cuales exigiría diversas habilidades; para luego dar el salto a los cuentos breves que llegan a sumar dos o más páginas. Como se observa en los libros De Monstruos y Bellezas, de Diego Muñoz Valenzuela; Ojo Travieso, de Lilian Elphick; y Ni un Rumor en la Oscuridad, de Max Valdés, la travesía iría de menos a más, aumentando el número de palabras a medida que se acerca a su final. Al igual que en el término de una sinfonía, todos los instrumentos sacarían la voz para acrecentar el volumen de las historias y crear un clímax cada vez más meditabundo. No digo que sería una regla para las obras de microficción, pero así se dio en la práctica para estos tres casos y otros que sería largo de enumerar. ¡Dejemos afuera la inconsecuencia!

Justamente, algunos recursos de redacción podrían darnos una idea de lo que conviene utilizar en los microcuentos. Por ejemplo, no es razonable usar tres o cuatro enumeraciones en una historia, ya que engrosarían la prosa. Asimismo, las frases largas precisan de un estudio más detenido en la etapa correctiva, debido a los riesgos que conllevan en cuanto a captar el momento preciso de una acción. La síntesis de los diálogos se presenta como un desafío importante: los personajes deben decírselo todo con unas cuantas silabas, con unos guiños, para evitar caer en el teatro. Y no puedo dejar de mencionar el tema de los adjetivos. Como en la poesía, la simetría exige que no sobre ninguno ni por broma, aún cuando a veces el humor implique cierta caricatura.

En efecto, el humor es uno de los grandes atractivos de la microficción. Quizás esto se lo debemos a Monterroso y a otros insignes humoristas, para quienes la risa alcanzaba su plenitud cuando se sugería una situación cómica, en vez de describirla latamente. En ese sentido, el epigrama es una buena escuela para aprender la ironía sucinta y con buen gusto, apropiada para las historias instantáneas. Probablemente, aquí en Chile, las dificultades para alcanzar el humor debido a la historia reciente y presente, tan poco graciosa, acentúan el aprecio por el cuento corto. Lamento que esta necesidad, a menudo, se limite al chiste malo. Pero incluso de la amargura puede surgir una sonrisa franca.

Por último, pido permiso para una elucubración todavía más subjetiva. Tal vez alguien piense que no me gusta el microcuento, pero estaría en un error. Confieso que la llamada “prosa poética” suele aburrirme, como asimismo los experimentos por el sólo gusto de demostrar virtuosismo o egolatría. Siempre he puesto al texto por encima del autor, obedeciendo a la máxima de Jorge Luis Borges, en cuanto a que la aspiración más alta de toda escritura es llegar a ser anónima con el tiempo. La microficción se presta a este sueño del futuro remoto, y además me atrae por ser impredecible. Yo no la he practicado en demasía, sólo por impulsos y casi sin darme cuenta. Como no se trata de dar “rienda suelta” a una obsesión, me ha agradado terminar en pocas palabras con un sentimiento. Todo lo demás lo prefiero extenso: el amor, los viajes y la buena mesa. Sin embargo, la palabra “fugacidad” no es nada de fea. ¡Miren el caso de las estrellas fugaces!

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Esta ponencia fue leída en el marco del II Encuentro Chileno de Minificción “Sea breve, por favor”, 5-7 noviembre del 2008, y en el V Congreso Internacional de Minificción, organizado por la Universidad del Comahue, Neuquén, Argentina, 10-12 noviembre del 2008.