Haroldo Conti

por Yuri Soria – Galvarro

En mayo de este año, Haroldo Conti, hubiese cumplido los 95, pero fue secuestrado y desaparecido en 1976 por la dictadura de Rafael Videla, poco antes de su cumpleaños número 51. Nadie puede saber si hubiera llegado a los 95, pero sin duda, su asesinato, dejó la obra inconclusa de uno de los mejores narradores de su generación. Generación que incluyó entre otros a Rodolfo Walsh (también detenido y desaparecido en el año 1977), Antonio Di Benedetto, Héctor Tizón y Juan José Saer.

Conti fue un hombre múltiple, seminarista, navegante, guionista de cine, piloto de avión, profesor de filosofía y latín. Escribió tres libros de cuentos y cuatro novelas, con los que ganó varios premios, incluido el Premio Casa de las Américas en 1975 por su última novela, «Mascaró, el cazador americano».

Para hacer esta nota he releído con mucho agrado sus cuentos completos. Envejecen muy bien sus historias, o mas bien, no envejecen, y aunque el mundo sigue su aparente avance hacia alguna parte, ellas continúan ahí suspendidas, actuales, dispuestas a emocionarnos o sorprendernos, a suministrarnos esa belleza estética y extraña ternura que acarrea la buena literatura.

Los universos que recrea Conti en sus historias son herméticos y fundacionales, a la manera de Onetti, pero no están centrados en un cosmos imaginario como Santa María (que era un sincretismo entre pedazos de Buenos Aires, Montevideo y la nostalgia), sino en el Río de la Plata, el delta del Paraná, el mar (donde toda esa agua se vacía), en los pueblos pequeños y olvidados de provincia, y en villas de los suburbios del gran Buenos Aires.

Algunos de sus personajes viven en barcos que recorren los canales o en islas, son hombres libres a su manera, o a la manera del río. Contrabandistas, marinos taciturnos que huyen de la policía y que arrastran una pena o sueños perdidos. «Aquellos ojos estaban ahora vacíos y todo su rostro respiraba una profunda tristeza. Detrás de sus palabras y de sus gestos habitaba la misma melancolía», nos describe Conti cuando posa la mirada en uno de ellos. También hay actores y artistas en el borde de la fama o el fracaso («Sin embargo, tenía talento. Es decir, estaba condenado a la desesperación»), o locos luminosos, soñadores de pueblo, como el hombre pájaro del cuento «Ad Astra» (hacia las estrellas), o la pareja de enamorados solterones, antiguos y respetuosos, del cuento «Los novios». Todos los personajes son seres anónimos, alejados de la epopeya y de la historia. También los escenarios son pequeños, no geográficamente, sino periféricos, precarios, pueblos o barrios insignificantes y encantadores, como «Rinconcito» que transmutándolo a la modernidad me recordó a la película «Ciudadano Ilustre» de Gastón Duprat y Mariano Cohn. Pero es en la construcción de la frase, en la forma de articular los párrafos, que la prosa de Conti adquiere la belleza que nos atrapa. Un par de ejemplos: «Ponerle nombre a un perro es casi como fabricarlo», «No era la vejez, porque ninguno de los dos era realmente viejo, sino ese humor vagabundo que les viene del río y que los penetra como la humedad», o «Si algo sobra en esta parte del mundo es donde estar solo».

Alguna vez él declaró en una entrevista «creo que toda mi obra es una obsesiva lucha contra el tiempo, contra el olvido de los seres y las cosas. Uno siente que envejece, que se va y quiere que algunas cosas, de alguna manera, permanezcan. Es una cuestión, diríamos, metafísica, y determina todo lo que escribo». Siempre he creído que la literatura es un gran ejercicio de amistad, y cuando lees a Haroldo Conti, al poco rato ya lo sientes como un amigo al que no vas a olvidar y quieres que siga narrando y saludando desde el río. El nombre «Haroldo», en su origen, está relacionado a un antiguo rey de los Bátavos, y pienso entonces en esa frase que escribió en latín sobre la máquina de escribir en sus últimos meses de vida, cuando ya se sabía perseguido y no huyó: «Hic meus locus pugnare est et hinc non me removebunt» (Este es mi lugar de combate y de aquí no me moverán). Y solo puedo ver en él a un maestro y contestarle con el antiguo saludo Ave Haroldo morituri te salutant (Ave Haroldo, los que van a morir te saludan).