Por Rocío Silva Santisteban

Basurización: ¿una categoría de análisis?

Cien años después, ¿sigue viva aún la sombra de Facundo en las tradiciones populares, en la vida política e incluso en las expresiones literarias? Por supuesto que sí: viva y pujante, no obstante, ha variado sus estrategias y su enfrentamiento frontal ha sido mediatizado a través de una serie de recursos que han llegado de la mano de la tecnologización de las comunicaciones, de la apertura del mercado del libro y de la hegemonización de un solo discurso «civilizador»: el neoliberal.

Hoy, a diferencia de cien años atrás, entre la barbarie y la civilización se han creado una serie de redes, de intercambios explícitos e implícitos, de relaciones mucho más complejas, de enunciados a medias y de secretos cómplices, de alternancias y transgresiones de uno y otro lado, de tolerancias y reivindicaciones, que han desdibujado sus fronteras y, por último, difuminado sus núcleos. El binomio civilización-barbarie se ha reconfigurado bajo otro eje aparentemente menos tenso, pero en el fondo, más cruel: el eje centro-periferia.

En este eje el centro está representado por los países occidentales por antonomasia, como los países europeos, pero sobre todo, por el país más poderoso luego de la caída del Muro de Berlín en 1989: Estados Unidos. Precisamente este país que, durante el s.XIX, se encontraba «vacío» y en plena conquista de su «lado salvaje»-con exterminación de indios al igual que en la Argentina- se ha convertido hoy, gracias a la mercantilización del mundo y al poder de su potencial bélico mostrado en la última «guerra» con Irak, en el país que organiza la globalización mundial a su imagen y semejanza. «La industria, la ciencia y el dinero se proyectan como logros pero también como desafíos» (Weinberg 373) hacia los países en la órbita de Occidente, esto es, los países periféricos entre los cuales se encuentra, casi en bloque, América Latina o Hispanoamérica según la nomenclatura colonizadora española. Los países periféricos son aquellos que «están vinculados íntimamente al mercado capitalista internacional (374)» pero que no han logrado los niveles de «desarrollo» de los países centrales.

Han sido diversas y múltiples las estrategias que han utilizando los distintos gobiernos de los países centrales para liderar este nuevo orden mundial (desde las militares hasta las simbólicas); asimismo los intereses de muchos agentes económicos (bolsas de valores de diversas partes del mundo, como la de Tokio o Nueva York, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, grandes consorcios empresariales, etc.) han instrumentalizado sus recursos para continuar y consolidar el statu quo de la economía global, fijando sobre normas monolíticas, las aspiraciones del libre mercado: el consumo, el individualismo, el estatus por el valor de cambio de los objetos, entre otras, además de la ideología del «fin de las ideologías».

Pero hay una estrategia en especial que llama poderosamente la atención, sobre todo para repensar las prácticas periféricas organizadas por el centro. Se trata de una «forma» de concebir a la periferia como un espacio que descongestiona al centro en tanto se convierte en el recipiente pasivo de sus desechos. Me refiero al proceso de basurización simbólica.

[Es] la puesta en escena de mecanismos de descongestión del centro gracias a un uso estratégico de sus residuos. Estos residuos deben ser comprendidos a un nivel material y discursivo a la vez. La producción discursiva sobre la mejor manera de salir del ‘subdesarrollo’, por ejemplo, o la inevitable apertura de países latinoamericanos a una economía de mercado liberal (Castillo 235-236)

Castillo sostiene dos hipótesis de trabajo: 1) el centro se descongestiona gracias al uso estratégico de sus residuos, sobre todo, simbólicos; 2) la evacuación del vertedero desdramatiza el acontecer en los países del Primer Mundo y a su vez las catástrofes de la periferia son necesarias para el equilibrio del centro.

La descongestión del centro es una estrategia de subordinación simbólica de todo lo que no pertenece por antonomasia al centro y que permite precisamente la consolidación de la hegemonía del mismo. Es así que como parte de esta estrategia se plantean una serie de estereotipos para señalar las diferencias entre «nosotros» (los del centro) y «los otros» (los de la periferia). En el centro simbólico, esto es, las agencias norteamericanas, las películas hollywoodenses o los periódicos neoyorquinos, lo otro en general y lo latinoamericano en particular expresan esa mezcla simbólicamente poderosa entre lo bárbaro, lo exótico-hiperbólico, lo pasional, lo folklórico y lo abyecto.

Tanto las dictaduras como las casitas de techo a dos aguas son los dos lados de esa moneda con la que se ha obtenido una imagen congelada de América Latina. Pertenecen a este conglomerado de imágenes congeladas la idea de la convivencia entre la corrupción de políticos a todo nivel y el deporte de aventura en la selva; las hermosas «misses» venezolanas y los comandantes dando golpes de Estado; los economistas excesivamente entusiasmados con las políticas del FMI y los niños de la calle; los guapos guerrilleros de barba tupida y ametralladoras AKM (8) y las ciudades tomadas por los capos del narcotráfico. La suma de estas y muchas imágenes en esa línea ha creado una representación de lo latinoamericano funcional a lo «occidental».

Con todo, no se puede seguir interpretando la geopolítica desde las coordenadas centro-periferia sin tener en consideración que uno de los sectores más favorecidos con esta basurización es la propia clase política en América Latina. Según Castillo, mientras más excesiva es la basurización, el efecto de discurso es más fuerte. Aquellos que finalmente también ponen en «el centro» la causa de todos los defectos de sus naciones y construyen un relato ad-hoc, son los primeros en asumir esta basurización como una forma de resignación insertados dentro del discurso que «basuriza» sin cuestionarlo, sobre todo, las clases políticas de toda América Latina (9).

El ethos de la basura anula cualquier posibilidad de lectura crítica de la realidad latinoamericana, inclusive, cualquier posibilidad de «alteridad radical» en la medida que normaliza lo que Castillo llama los «arrebatos del vertedero», es decir, la catástrofe -cualquier proceso aleatorio más que caótico- no es entendida desde su propia lógica productiva sino sólo por su función teatralizadora para el centro (239). Esta manera de entender la catástrofe en América Latina -los procesos de violencia, por ejemplo, o los picos de las diversas crisis económicas- produce la sensación de que el vertedero es sólo «un efecto frente al cual no queda más que la resignación» (241). Asumir esta lógica no permite responsabilizar a las clases políticas tanto de uno como de otro lado, y a su vez, legitima sus discursos sumisos y sus tímidas acciones monitoreadas siempre por organismos que velan por mantener tal cual el orden económico mundial.

Dentro de este marco conceptual se entiende, por ejemplo, que los saqueos en Buenos Aires durante los angustiosos días de diciembre del 2001 fueron para el discurso del centro apenas «pinceladas latinoamericanas» propias de este ethos desbordado y no hitos de un desembalce social producto de un desequilibrio fiscal y económico armado entre la genuflexión de la clase política argentina y las exigencias erráticas de los funcionarios del Banco Mundial y del FMI.

Dentro de estas coordenadas, ciertos programas de televisión en diversos países de América Latina e incluso en canales hispanos en Estados Unidos construyen el estereotipo del telepobre para manejar, simbólicamente, las fricciones cuyo origen es la miseria y la desigualdad social, reforzando un imaginario dócil a sus planteamientos. Se trata de representar a los pobres, en primera instancia, como seres humanos que hacen cualquier cosa por sobrevivir, saltando toda valla moral y ética, pero además como personas volcadas en una sucesión de actos abyectos. De esta manera los pobres lamen axilas, le pegan a sus mujeres, violan a sus cuñadas y luego las obligan a abortar, asimismo los pobres se desatan frente a las cámaras para pelear por quítame estas pajas. Los pobres exhiben su fragilidad y entonces pueden «venderse», asimismo, en contraposición a su estatura moral requieren de ser asistidos. Entonces gracias a los programas de gasto social de los diversos gobiernos implementados con la venia del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional, los pobres y extremadamente pobres reciben alimentos poco nutricios y terrenos difícilmente habitables (ya sabemos que no reciben crédito, ni empleo, ni calidad educativa). De esta manera las clases políticas latinoamericanas y sus soportes massmediáticos construyen una «tele-realidad» inobjetable, la cultura de la indigencia, como reverso de la cultura de la abundancia de los países del norte.

La cultura de la indigencia, gracias a una red muy sofisticada, va armando una visión del pobre totalmente funcional al momento político y a través de la caja boba ingresa en nuestras salas y cuartos, para traernos «la imagen» totalizante del pobre latinoamericano: no hay matiz posible, no hay diferencias, todos son homogéneos. Los otros pobres, es decir, la realidad del día a día y difícil de ser observada por cámara alguna sin ser simbólicamente congelada, se convierten en cifras de las encuestas, en datos y números sin forma ni rostro, en problemas para los analistas y en esperanzas para los políticos, pero fuera del encuadre, para la tele-realidad, desaparecen. Los pobres de la realidad se vuelven aire y se van «fuera del aire», de igual manera como los indígenas desaparecían de las pampas argentinas para Sarmiento. Y lo paradójico, o más bien absurdo y cruel, es que los espectadores pobres empiezan a creer en esa tele-realidad y a descreer de la suya propia. La tele-realidad es otra de las estrategias del neopopulismo, es decir, este populismo que se ejerce desde las políticas sociales de asistencialismo para intentar manejar simbólicamente la crueldad del proyecto neoliberal mientras se siguen aplicando sus planes.

Este manejo simbólico es una forma de estetizar el desecho para poder representar lo irrepresentable latinoamericano (las pulsiones). El centro, entonces, produce un «efecto imaginario centralizador» que se localiza en los espacios de poder de la misma Latinoamérica: las clases políticas se autoconsideran interlocutores válidos de las voces del centro y asumen sus estrategias con la finalidad de «salir» de la periferia a través de un gesto. No hacen otra cosa que seguir el juego perdiendo, con cada movimiento, su propio rostro: más adelante, cuando los beneficios de esta estatura no sean suficientemente rentables al centro, dejaran de ser funcionales y por lo tanto se vuelven nuevamente descartables. La tensión -esa tensión que Sarmiento un siglo antes representaba como la lucha entre la civilización y la barbarie- consiste en seguir manteniendo la capacidad de negociación frente a las exigencias del centro; el problema es que el efecto de realidad del discurso -la auto-subalternización, el considerarnos «periferia sin remedio», el «autobasureo»- es mucho más fuerte que la propia realidad.

Basurización desde la actual «ciudad letrada»

Una realidad desbordante es la que va a caracterizar cien años después de Ignacio Echevarrría y su relato «El Matadero» a la narrativa latinoamericana ante los ojos de los críticos y lectores occidentales. Sarmiento tenía razón: la barbarie no dejó de tener su lado poético en tanto se puede inscribir en un margen maniobrable del discurso occidental. Hoy esta situación cobra otra variante: se trata de una «barbarie domada» por los efectos de la domesticación a través de la magia, de lo real-maravilloso o del neoexotismo.

Así tenemos, entonces, que lo hiperbólico latinoamericano pierde sus visos expresionistas y turbulentos para convertirse en un relato amable, exótico y amaestrado de un «espacio al fondo de Occidente» (10). Si García Márquez introdujo en la literatura latinoamericana una versión barroca y compleja de un mundo agreste construido en el borde exterior de Occidente (recuérdese que Ursula Iguarán no «sabía» que la tierra era redonda, por ejemplo), también abrió la puerta a una serie de representaciones imaginarias domesticables bajo la lupa de un exotismo festivo.

[…] el espacio de la periferia [está marcado por] un neoexotismo crítico que mantiene a América Latina en el lugar del otro, un lugar pletórico, canibalesco y marginal, con respecto a los discursos metropolitanos […] en The Post Colonial Studies Reader [por ejemplo] se rescata solamente la fórmula de lo real maravilloso como intento por demostrar cómo el pensamiento postcolonial integra en sus nuevos productos culturales […] Nueva demostración de que América Latina no se repuso nunca del realismo mágico [como] imagen exportable de una hibridez colonial gozosa y sólo moderadamente desafiante, capaz de captar brillantemente la imaginación occidental y cotizarse en los mercados internacionales, incluyendo la academia sueca (Moraña 2-3).

Es más, ahora el realismo mágico ha dejado a un lado su condición estética compleja para adherirse a una versión light, por lo menos en el caso de los epígonos de García Márquez como Luis Sepúlveda, Laura Esquivel, Isabel Allende, Julia Alvarez, entre otros y otras, para continuar con esta imagen «colonial, gozosa y moderadamente desafiante» que se lee con más fluidez y menos conflictos. La propuesta de Alejo Carpentier (lo real maravilloso) en la que recogía de su contacto con los surrealistas un acercamiento al arte primitivista y, al mismo tiempo, reconfiguraba esta perspectiva desde el conocimiento de la vida interior de los pueblos latinoamericanos «sin fingirse poseído por una óptica falsaria» (Camayd-Freixas 48), ha sido ahora más bien «exotizada» y reorganizada desde los requisitos del mercado editorial de los países del Norte. Se trata de una versión estetizante de la «glorificación del subdesarrollo» que, es importante señalarlo, también se encontraba en los orígenes del término.

La predilección por el escenario tercermundista estaba sólo a un paso de una contradictoria glorificación del subdesarrollo, aunque en el fondo se tratase, en mi opinión, de una sublimación del deseo, que desplazaba la inalcanzable utopía social hacia una utopía estética. […] Al final, la oposición entre lo primitivo y lo moderno sigue revelándose, ideológica y estéticamente, como el binarismo generador del realismo mágico hispanoamericano (48-49)

En este eje primitivo-moderno -otra reactualización del eje civilización-barbarie- América Latina es representada como el espacio donde esas dos fuerzas luchan a pulso, sin embargo, esta lucha es observada como un «arrebato del vertedero» más que como una real tensión entre elementos en pugna de una realidad difícil, compleja y heterogénea. La utopía estética reemplaza a la utopía social y, peligrosamente, se aproxima como una posibilidad de una utopía política «motivadora» frente a una realidad social «innegable». Se produce entonces la neoexotización a través de la basurización: convertidos en funcionales para la maquinaria simbólica del Norte -en la medida que la miseria, el caos económico y moral, la corrupción y la violencia son la otra cara de su bienestar pero «gozosos»- las historias macondianas hispanoamericanas son la ficcionalización de una manera de ser propia de esta zona y ajena del racionalismo del centro. El macondismo es, pues, la versión basurizada del realismo mágico.

[…] el macondismo no es un discurso desde los márgenes, ni habla por los que no pueden hablar. Se convierte, más bien, en un discurso hegemónico que allana las diferencias, situándolas por fuera del país, en una cultura «otra» […] tanto la ciudad letrada como el macondismo, se establece por lo que quieren dejar por fuera: funcionan con la misma sintaxis de exclusiones y oposiciones, cierra al diálogo, negación del «otro» (van der Walde 12).

Hoy en día, muchos de los émulos del escritor colombiano, ansiosos de insertarse en el discurso globalizante y en el mercado editorial, aceptan cualquier «denominación de origen» con tal de no quedarse rezagados de las nuevas tendencias posmodernas y ocupar su anaquel en el mercado (11). Lo difícil siempre será integrar la violencia, por ejemplo, desde su aberrante significación en lugares como Colombia o Perú; lo fácil es representar un mundo donde la violencia se configura como parte de lo absurdo, es decir, donde «los significantes se encuentran estratégicamente desencajados de lo que significan» (12). Así tenemos que tanto las novelas de Laura Esquivel Como agua para chocolate y La ley del amor, así como el libro de recetas de cocina Afrodita de Isabel Allende, hacen hincapié en un romanticismo centrado en nuestra condición de exóticos en mesa y cama.

El éxito de estas propuestas en los mercados de libros internacionales, sobre todo, en Estados Unidos y los países nórdicos , se debe a que esta es una propuesta discursiva suministrada por el otro («los latinoamericanos») y por lo tanto, políticamente correcta, pues construye una otredad que es incorporable al discurso hegemónico sin mayores conflictos. Esta forma de autorepresentarnos proporciona a los europeos/estadounidenses -occidentales- una «utopía del atraso» que perfectamente calza en su constitución de las divisiones globales: para ellos la tecnología y la modernidad, para nosotros la miseria divertida.

Dos casos antagónicos: Gioconda Belli y Fernando Vallejo

La escritora y poeta nicaragüense Gioconda Belli, con su novela Waslala, se inserta en esta posición aunque sin proponérselo: construye un relato de un futuro caótico para América Central donde el único reducto permitido es la utopía de una «leyenda nacional» o un «lugar inalcanzable» que alimenta las motivaciones de una población disgregada por las laderas de un río casi innavegable, sumida a su vez en el narcotráfico y convertida, por los «malos gobiernos», en un vertedero de Estados Unidos. Waslala se presenta como una novela utópica pero no lo es, todo lo contrario, nos narra el fracaso de la utopía y nos propone una contra-utopía: aceptar que el espacio del «vertedero» es nuestro lugar en el futuro.

En esta novela, tenemos un utópico Waslala belliano y un tópico Faguas macondiano (la ciudad de Faguas es la versión ficcional de Managua en varias de las novelas de Belli), es decir, un país representado por un espacio descontextualizado que bien podría ser cualquier país de Centro América; esta posibilidad de descontextualización y esencialización «deshistoriza» la zona y, por este mismo motivo, la propia historia de Faguas en esta novela no es concreta sino que está referida desde diversas alusiones elusivas. No sé sabe, por ejemplo, quienes son los gobernantes sólo que se suceden dictaduras y «democraduras». La historia en Faguas es como un tiempo mítico dictatorial, en el que se suceden golpes de Estado, intervenciones extranjeras, pero a su vez el Estado queda tan lejos de la verdadera existencia de sus habitantes que ser comunitarista -la propuesta gubernamental de la novela- implica tomar el poder local de forma arbitraria, a la manera de los otrora gamonales, para mantener en equilibrio un espacio más pequeño que un territorio nacional.

En la novela Faguas es presentada como un lugar «pasivo» al que se le «corta» del desarrollo, se le «reduce» a una función, olvida y «condena» al ostracismo. No hay una calidad activa en Faguas: si se ha sumido en la miseria es por obra y acción del «mundo desarrollado». Estamos nuevamente frente a una satanización del centro que organiza la lógica del vertedero: en la medida que éste es percibido como una causa y no como un efecto y, por lo tanto, no se puede hace nada en su contra ni oponer resistencia (Castillo 240).

Lo que nos está proponiendo Gioconda Belli para Faguas es una contra-topía o una «utopía del atraso».

América Latina queda más lejos […] Esta lejanía hace que en el campo cultural satisfaga una curiosa necesidad del imaginario europeo: la utopía del atraso. Nada más sugerente en un mundo globalizado que una reservación donde se preserven costumbres remotas. Si los norteamericanos viajan a hoteles que les permitan sentir que Chinchen Itzá es como Houston pero con pirámides, los europeos suelen ser sibaritas de la autenticidad. Curiosamente este apetito por lo original puede llevar a un hedonismo arqueológico, donde la miseria y la injusticia se convierten en formas de pintoresquismo (Villorro 91) [énfasis mío]

En Waslala la representación de una zona de América Central como vertedero no está marcada por una percepción clara en torno a las causas de su propio atraso y miseria. Se dice que se trata de una lógica impuesta por el país dominante, Estados Unidos, pero a través de los diálogos de los diversos personajes, y de las acciones de los mismos, nos deja entender que se trata de una situación ineludible que sólo puede ser compensada con la creatividad de sacar cosas útiles de esta situación.

Por otro lado, se enfatiza en la condición mágica de este «basurero» que, a pesar de los miasmas, puede permitirse la locura de pericos que leen la suerte o la amenaza tóxica del cesio 137 convertida en relumbres de un azul fosforescente. Esta manera de presentar la situación nominalmente patética de Faguas difumina su catástrofe a través de un velo de pintoresquismo y sensibilidad naive. Se trata de una sobrevaloración del atraso latinoamericano como elemento gozoso y festivo que alimenta un status quo tan peligroso como contraproducente: clavar la identidad en un espejo reduccionista que siempre reflejará la prosperidad del occidental de la mano de su presumible inocencia.

La utopía planteada como espacio fuera de la realidad -así como el vertedero también está fuera de la realidad de los países occidentales- es sumamente peligrosa. La intención explícita de Gioconda Belli al escribir la novela fue proponer un espacio representado donde la «imaginación» permita la posibilidad de pensar en mundos utópicos. La construcción de la misma, a partir de las técnicas de narración, su opción por el realismo mágico, la creación de personajes nórdicos y occidentales incorporados al texto como contrapunto de los propios personales fagüenses (el lector dentro del texto), los personajes fagüenses como figuras «extraordinarias» pero, al mismo tiempo, bárbaros, divertidos e ignorantes y la ideología implícita en la macondización, logran insertar la novela en el discurso hegemónico como una representación de una barbarie «modulada» a los ojos occidentales.

Belli propuso el tema futurista de América Latina como vertedero simbólico y, paradójicamente, logró también insertar su texto en un gesto basurizador: nuestros países como espacios que, gracias a la exotización, dibujan la miseria, la violencia y las sucesivas crisis como efectos de una alteridad homogénea y funcional a la realidad del centro. Faguas, como espacio contra-tópico, es un símbolo que responde a una economía conceptual bajo la supuesta autoridad discursiva occidental.

Un caso aparte, desde otro estilo narrativo puesto al realismo mágico, que intenta rescatar ciertos elementos expresionistas de la narrativa latinoamericana en clave queer, es la novela de Fernando Vallejo La Virgen de los Sicarios. En ella el autor descubre para los lectores la aventura amorosa gay en una ciudad tomada por el narcotráfico, romantizando al sicario colombiano como un efebo trasgresor, amoral pero «vital» y, por lo tanto, concordante con su «exuberante naturaleza».

El narrador en primera persona retrata con hiper-realismo el deterioro físico y moral de Medellín convertida en «Medallo/Metrallo» pero, a su vez, apunta con distancia, ironía y cinismo, los detalles de una realidad sórdida, violenta y pobre. Los habitantes de esta ciudad caótica y paupérrima contrastan con aquellos espacios -casas, quintas, residencias- añorados por el narrador con excesiva nostalgia: se trata del contraste entre el espacio criollo y la urbe popular. Para el narrador los pobres son los culpables de todo, principalmente, de seguir poblando el mundo.

¡Pero miren qué hacinamientos! Millón y medio en las comunas de Medellín, encaramados en las laderas de las montañas como las cabras, reproduciéndose como las ratas. Después se vuelcan sobre el centro de la ciudad y Sabaneta y lo que queda de mi niñez, y por donde pasan arrasan (52).

Por supuesto, la responsabilidad de esta reproducción exuberante, es la cópula con las mujeres. Las mujeres son de «otra especie» inigualable al hombre, puesto que reproducen al género humano, «la relación carnal con las mujeres es el pecado de la bestialidad, que es cuando se cruza un miembro de una especie con otro de otra» (18). El problema es que de este apareamiento «contra-natura», bestial, inter-especies, sí se produce la vida humana. Las relaciones heterosexuales, por lo tanto, son doblemente perversas: porque se realizan con mujeres y porque reproducen a la especie. En contraste, las relaciones homosexuales son bellas y limpias, puesto que son absolutamente gratuitas, no contiene un segundo objetivo más allá de la simple satisfacción del deseo.

Vallejo logra, en clara diferencia con otros autores de la literatura gay, homologar la homosexualidad con la homosocialidad, es decir, vincular el gusto y el deseo sexual entre hombres por la idea de una socialidad homogénea entre varones, de la misma manera como se planteaba la homosexualidad en la Grecia clásica, excluyendo a la mujer ya no sólo del deseo sino del protagonismo social, excepto como culpable de su «vientre abyecto». No se trata de una opción por una sexualidad diferente sino como una sexualidad «entre pares» en la medida que la mujer es «de otra especie»: lo femenino no desaparece sino que se convierte en redundante (Jáuregui-Suárez 383)

Para el narrador, la heterosexualidad que da origen a la sobrepoblación de la ciudad es la culpable de todos los males de Colombia:

Ni en Sodoma ni en Gomorra ni en Medellín ni en Colombia hay inocentes; aquí todo el que existe es culpable, y si se reproduce más. Los pobres producen más pobres y la miseria más miseria, y mientras más miseria más asesinos y mientras más asesinos más muertos. Ésta es la ley de Medellín, que regirá en adelante para el planeta Tierra.» (Vallejo 83)

La «ley que regirá el planeta tierra» está propuesta, coherentemente, por quien propone las leyes en América Latina: el gramático. El narrador se define como tal: es él quien traduce la lengua de Medallo/Metrallo para un «archilector» -incorporado al texto a partir de una serie de deícticos- a través de sus propias leyes de interpretación, organizadas, por supuesto, desde su torre de francotirador y letrado. A su vez, es él quien denuncia lo que, gramaticalmente, es erróneo en la urbe caótica. La relación con el efebo trasgresor se convierte, desde esta lógica, en un pacto de limpieza social: «el sicario amante del gramático se convierte en una especie de mano armada de disciplinamiento de los yerros de la gramática de la ciudad» (Jáuregui-Suárez 379).

El asesinato de la plebe es una forma radical de parar con el poblamiento de la ciudad y de desaguar o de desechar lo que podría quedar sobrante, como sostienen Jáuregui y Suárez, se trata de una profilaxis social.

El vandalismo por donde quiera y la horda humana: gente y más gente y más ente como si fuéramos pocos, de tanto en tanto, una vieja preñada, una de esas putas perras paridoras que pululan por todas partes con sus impúdicas barrigas en la impunidad más monstruosa […] esa gentuza agresiva, fea, abyecta, esa raza depravada y subhumana, la monstruoteca (64-65)

Por otro lado, la homosocialidad está imaginada desde la perspectiva del artista aristócrata que es seducido por una «flor de fango» de la barbarie: Alexis, limpio de toda mujer, es un niño perdido cuya afición por el asesinato se justifica en la medida que también es una de las bellas artes. Alexis es, pues, «el Ángel Exterminador que había descendido sobre Medellín a acabar con su raza perversa» (55), es decir, el héroe del exterminio, de la imperiosa necesidad de sacar del paisaje lo que sobra.

Contrariamente al texto de José Faustino Sarmiento que concibe a los indígenas como seres invisibles, en La Virgen de los Sicarios, los indígenas convertidos en pobladores de las comunas, se han apoderado de muchos sectores de la ciudad volviéndose demasiado visibles y saturando el paisaje. Para el narrador es preciso «sacarlos del cuadro» a como dé lugar y la «Señora Muerte» es la encargada de hacerlo, de borrar de la faz de la tierra a todo residuo humano sobrante como por ejemplo […] «a otra señora embarazada. Le entamboraron de plomo la barriga y allí mismo, en pleno Junín, falleció con su feto (63)

En La Virgen de los Sicarios la violencia de los asesinatos y del caos de la ciudad es traducida por el narrador-gramático en una violencia lingüística, gramatical e interpretativa, cuyo factor catalizador es la homosocialidad. La percepción de la multitud, de lo «otro», se organiza según la lógica de una razón cínica, sustentada por un lado en una nostalgia por la ciudad criolla y asible, y por el otro, en una exaltación del efebo asesino. Pero el amor hacia el niño Alexis es también, como en todo discurso amoroso, una exaltación del narcisismo, y por lo tanto, una búsqueda de prolongación del yo en el otro. Así tenemos que el narrador-gramático se encuentra con Alexis a partir de la coincidencia entre sus míseros presentes sin futuro (76), pero se recrea en la idea de que Alexis satisface todos sus deseos, no sólo los eróticos, sino sobre todo, los tanáticos. Alexis se convierte en «mi portentosa máquina de matar» (36). Una máquina que re-codifica la ciudad poblada de monstruos, plebe, «peste humana en su más extrema ruindad» (28) y que le devuelve al gramático el otrora poder perdido.

En este sentido, La Virgen de los Sicarios, es una novela que eleva el discurso de la profilaxis social a una versión cínica pero estetizante, realiza un pacto con el lector -no con la lectora- a partir de la homosocialidad, y recrea la imagen del sicario como el necesario «ángel exterminador» de los residuos sobrantes. Su expresionismo, que podría cobrar un carácter trasgresor en tanto plantea una violencia interpretativa inaudita, a su vez se ve modulado por sus pretensiones reglamentarias: es preciso que el gramático organice el mundo que «traduce» a partir de sus propias leyes gramaticales que, por cierto, escapan a la lógica de Medallo/Metrallo. Se trata pues de una puesta en escena de extrema violencia, pero, organizada de tal forma, que la sangre jamás salpicará a sus lectores, por el contrario, la alteridad ha sido totalmente traducida procurando una distancia cínica. Precisamente el elemento que «no se puede traducir» es aquel que el ángel exterminador se encarga de matar.

Ambos libros, Waslala y La Virgen de los Sicarios, nos presentan una realidad exotizada, por naïf o por ultraviolenta, organizando representaciones del otro funcionales a una visión del mundo latinoamericano amansado por la imagen de recipiente alegre o turbulento de los residuos simbólicos de occidente.

Desgraciadamente, la realidad expresionista y «borbolleante» de la narrativa del s.XIX en textos como El Matadero, ha sido recodificada de tal manera que, la pulsión bárbara perturbadora y fascinante, se ha amaestrado bajo una nueva etiqueta cuya denominación de origen -lo real maravilloso, el realismo mágico o el neoexotismo- se ha convertido en una máscara basurizadora. La imagen del otro se vuelve simulacro puro y, por lo tanto, evita toda posibilidad de problematización (13).

Notas

(8) Moreiras tiene una crítica detallada a lo que el denomina «el orientalismo del corazón» como forma de leer experiencias de apoyo a las guerrillas u otros movimientos desde una desacreditación del sujeto comprometido (Moreiras 3).

(9) Toledo en el Perú, Fox en México, Duhalde en Argentina, Uribe en Colombia y sus homólogos anteriores, así como de otros países latinoamericanos, no cuestionan la propuesta de «desarrollo» estructurada desde una perspectiva neoliberal por agencias como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, esto es, el planteamiento de políticas para reducir el Estado, bajar aranceles, desmantelar la legislación laboral, liberalizar el mercado monetario, reconvertir sectores productivos en sectores de «servicios», entre otras. El esquema sigue siendo copiar los modelos de los países «desarrollados» como cuando la CEPAL en los años 70 proponía el modelos de «sustitución de importaciones» como dinamizador de la economía de América Latina.

(10) «Pasen al fondo que hay sitio» es el clásico grito de los chóferes y «campanas» de las combis y microbuses en Lima. Sucede que generalmente nunca hay sitio y este grito es sólo una forma de enganchar al pasajero. Sin embargo, como ha devenido en uso común, los pasajeros suben sabiendo que no habrá sitio. Esta lógica perversa es la que diariamente opera en muchas de nuestras ciudades y, por supuesto, entre nuestras clases políticas. Asimismo opera entre aquellos artistas, escritores e intelectuales que creen y descreen en la falsa posibilidad de participar de las listas de los libros más vendidos de España o en los catálogos de Sothersby.

(11) Un caso aparte, aunque funciona también a conciencia de la lógica del mercado de libros en Europa y el mercado latino de Estados Unidos, es la denominación de las llamadas «generación del crack» y «generación McOndo», por ejemplo, tomando en cuenta que sus propuestas estéticas son opuestas a las de los escritores macondistas.

(12) Isabel Allende vendió tres millones de ejemplares de La Casa de los Espíritus en los tres primeros años; el libro estuvo por 27 semanas consecutivas en la lista de los libros más vendidos del semanario Der Spiegel y en Noruega durante la primera semana de salida vendió 40 mil ejemplares (Gutiérrez de Velasco 85). Asimismo Gioconda Belli en 1996 con Waslala tuvo un gran éxito de ventas en Alemania con un millón de libros vendidos (Ross 1).

(13) El uso y abuso de la dicotomía civilización-barbarie, así como de otras categorías, fue uno de los puntos principales que desarrolló Adela Pineda, profesora de Boston University, durante el seminario Nación y novela en la Literatura Hispanoamericana del s.XIX realizado el año 2002. Quisiera agradecerle a ella la lectura inicial de este trabajo, sus valiosos aportes así como su estímulo permanente. También quisiera agradecer a James Iffland por sus comentarios sobre Waslala.

En: La Insignia