Juan Armando Epple

En diversos momentos escribí estos tres microcuentos dedicados a Juan Armando Epple. Ahora los reúno en homenaje a su talento, lucidez y solidaridad, considerando que la amistad resulta ser eterna.

por Diego Muñoz Valenzuela

Lobo escritor

a Juan A. Epple

Con su peluda y torpe zarpa, el Lobo aferró el lápiz grafito e inició la escritura de su primer y último microcuento, sabiendo que lo dedicaría a la Caperucita de sus sueños. Escogió un final feliz y lo borró con rabia. Lo cambió a un desenlace triste y se decepcionó. Optó por el final trágico, el clásico. Añadió el punto final y salió dispuesto a enfrentar su destino.

Microcuentistas

A Juan Armando Epple

El microcuentista pequeño –era casi enano- escribió un relato ínfimo y potente, y fue aplaudido por ello. El minificcionista gigante –medía más de dos metros y era fuerte como un coloso- escribió un relato conciso y sublime; lo aclamaron. El autor pequeño sintió enorme envidia y una compleja serie de ataques de furia, tras los cuales creó un nuevo texto: brillante, mínimo y pleno de significado. El gigante leyó ese cuento y quedó embelesado, tanto que redactó, a manera de secuela, una minificción perfecta, auténtica joya de la economía verbal.

Continuaron escribiendo y por fin se encontraron en una tertulia. Leyeron sus textos en contrapunto y sacaron aplausos. Conversaron el resto de la noche y se hicieron amigos. Podrás encontrarlos en bares, cafés o librerías. Es fácil reconocerlos: se ven felices, siempre portan libros y libretitas para anotar ideas para minificciones. Ah, uno es ciclópeo y el otro diminuto. Pero sabemos que eso da lo mismo.

Delirio Montezorriano

J.A. Epple, tú me entenderás

El escarabajo me quedó mirando con cara de pocos amigos. Quise desafiarlo y emprender una conversación, sin medir consecuencias. Hizo un remedo de sonrisa con sus amenazantes tenazas y se lanzó a sisear una sarta de palabras apenas inteligibles. No sirvió de nada mi dominio doctoral de la lectura de labios. Solo pude atinar a ponerle oreja al insecto, disimulando mis prejuicios al máximo nivel posible.

-Espero a Godot en esta esquina. Quedó de pasarme a buscar en su coche -siseó haciendo chirriar horriblemente sus mandíbulas.

Era un parlamento por lo demás absurdo, así que no quedaba más recurso que seguirle la corriente.

-Te hubiera felicitado si esperabas a Samsa -respondí molesto-, te vas a podrir aguardando.

Me fui de inmediato: no me agrada desperdiciar el tiempo.