por Diego Muñoz Valenzuela, escritor
La primera vez que vi en persona a Salvador Allende fue en un mitin para las elecciones presidenciales de 1964, como candidato del FRAP (Frente de Acción Popular). Yo estaba feliz, instalado sobre los hombros de mi padre, observando a ese señor de lentes con marcos tan gruesos hablando desde una improvisada tribuna en los alrededores del Parque Forestal. Su discurso estaba lleno de pasión y aunque miraba de vez en cuando unas cuartillas invisibles, parecía que las palabras brotaban de su corazón, y no desde una reflexión cuidadosamente fabricada. Yo era un niño, incapaz de vislumbrar el significado completo de su discurso, pero sí pude advertir la contagiosa emoción que emanaba ese hombre entrañable. Describía un mundo nuevo, esbozado en sus sueños, mientras flameaban estandartes azules desde donde sonreía un sol pleno de ilusión.
Como yo era un niño, no sospechaba la importancia que el hombre de profusos anteojos iba a tener en mi vida, así como en la de millones de chilenos en los años venideros. Menos todavía podía adivinar los sentimientos que ahora me embargan ante la sola mención de su nombre, emociones que van intensificándose con el transcurso del tiempo. ¡Cuántas veces evité pensar en su apellido, aunque lo hubiese gritado mil veces, transmutado en consigna poderosa, aunque lo hubiese pintado en los muros de la ciudad, trasminado de lágrimas y risas! Para evitar el dolor, para enterrar ciertos sufrimientos, para vadear un terreno cenagoso, donde aguardan ciertas reflexiones con sabores amargos. Una sensación difusa, extraña, inasible; un sabor a hiel que visita la garganta. De alguna forma comprendo hoy, cuando escribo estas líneas, que he tratado de exorcizar su nombre, aunque parezca lo contrario. Y no ha sido por cobardía, ni por vergüenza, ni por neutralidad, ni oportunismo, ni conveniencia, sino porque intuyo que entraña una reflexión pendiente para mí, para todos nosotros. No estuvimos a la altura, no lo estamos ahora, mucho menos…
En 1969 lo vi muy de cerca por primera vez, cuando aún no se convertía en el abanderado de la Unidad Popular. Fue en una magna fiesta organizada en su honor por el empresario Marcos Smirnow (dueño de los talleres gráficos homónimos). Smirnow, un hombre rico, comprometido, grandote, gozador de la vida y divertido, vivía en una enorme casa en el barrio Gran Avenida, en la época en que Santiago no estaba segregado por situación económica como ahora. Allí mantenía fudres gigantescos donde se maceraban los vinos de fabricación propia, rotulados como “Viña Conchetuma”, un chiste de poca monta.
En esa mansión organizó un almuerzo al que invitó a unas trescientas personas muy influyentes: intelectuales, artistas, empresarios, políticos y a mí, que por entonces tenía la friolera de trece años. Fui con mis padres y descubrimos -con cierto horror- que mi nombre estaba asignado a una mesa diferente a la de ellos. Los tranquilicé diciéndoles que no se preocuparan por mí, que me las arreglaría de alguna forma.
Las mesas -había más de 100- tenían escritos los nombres de los comensales. El mío aparecía junto otros tres: Jorge Inostroza (autor de “Adiós al séptimo de línea”, que yo había leído recientemente con entusiasmo, auténtico best seller de la épica sobre la guerra de 1879 contra la confederación peruano- boliviana; de otra parte, un reaccionario de tomo y lomo que nada tenía que hacer allí). El segundo era Donato Román Heitman, músico y compositor de temas para cine, autor de un clásico suficientemente potente para pasar a la historia: “Mi banderita chilena”. El tercero, Germán Becker, un hombre de las comunicaciones-hoy se diría marketing político- director de la arrasadora campaña presidencial de Eduardo Frei Montalva, hombre de voz imponente y carcajada tremebunda. ¿Qué hacía yo allí? A pesar de las evidentes dificultades, logré barajarme bien y participar en la conversación, con mucho apoyo de estos tres personajes.
Salvador Allende apareció cuando estábamos terminando de almorzar, muy bien acompañado por una dama que no era su esposa. Fue ovacionado por los presentes, almorzó en la mesa del anfitrión y luego desapareció discretamente para “dormir la siesta”. De hipócrita ni mojigato nada tenía el futuro compañero presidente.
En la campaña presidencial de 1970 escribí decenas de veces su apellido en las calles de Santiago, vestido con un mameluco impregnado de pintura de todos los colores del arco iris. Escribía Allende, pero en verdad pensaba en solidaridad, en amor, en libertad, en esperanzas, en justicia; poco en mí mismo, mucho en los demás. Yo trazaba enormes letras en el estilo del pop-art y mis camaradas, delirantes chascones adolescentes, las iban rellenando con las brochas que sumergían en los tarros de pintura amarilla, verde, roja. Nuestra alma se quedaba allí, adherida a las paredes de Santiago. Pintábamos sueños, no consignas.
La segunda vez cque lo vi fue cuando los escritores y artistas lo proclamaron su candidato a la presidencia. Mi padre oficiaba de presidente del comando y pronunció un bello discurso digno de la ocasión. Existe una fotografía donde Salvador Allende está estrechándole la mano a Diego Muñoz Espinoza y con la otra le está extrayendo el discurso del bolsillo de la chaqueta. Ahí pude saludarlo, él me miro con la severidad de sus gafas enormes, y luego sonrió para decirme: “esperamos mucho de los jóvenes como tú, compañero Diego”.
El día en que Salvador Allende ganó las elecciones, el 4 de septiembre de 1970, la increíble noticia recorrió el país de punta a punta. El sueño hecho realidad, al cuarto intento, contra todas las probabilidades, las estadísticas y las encuestas; contra los poderes omnímodos, los internos y los foráneos. Derribado por una gripe brutal, estuve condenado a escuchar las noticias en la vieja radio a tubos que reposaba sobre el velador de mi padre. El corazón iba dándonos vuelcos con cada cómputo. Ocurría lo imposible. Aquello que demandaban los estudiantes en el París de mayo del 1968, estaba convirtiéndose en palpable materialidad: seamos realistas, exijamos lo imposible. Lloré de alegría junto a esa bendita radio que me traía las noticias de mis compañeros felices, diseminados por el país, por el mundo. Con cierta sensación culposa, alentados por mi pujanza, mis padres salieron a celebrar, y aunque estuve solo esa noche, mientras los demás celebraban en las calles, jamás -en el resto de mi vida- he vuelto a sentirme tan acompañado.
Creo que no comprendimos, no entendimos sus sueños. Ninguno de nosotros. Todavía no lo hacemos. Quizás entendimos otra cosa, algo que se asemejaba al mundo que narraba en sus palabras, pero que no era. Lo aplaudíamos y las palmas celebraban otra idea distinta, una que estaba al otro lado, más allá de, inalcanzable. La formidable distancia que a veces se da entre la racionalidad y las emociones. Tan lejos, tan cerca, Salvador Allende.
He escuchado a muchas personas referirse en términos condenatorios al suicidio de Allende: que habría podido organizarse un gobierno en el exilio, menos represión, dictadura más corta, en fin, críticas miopes e injustas. Su suicidio fue el último acto de lucidez histórica, de entrega, de sacrificio por los demás. No tuvo sentido para él vivir la derrota de su proyecto político, porque no estaba derrotado, sólo interrumpido. La vía democrática al socialismo es posible, nos quiso transmitir; ahora es imposible, pero otras personas lo lograrán en el futuro.
Éramos demasiado débiles, crueles, mezquinos, desunidos, flojos, ingenuos, siniestros, serviles, egoístas, estúpidos para que fuera posible aquel sueño. Podemos aplicar esta misma frase en presente: somos… Eso es lo que me dolió ese día, lo que me sigue doliendo, cuando recuerdo el rostro del hombre con las gafas grandes, el hombre que tantos años encarnó las esperanzas más altas del ser humano. Y que lo sigue haciendo, más allá de la muerte, con esa voz tan querida que sigue sugiriéndome sueños maravillosos.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…