Esa Iglesia en algún lugar de Santiago

por Martín Faunes

Dedicado al padre Franz Boss

HABLANDO DE PERSONAS VALEROSAS, no puedo dejar de recordar al cura de mi barrio, uno que no fue acusado de pedófilo ni tampoco de nada que pudiera manchar su honor. Me remonto para ello a esos días al inicio de las protestas, cuando éstas eran todavía bastante débiles, y nosotros hacíamos lo posible por alentarlas con rayados pintados con alquitrán y panfletos que escribíamos en un par de máquinas de escribir destartaladas, para después reproducirlas en una fotocopiadora que uno de nuestros grupo operativos había expropiado. No era gran cosa pero era con lo que contábamos. Una pequeña infraestructura que había que trasladar a menudo porque el persistir en trabajar con ella en un mismo lugar resultaba peligroso.

Importante que diga que estábamos de duelo. Hacía muy poco habíamos perdido a Federico, un tremendo militante caído en un acto desgraciado. Ese duelo nos estaba haciendo comportarnos con más cautela que la habitual.

No cambiarse de lugar para producir nuestra propaganda resultaba tan peligroso como salir a repartir esos panfletos y a pintar murallas. Pintar murallas, porque resultaba demoroso y podían vernos. Repartir panfletos, porque se hacía de día a la salida de los trabajos, y podíamos ser denunciados por sapos, había muchos –fue eso lo que le pasó a Federico–.

El peligro es un elemento extraño, en nuestro caso hacía que nos recorrían ráfagas eléctricas que subían y bajaban por nuestras espaldas, mientras a toda prisa pintábamos o repartíamos, pero teníamos premio: una alegría casi eufórica cuando lográbamos terminar y podíamos alejarnos de la muralla pintada y verla de lejos. A veces, claro, o varias veces esos premios se nos esfumaron, porque tuvimos que escapar y dejar nuestros materiales tirados perdiéndolos. En una oportunidad perdimos incluso las bicicletas en que nos movilizábamos, es que era todo así precario, pero no por eso menos valeroso.

Pero retomando, nos destinaron al grupo a una compañera que rápidamente se ganó nuestra admiración y pasó a ser una más de nosotros. Hablo de una mujer hecha y derecha algo mayor que nosotros. Además, por qué no decirlo, la compañera era también bastante deseable, varios de nosotros quisieron tener algo con ella, cosa que no ocurrió o no al menos que yo supiera.

Esa compañera fue quien nos enseñó a hacer carteles con una técnica que llamó “silkscreen”: un bastidor y una arpillera donde, tras cubrir con esperma de vela o barniz los espacios que no deben pintarse, y permitir que se pinten sólo aquellos que debían pintarse, para, acto seguido, con un trozo de goma escurrirle encima pintura sobre la arpillera que se pone sobre el papel que se va a imprimir. De a poco iban apareciendo las figuras en silueta de Miguel, de Allende y del Che, con leyendas algo comunes, pero necesarias: “EN CHILE SE ASESINA, FUERA LA DICTADURA”.

El pegar esos carteles se podía hacer de manera más rápida, por lo tanto era menos riesgoso y la infraestructura necesaria para construirlos era menor, sin embargo se necesitaban grandes espacios para ir dejando a secar los carteles sin que se mancharan.

Nuestra nueva compañera, cuyo nombre que conocí mucho después, tal vez alguna vez lo revele si es que no me he muerto antes, nos habló de un cura que ella conocía y que estaría dispuesto a ayudar. “Ya me adelanté a hablarle, nos dejaría ocupar el sótano de su parroquia si no metemos mucho ruido”.

El trabajo en silkscreen era muy silencioso, se trataría entonces sólo de bajar las voces, pero más allá de eso, confieso que no nos gustó la idea, o no al menos al principio, pero ante la necesidad de ese espacio que en los otros lugares no había, aceptamos. Trabajamos en el sótano de esa iglesia una noche completa durante el toque de queda, hicimos casi doscientos carteles. Aún puedo sentir ese ambiente enrarecido que nos dejaba el líquido con que diluíamos la pintura. Dormimos en ese sótano por turno mientras otros trabajaban.

Por la mañana, al término del toque de queda, salíamos de los locales donde habíamos trabajado y dormido de a uno o preferentemente de a dos, porque más de dos podrían haber resultado a los vecinos sospechosos. En esa oportunidad, de la iglesia salieron los que por turno debían ir adelante, uno de ellos silbaría si todo estaba bien. Tras escuchar su silbido, por esa deferencia masculina a que la sociedad nos ha acostumbrado, le ofrecimos a ella, la única mujer del grupo, que saliera en la segunda dupla, pero no aceptó.

Salieron todos. Quedábamos sólo la compañera y yo, y nos correspondería irnos juntos, pero ella me pidió que me fuera solo y la dejara porque ella se podía quedar hasta más tarde. Partí, algo preocupado por ella, pero no tanto, porque una mujer que sale sola en la mañana puede ser que va a su trabajo, a la feria o a cualquier parte, y no va a parecer sospechosa. Es difícil que la gente imagine a una mujer en la resistencia. Partí entonces cauto y no supe hasta qué hora pudo la compañera haber ahí permanecido en la iglesia, aunque sospechando tal vez un secreto que no teníamos derecho a conocer, nada le pregunté.

La vez siguiente en que ocupamos ese sótano ocurrió lo mismo –de hecho ese sótano lo ocupamos muchas veces–. La única diferencia estuvo en que los compañeros más jóvenes que ya sabían que ella prefería salir al final, o tal vez quedarse, empezaron a intercambiar miradas de picardía. La tercera o la cuarta, cuando esas sonrisas soterradas habían aumentado e incluso se sumaban también las mías, la compañera pidió que le permitiéramos presentarnos a su amigo el sacerdote.

“Es un cura belga que tiene toda mi confianza, trabajó en la resistencia antinazi”, así nos dijo. Aceptamos pero a regañadientes. Subió rápido para volver con un hombre de unos sesenta y cinco que traía una botella de vino y vasos plásticos, ella a su lado traía una bandeja con sánguches. El hombre vestía de camisa y pantalones oscuros, siendo su única prenda sacerdotal que notáramos, un cuello blanco.

“Este es Franz”, nos dijo, y las miradas con picardía aumentaron agregándose a ellas gestos de sarcasmo obviamente disimulados. El cura tras saludarnos de mano a cada uno y servirnos vino, nos contó que él con sus amigos, con trece años e incluso con doce, tenían un papel en la resistencia aunque mínimo. “Llevábamos y traíamos recados y paquetes a los resistentes, y hacíamos también de vigías para avisar si podían poner cargas de dinamita en los rieles sin ser sorprendidos, así boicoteaban el paso de los trenes de Alemania a París, y si había carga suficiente, ellos podían hacer volar también un puente para atacar rápido y después perderse en los bosques”.

“Lo único que yo quería era empuñar un fusil, pero se acabó la guerra y nunca me lo permitieron por ser todavía muy pequeño”, expresó.

Las miradas pícaras fueron cambiando para que predominaran esas otras que denotan respeto. No obstante, ese respeto y esa admiración que produjo, aumentaron más todavía cuando sin que nadie le preguntara, agregó indicando a la compañera:

“Y ella aquí presente, vino un día no sé a qué cosa, y se fue convirtiendo en mi mujer”. Ante nuestro asombro, agregó:

“Tuvo antes un marido que fue asesinado, pero ahora está conmigo. Llevamos tres años juntos y permaneceremos así juntos mientras ella lo desee. Por mi parte yo sólo quiero estar con ella hasta el día en que me muera”.

Nuestra compañera se acercó al cura como cualquier mujer se acerca al hombre que ama, y permaneció abrazada a él mientras nosotros brindábamos por esa mujer valerosa y ese cura valiente que se atrevió a ser su compañero, y a llevarla a vivir con él a una iglesia de la cual sólo diré que estaba en algún lugar de Santiago.

MARTÍN FAUNES AMIGO
El padre Franz Boss, era franciscano y veterano de la resistencia antinazi en la Segunda Guerra Mundial. Federico Álvarez Santibáñez, era ex alumno del Liceo de Hombres de La Serena y de la Universidad de Chile Sede La Serena, era además Profesor de Química del Liceo Comunal de Maipu, y militante del MIR. Falleció el 21 de agosto de 1979 tras haber sido detenido por carabineros que lo entregaron a la CNI donde fue torturado hasta morir.