Por Iván Quezada

Con ojo de crónica

Al escritor y periodista José Miguel Varas le llueven las invitaciones, los homenajes, las entrevistas por su Premio Nacional de Literatura. No le acomoda dar recetas y menos decir frases para el bronce. Más bien suele contradecirse con algún chiste o alguna paradoja que, en apariencia, echa por tierra todos sus argumentos. Pero siempre permanece su acentuada conciencia de la realidad, que luego convierte en ficción en sus cuentos y novelas.

Después del Premio Nacional de Literatura he estado solicitado para cosas muy diversas, algunas en que derechamente se trata de que me convierta en “niño símbolo”. Me llevan para exhibirme en determinados lugares, quizás para que los organizadores parezcan como con mucho acceso a personas que hacen noticia. Asimismo, he contestado una cantidad enorme de preguntas en una serie de entrevistas, las cuales me producen una fuerte tensión; equivalen a dar un examen. Entre todas estas situaciones intento preservar el tiempo para escribir, por lo menos todos los días le echo una mirada a lo que hago. Corrijo un poco y con suerte escribo otra palabra.

Desde luego, espero no transformarme en un escritor oficial. Pero, en la medida en que uno mantiene sus puntos de vista y la posibilidad de plantearlos, ese riesgo se aleja mucho.  No me siento un escritor oficial, el oficialismo es algo que me carga; no tengo ninguna identificación con este gobierno ni con ningún otro.

Ahora bien, no sé si mi Premio signifique una revalorización de la crónica como género literario. Creo que la crónica no es lo principal que yo he hecho, aunque probablemente sea lo que más haya escrito, por los muchos años en que he trabajado como periodista. La crónica es un género periodístico que bordea la literatura; hay escritores muy importantes que la han practicado en los medios. Pero para mí lo más relevante de mi trabajo son los cuentos y las novelas. Aspiro a que sea lo más reconocido.

La crónica es considerada un género menor, al igual que el ensayo. En Chile este último se escribe muy poco, aunque es una disciplina literaria de gran interés. Parece que a fines del siglo XIX y comienzos del XX era más valorado. Recuerdo a un autor, Alfonso  Reyes, cuyas obras podrían llenar esta habitación. Pero en definitiva lo que hizo fue crónica. Ella es tal vez la primera forma de literatura periodística. Hay tradiciones muy antiguas, como la crónica de familia. El primer concepto es la crónica como la relación de lo que va pasando todos los días. En ese sentido se acerca a lo periodístico, pero habitualmente desde allí va hacia lo literario.

De todos modos, el verso es la forma más arcaica de expresión literaria. Sobre la prosa tiene la ventaja, y también la dificultad, de que posee una serie de reglas, como la rima y la métrica. Aunque también hay un cierto grado de misterio en esto de que la poesía tenga más cultores en Chile, porque pareciera que hay otros países de nuestro continente donde se da mejor la prosa. Hay aquí una tradición muy fuerte de escribir y recitar en verso, que se ha ido perdiendo; pero siempre ha sido una actividad literaria social, realizada para ser leída en público. La prosa es más individualista.

Veo también en esto un problema cultural, de falta de educación y conocimiento de la escritura. Desgraciadamente no he seguido el tema del Consejo Asesor de la Educación; le he perdiendo un poco de vista en las últimas semanas en que me he dedicado a ser Premio Nacional. Pero yo creo que las contradicciones fundamentales se mantienen, y no sé si se seguirá así. No veo intención en el gobierno de modificar en forma seria la LOCE, que estableció la privatización del sistema escolar y desmanteló todo lo que era el estado docente; una cuestión fundamental en el desarrollo chileno. El gobierno creyó que el problema de los estudiantes se resolvía dándoles pase libre para los micros y no era eso. El movimiento tenía mucha más profundidad de lo que se entendió en las esferas oficiales. El enjuiciamiento de fondo de los estudiantes al sistema es uno de los hechos políticos más interesantes, entre otras cosas, por su carácter masivo. Y que indica la posibilidad de que algunas cosas pueden cambiar, en la medida en que se acumulan fuerzas suficientes y que éstas actúan en el sentido social.

Risas a costa de la reina

Mantengo un contacto frecuente con los muchachos de la Academia de Letras del Instituto Nacional, especialmente con su presidente, de apellido Orellana. Él me ha ayudado a pesquisar algunas cosas. Para su boletín ahora tengo la tarea de escribir un artículo sobre Patricio Bunster, a quien conocí en el colegio. Él egresó cinco años antes que yo, pero lo alcancé a conocer porque era una presencia muy fuerte en el Instituto Nacional. Sin ir más lejos, era un colaborar habitual de ese boletín, donde publicó cuentos que quiero rescatar. Además, era un dibujante excepcional. Hace pocos días me enteré de que estudió arquitectura y que terminó esos estudios. Era un tipo de inquietudes múltiples. Al parecer, derivó al ballet por una vocación personal, insólita en su medio. Su padre, don César Bunster, no estaba nada de contento, porque hay esa connotación imbécil en Chile de vincular homosexualidad con ballet. No es que el padre tuviera ninguna duda sobre la virilidad de Patricio, pero no le gustaba que fuera bailarín, con el poco prestigio social que conlleva. La gente rica, que se cree muy culta, disfruta mucho con el ballet, se viste con ese gusto; pero en el terreno social no quiere tener nada que ver con la gente del ballet, porque los pueden mirar con sospecha. Es algo muy primario.

Sin embargo, no éramos tan amigos. No me quiero cachiporrear con esto, pero hablé muchas veces con él; lo vi en el tiempo del exilio y también en el regreso a Chile, creo que él volvió un poco antes. Como después me invitaron a integrar la Fundación Víctor Jara, cada vez que había una reunión estaba él presente. Lo conocí de joven, cuando estaba casado con Joan Jara, que entonces se llamaba Joan Turner. Recuerdo haber almorzado en el departamento que tenía Patricio en Plaza Italia. Estaba la mamá de Joan, una gringa muy divertida, de izquierda. Contradecía todas las ideas que yo tenía de los ingleses, y Patricio Bunster me hizo un gran alegato sobre lo falsa que es esa idea que transmite el cine acerca de que son estirados y no expresan sus sentimientos. Me dijo que era una visión de un comportamiento aristocrático que se ha dado como modelo en la sociedad inglesa, pero que no tiene nada que ver con el pueblo, que es absolutamente espontáneo, emocional; en ese sentido la mamá de Joan era un ejemplo vivo: hasta se reía de la reina.

Patricio fue un hombre de damas, tenía mucho éxito con ellas y no le molestaba tener éxito. No era un don Juan, porque se entusiasmaba de veras con muchas sucesivamente. La mayor revelación fue verlo de actor de cine, ya que era fantástico en ese trabajo…

Como se ve, suelo terminar hablando de otro cuando me preguntan por mí. Podrías decir que llevo en la sangre hacer crónica, pero yo no puedo afirmarlo.

Los mozos de la discordia

Con Edwards Bello, un escritor que nunca renegó del periodismo (como otros), estuve en un par de ocasiones en la calle Santo Domingo, cerca de donde vivía él. Iba a un boliche de la esquina, pero no es que estuviera con él en el bar. Ahí lo vi sentado en la barra tomando algo. También lo divisé en la librería Nascimento que atendía Joaquín Gutiérrez, con quien eran amigos. Pero si había más de tres personas no entraba. No le gustaba estar con mucha gente. Tenía la impresión de que lo miraban cara a cara. Escribió sobre que los chilenos son muy intrusos con la mirada, escudriñan, lo que es de mala educación y muy desagradable. Una vez lo vi en la Plaza de Armas. Hacía un circuito, iba al restaurante Chez Henry, que estaba en el portal Fernández Concha, y luego pasaba al Bahía. Su paseo era a la hora del mediodía, en el aperitivo. Lo vi cruzar por la parte en que están los bancos, en la plaza. Había una cantidad de gente sentada y seguramente lo miraron. Yo lo miré desde luego, no con especial impertinencia, pero lo miré como a un señor que iba pasando. Entonces siguió caminando y mientras lo hacía se llevo las manos la espalda e hizo un gesto como diciendo “huevones”, en el fondo.

Pero también en una ocasión, cuando Gutiérrez publicó una novela llamada Puerto Limón sobre el mundo de Costa Rica, de los trabajadores del banano –que tuvo bastante resonancia aquí en Chile–, lo visitó Edwards Bello en su librería y le dijo: “Antes de leer Puerto Limón yo tenía por usted ‘estimation’; ahora tengo ‘admiration’”. Fue una manera pudorosa de manifestar su admiración. Se fue al tiro. Era de partidas bruscas. Nunca llegué a cruzar una palabra con él.

Yo no me siento identificado con la tendencia al aislamiento de Joaquín. Desde luego, la escritura es una actividad solitaria. A ratos me produce angustia, digamos cuando siento que no es estoy logrando lo que esperaba, o cuando voy muy lento o me atasco. No me pasa a menudo, pero me pasa. Ahora me sucede con este libro que estoy tratando de acabar hace rato, Milico. Tengo trescientas y tantas páginas y le faltan 80, según un cálculo al ojo. He estado tentado con escribir el final, pero voy ordenadamente.

Y a la vez tengo pendientes varias cosas con personajes reales. Quiero hacer algo con los Soria, Arturo y Carmelo Soria. Los conocí a ambos. Como solían serlo los españoles que llegaron aquí, era gente desmesurada. Tenían otra manera de expresarse, mucho más intensa que el promedio de los chilenos, que son fomes y apagados. Entre otros aportes culturales de los españoles republicanos a Chile, está su modo de comportarse; ellos no se achican ante nadie, lo cual está profundamente incorporado en el pueblo. No se trata sólo de los señores. Es una dignidad especial que harto falta nos hace a los chilenos. A pesar de las tradiciones y de lo que se diga, hay mucho servilismo en todos los sectores sociales chilenos. Es una de las cosas más odiosas que conozco. Mi amigo, el ‘Perro’ Olivares, iba a diferentes restaurantes y un día lo invité a tal lugar y me dijo: “No voy más ahí, los mozos son muy serviles”. Los mozos tienen que servir, pero hay maneras y maneras. Eso lo sabe cualquier persona que frecuenta restaurante, lo que yo hago poco, entre otros motivos porque son muy caros.

Me vienen a la mente los garzones del restaurante El Rápido. Después de regresar del exilio me encontré con algunos, a quienes recordaba de hace cuarenta años antes, y estaban casi iguales a como los recordaba; eran los mismos gallos. Ahora último parece que han ido desapareciendo. Antes había actividades muy bonitas, como la maratón de los garzones, que al parecer ya no se hacen.

Chile realmente es el país de los banquetes. Una vez en la Fundación Neruda organizaron una exposición de fotografías de Neruda y el 64% eran de banquetes. La sociedad literaria siempre se ha movido en esa órbita, aunque la palabra ‘banquete’ es presuntuosa; en realidad, son comidas con muchos discursos. Quizás eso sea una tradición literaria muy antigua. Finalmente, tal vez sea el premio principal en la literatura, la expresión de amistad, la sociabilidad culinaria y alcohólica.

Futuro y analfabetismo

Algunos opinantes me califican de escritor convencional sin conocer cabalmente lo que he hecho. Seguramente leen algo, se hacen una idea y con eso funcionan. Por ellos fui calificado como escritor tradicional, de novela social, y con eso pasé a ser de una categoría menos interesante que los otros escritores ‘innovadores’. La apuesta mía, que es la de otros escritores también, es hacer una literatura que sea accesible. En el curso de la formación se hacen muchos experimentos, y la búsqueda de un público amplio no excluye modificar la forma y buscar diferentes expresiones. La gente está sujeta a múltiples comunicaciones audiovisuales, y por tanto la literatura contemporánea no puede ser de un estilo lineal tradicional, picaresco.

Con toda esta exposición a que estoy sometido, espero que sí me lean más. Pero si sumamos todos los ejemplares vendidos de mis libros, la suma es pequeña. Un autor que vende 27 mil ejemplares es considerado un best seller, generando un gran interés comercial en las editoriales, cuando es una cantidad ridícula para la escala de un país que presume ser alfabeto y no lo es. De hecho, el  analfabetismo funcional llega al 60% de la población, si no es más. El futuro de la literatura no se ve muy bien…

*La entrevista data de mediados del 2006.