Arte poética e integración. Narrativa 2007, Sta Cruz de la Sierra, Bolivia. Historia de camellos….
Por Gary Daher Canedo
Bagdad en el siglo IX todavía guardaba las memorias del esplendor de la vieja Babilonia: elegancia y poesía eran entonces moneda corriente entre los jardines de los palacios, tal y como nos lo describeAl-Waššā’ en su memorable Historia del Brocado. Así que no puedo menos que imaginar que en sus soberbios salones algún narrador embelesaba a su audiencia, vestido de finísimas camisas y gruesa túnica del mejor lino, levantando acaso el índice donde brilla la roja coralina, mientras sus ademanes invaden la atmósfera con ámbar de Bahrain, la historia que en Siria circulaba del codicioso Qasín, atrapado y muerto en la cueva de los ladrones.
Historia de camellos o Los textos obscenos
Sé callado en tus asuntos
pues el hombre es comprendido en su silencio;
y empéñate en hablar sinceramente,
pues ésa es la más pura de las artes.
Ah, cuántas veces la desgracia vence
la certeza del hombre más seguro.
Abūl-‘Atāhiya
Hablar sobre la obra de uno mismo tiene dos connotaciones terribles. La primera es la miopía con la que estamos lastimados quienes queremos mirarnos a nosotros mismos, con tan escaso conocimiento de nuestros interiores, y la segunda es la vergüenza que implica revelar las astucias que los escritores usamos para armar nuestros entramados –fascinadores modernos- llenos de las voces de los otros. Me pareció pues, en esta ocasión, útil referirme a la conocida historia de Alí Babá, pero dado que estamos entre narradores, insertaré historias sobre las historias.
Bagdad en el siglo IX todavía guardaba las memorias del esplendor de la vieja Babilonia: elegancia y poesía eran entonces moneda corriente entre los jardines de los palacios, tal y como nos lo describeAl-Waššā’ en su memorable Historia del Brocado. Así que no puedo menos que imaginar que en sus soberbios salones algún narrador embelesaba a su audiencia, vestido de finísimas camisas y gruesa túnica del mejor lino, levantando acaso el índice donde brilla la roja coralina, mientras sus ademanes invaden la atmósfera con ámbar de Bahrain, la historia que en Siria circulaba del codicioso Qasín, atrapado y muerto en la cueva de los ladrones.
Claro que nada sería esta historia sin la maravilla de lo que le sucedió al leñador Alí, pobre de hacienda, hermano del lesionado, quien un día, probablemente escondido en la copa de un cedro del Líbano, descubrió un tesoro incalculable, fruto de la rapiña de forajidos que por generaciones, desde los tiempos babilónicos había sido acumulado en el interior de una roca sólida que se abría ante la vocalización de un mantra majestuoso.
El leñador en conocimiento de la oración mágica pudo ingresar a la cueva y llenando las alforjas de sus tres camellos (la historia hablaba de jumentos, pero el abasí prefirió nombrar al noble animal que con altiva mirada cruza el desierto) trasladó suficientes joyas que compartió entre los suyos. Y luego de la muerte de los cuarenta bandidos cocinados en aceite por ayuda de su esclava Murgana, que le era fiel, cosa que al cuentista de Bagdad le parecía más rutilante que la hermosura, el discreto Alí pudo recurrir a la guarida cuantas veces le fue necesario; haya querido el cuentista que a nuestro Alí le asista la prudencia, para así, sabiamente, llegar hasta los caudales y elegir las joyas que le parecieran más adecuadas de revelar entre su gente.
Al final del cuento, el narrador observó amablemente a los amanuenses que atentos copiaban las palabras de la historia, y entonces sonrojándose –porque los elegantes lo hacen cuando hablan de sí mismos- se atrevió a agregar que la historia de Alí era una parábola que representa al cuentista que utiliza las copas del tesoro de la humanidad –oculto por los bandoleros, cuyos nombres ha consignado el tiempo, tales Soberbia, Pereza, Envidia, y otros que no quería acordarse. Tesoro que no es otro que la sabiduría de los siglos, para ofrecer el vino de sus historias, revelando que cada narrador elije las copas que hacen a su rayo, pero que también forja, en su pequeño taller, al fuego de los leños que trabajosamente reúne, impenitente, nuevas copas en base a las antiguas.
Esta parábola me movió a meditación, y la luz iluminó los modestos trabajos que hasta el día de hoy he ejecutado. Y deduciendo que las copas de las que hablaba el abasí, tienen los nombres de los precursores, Dante Alhigieri, Jorge Luis Borges, Franz Kafka, Arturo Borda, Isadore Ducasse, el Conde de Lautréamont, el anónimo autor de la Torá, y otros, acudieron en mi ayuda. De esa manera, comprendí en seguida que las copas inscritas con esos nombres habían hecho parte de las alforjas con las que cargué a los camellos de mi obra narrativa: Tamil, El olor de las llaves, El huésped y El lugar imperfecto.
Y aquí es que cuando uno habla de arria, vienen a la mente los destinos. En ese sentido mi morada es esta ciudad de Santa Cruz, pero que nadie se engañe con pertenencias, y sí se refiera a residencia, porque siempre estoy llegando; así que para mí, en general, la emergencia del otro, el sabor de las nuevas experiencias, tienen un olorcillo a domicilio. Mi casa está donde yo llego y allí erijo mis torres, sin importar el tiempo que se vayan a quedar allí. Lo que ha ido sucediendo con los años es que mi territorio se ha ampliado y cada vez soy menos de algún lugar, y sí asumo el sitio donde llego, llámese éste ciudad, mujer, barrio virtual o cualquier destino. Mientras en la galería del pasado cuido los altares de lo que transcurrí, mi vitalidad me impele a gozar y sufrir de lo que tengo. Esto es porque soy un guerrero, y para el guerrero -ya lo decían los nórdicos- el paraíso es la batalla, luchar interminablemente es el modo de gozar. Esto es cierto solamente en la medida en que asumo al otro como parte de mi corazón.
Escribir es de alguna manera el secreto pasillo de nuestro goce, escribir como si se tratara de dibujar el mundo con el tintero, vieja práctica de la voluntad del querer intentar que nuestro rostro tome un contorno y podamos decir al fin, ya me conozco. Duro fracaso, no; más bien, camino.
Tamil, al igual que el “Ábrete Sésamo” de Alí, es una palabra mágica. Pronunciada como debe ser en el mundo de los sueños ha permitido a este extraviado obtener señales para construir un mapa, el mapa que me llevaría de vuelta a casa, quiero decir, al paraíso perdido. Así, a partir de ese acto, este libro, rosa de los vientos, que data de 1994, y las sucesivas obras emprendidas se han erigido en representaciones geográficas, accidentes claros que me permiten ubicarme en el mundo del regreso.
Tamil, entonces, trae la ceremonia de la celebración de la rosa, que no es otra que la celebración del destino. Es por esto que su composición en su fuero interior ha pretendido la trasgresión de los géneros, modificándose el poema en verso para transformarse en poema en prosa, luego migrar a prosa poética para concluir en lo estrictamente narrativo, es decir en el cuento. Así que la rosa se ha elaborado bajo el aliento poético y la respiración narrativa, dos luces que iluminan el escenario de la ficción. Por tanto Tamil pretendió ser un ejercicio de las sustancias de la novela, como un alquimista que preparara las retortas, destiladores, redomas y los elementos antes de la transmutación.
El olor de las llaves nació de la idea de escribir una biografía novelada a la manera de los versículos de la Torá o Pentateuco, tanto es así que durante mucho tiempo tuvo el ridículo título de “Biblio Mío”. Luego, la novela fue ganada de la invención, y las anécdotas personales se transformaron en historias de mi personaje, alter ego, que ahora vivía, en algunos pasajes, hechos que jamás sucedieron en la vida real, solamente en mi imaginación, pero supongo que se sabe que si alguien imagina algo, ese hecho, maravilla o escenario, maderas para un mequetrefe natural, de alguna manera ya existen.
El huésped es una novela que nació de la idea de imaginar el mundo como un hotel infinito en el que a cada uno se le asigna una habitación, y allí transcurre su existir reducido a un número de transitorio alojado. En esa estructura, el aliento de Kafka es más que evidente, y a partir ese impulso la novela guardaba la idea de contar la historia desde dentro del castillo, hacer el esfuerzo de penetrar en él, cosa que imagino cada uno de los lectores de Kafka habrá pretendido. Así que también intenté, a través de este trabajo, establecer un diálogo con el escritor praguense. ¿Qué es Kafka sino el esfuerzo de un hombre por encontrar a Dios, por descubrir en cada uno de los procesos de la vida esa luminiscencia que revelaría los hechos que aparecen inexplicables e inesperados y que nuestra inconciencia no reconoce, haciéndonos ver el mundo como un lugar absurdo y laberíntico? El huésped sigue esa ruta, y en esa ruta se queda engarzado, quiera el Buda que, en el secreto recogimiento de la sala, o el sagrado rincón de la alcoba, cierto lector se estremezca con alguno de esos pasajes y su reflexión le brinde al menos una pequeña luz sobre los días, pues con ese acto esa novela se verá justificada. ¿Que también contiene una alegoría política del mundo? Verdadero. Hay quien ha querido encontrar influencia de Orwell en esas líneas, pero valga la oportunidad para aclarar que no he leído a tal autor y que, a pesar de la natural curiosidad que ahora me causa, no he trajinado ninguna de sus páginas; sin embargo, es posible que la influencia orweliana, por tratarse de un escritor bastante difundido desde hace tiempo, se encuentre en varias otras obras, y que ese ascendiente me haya llegado por otras vías. En lo que sí podemos encontrar una probabilidad y posibilidad es que, dado que 1984 ya hace parte del pasado, de cierta manera ya sepamos cómo es. Pero esta obra sería un triste esperpento sin la sombra que Jorge Luis Borges le ha dotado, pues Borges aparece aquí como una influencia en lo que a la cifra poética de mi narración se refiere, y en este punto deseo afirmar que todo narrador tiene una cifra poética que habrá que dilucidar, pues ¿qué obra literaria puede denominarse tal sin una cifra poética que guarde el misterio de su estética?
Isidore Ducasse, más conocido como el Conde de Lautréamont, autor de los famosos Cantos de Maldoror, es el libro más terrible que he leído en mi vida y que no sé si me animaré a releer: nos deja los dientes como castañuelas de lo duro que es, fuerte precursor de El lugar imperfecto, trabajo que al lado del de ese francés nacido en Montevideo parece un coro de angelitos. Esta novela –así dicen que es el género- la encaré allá por 1999, y fue inicialmente una lista de temas a tratar, con la peregrina idea de pergeñar una lectura del mundo. Naturalmente, no pude desarrollarlo todo, aunque la obra se sintió redonda y satisfecha con las siete partes de las que consta. Si bien el Conde de Lautréamont dio el tono para este trabajo donde no se escatima hurgar en los vericuetos del alma, para desnudarnos de poses y mirarnos al espejo, Arturo Borda fue quien marco el estilo formal en cuanto hace a la manera que va un relato tras de otro, un ensayo tras de una alegoría, o algún defectuoso poema en prosa, que no se decide en ser ficción, o en ser poema. Es decir siguió el lema de Borda: “Me avergüenzo de haber escrito lo anterior”, pero lo deja escrito, pero lo publica, y ahí está El lugar imperfecto. Porque transcurrir por el infierno no es tarea sencilla, y mancha y cansa el brazo de los ejecutores. Aquí, los ladrones de la cueva son los lectores, todos decapitados por la escritura, que en las figuras de Lichtenberg y Ambroce Bierce, resulta un verdugo mortal. Pero sucede que –para sorpresa del autor, porque los personajes actúan más allá de su voluntad- entre los lectores está la dama, su dama. Así que sumido en la angustia y el dolor, enseñoreado como un demiurgo, procede a sanar y resucitar a cada uno de sus lectores –cual un gesto de crítica literaria que rechaza la sátira, para en su lugar coronar la ternura- , mas ahora, esta vez para desconcierto del lector, en un arranque de última dignidad, el autor sana a todos menos a una, precisamente a la dama, a la amada. Hemos asistido a una expiación ritual. Esta expresión guarda la cifra poética de la novela: la dama lo es todo, por la dama se hacen y rehacen los mundos, en este suceso, de otra manera que en La Comedia de Dante Alighieri, pero acaso procurando el mismo leiv motiv poético. Pues es oportuno afirmar que el Dante es el poeta que me ha acompañado desde mis años infantiles, primero como nombre que se aprende para responder a una prueba de literatura, siendo, esto último, probablemente causa de haber llegado hasta sus obras, para descifrar su misterio, pero que, muy a pesar de haberlo leído, aprendido de memoria en un par de pasajes en su lengua original, en toscano –fíjense hasta dónde nos lleva la neurosis-, sigo teniéndolo tan lejano, como quien ve a un profeta de la antigüedad, que uno sabe que ha visto a Dios, pero siente que olvidó revelarlo verdaderamente.
Tal vez todo sea porque el escritor es como Antonio Porchia cuando dice: “Iría al paraíso, pero con mi infierno; solo, no.
Y ahora, en soledad con mis camellos, mirando el enorme desierto que es el mundo, me quedo reflexionando ¿De qué caravana hablamos cuando decimos literatura tal o literatura cual? Digamos literatura latinoamericana, o literatura gay, literatura rusa, etc. Entonces pienso que más que definido en un lenguaje o en un idioma, una literatura determinada sería el lugar de un metadiscurso que engloba los discursos de los otros, aunque esto también, naturalmente, lo hace susceptible de que esas literaturas sean leídas, en algún momento formativo, desde aristas y miradas tan disímiles que daría la impresión de un existir de varias literaturas sobre el mismo tema. Es el caso de la literatura boliviana, que sería más bien un discurso en formación, con varios intentos en el caso de la poesía y con casi ninguno en la narrativa; y en ese sentido, es claro que es mucho más dramático si queremos referirnos una literatura regionalmente más restringida, como la que vanamente podríamos intentar denominar literatura cruceña, por ejemplo. Sin embargo, esas literaturas están potencialmente allí, en las obras de los escritores, que en la medida de su fuerza, de su intensidad, atraerán las miradas de quienes se animen a construir el metadiscurso que les corresponda. Me pregunto en ¿cuál metadiscurso estaré incluido? Ya vi por ahí un extenso ensayo sobre la ciencia ficción latinoamericana escrito por el argentino Sergio Gaut Vel Hartman, editor de la revista Axxon, y que incluye a El huésped, lo mismo sucede con otro ensayo del boliviano Esquirol a la hora de intentar definir la literatura de ciencia ficción en Bolivia, pero visto así el asunto se tergiversa, pues no será la ventanita de un género que parecería constreñir a una de sus novelas, la que defina la obra de un escritor de literatura, sino su estilo, que es más que un lenguaje, su modo, manera o rayo, pero principalmente su ruta interior, ese sino espiritual que tiene todo hombre, y cuya misión es descubrirlo.Habrá que reflexionar desde esa perspectiva.
Ya me dispongo a fundir las copas de mis alforjas, para moldear los nuevos recipientes, el vino se macera, y el sol, femenino como creo que es, se enciende en toda su bravura. Pero la noche es fría en el desierto. Así que, humildemente, como hace a mi verdadero oficio, consagraré las horas a trozar leña para la hoguera, no vaya a ser que el día pase inesperadamente; al final, el tiempo es una arenisca incesante, y las lecciones del abasí del siglo ix, a quien no dejo de atender con mi corazón, me indican callar, acto que también hace al mejor gesto de un elegante.
CONTEXTO*
VII
Y vi llegar el fantasma de Lichtenberg con una cimitarra y el espectro de Ambroce Bierce armado de una muy fila hacha medieval. Ambos visten un buzo de listones negros y anaranjados, y tienen en la frente inscrito un número. El número es el 333. Un momento, paremos un momento: ya veo, ya comenzó su macabra tarea. Así, sin darme cuenta, uno de ellos golpea el cuello de mi lector que en la orden de hoy es el quincuagésimo sexto. Una mujer como de cuarenta años, con el cabello teñido de rubio y ojos grandes y claros, acaso un poco congestionados. Entonces, la cabeza que iba leyendo atenta a este capítulo cayó, cercenada, directamente al piso. Vi la fractura, también la horrorosa huella de la decapitación: un círculo rojo, venas y arterias abiertas, algunos nervios aún activos. Y el rostro sobre el charco de sangre, los ojos aún leyendo, la nariz recta, los labios apretados, el pequeño vello imperceptible que forma el bozo, las pestañas con suficiente rímel, y las cejas cuidadosamente depiladas. Yo, magnetizado, no sé aún qué hacer y sigo escribiendo.
Y van cortando muchas, una tras otra, transformándose este escenario en una plaza roja, manchada y viscosa a donde llega toda la sangre derramada procedente de los más insólitos lugares. Una cama, una silla desvencijada, el baño de una suite en un quinto piso, el borde de una piscina, y más, y más, libro tras libro. Caen las cabezas de gente que nunca vi, ancianos, jóvenes, religiosos, aviesos comerciantes, modestos ciudadanos, prostitutas, policías y estudiantes. Callen, también por primera vez vi rodar la blanca tez de uno de mis enemigos, ese que andaba buscando tres pies al gato en este texto. ¿Te gusta la muerte, Javier Cortés? Pero la cosa no para, es un rueda infernal de ajusticiados. Y veo espantado morder la tierra, las aguerridas testas de mis fieles amigos, gente que yo quiero, tan fina, tan entrañable. Sólo atino a observar que si esto escribo todos se hieren, y en el momento más negro cae de repente la cabeza de…, y stop. Fin. Silencio. El estupor ha hecho presa de mí. ¿Me leías?, ¿eras tú, amada?, ¿eran tus ojos, deslumbrantes como abismos de un sol de marzo, que me buscaban en las palabras? Como respuesta, un espacio enorme semejante al altiplano andino se contrae y me reduce. Es la muerte del amor por la palabra. Al darme cuenta de esta muerte singular que no esperaba, un llanto me hace presa, un llanto como de cien jinetes que la buscan, un llanto que hace mares, que enmudece todo escrito. Que vacía todo nombre. Amada, amadísima.
VIII
Ahora estoy de vuelta, un tanto atolondrado, pues no pude con el llanto, todavía guardan mis pupilas sus labios trémulos que se quedaron como si estuvieran besando, y las mejillas seducidas, y el cabello corto, la frente iluminada, sus ojos color otoño, fijos y cautivos, las manos aún en el libro como si me esperaran y quizás las memorias ahora cortadas por el tajo mecánico de tan gentiles maestros. Nada se salva.
Voy deambulando en este cementerio, en este campo santo. Veo dedos crispados, cuerpos mutilados, una macabra escena de terror. La fiesta ha terminado. Ni Bierce ni Lichtenberg, una claridad musical se ha apoderado de pronto de la tierra. Y ya no importa el ruido de la calle, ni la mortecina luz de la avenida, ni la puerta de vidrio con cadena y con candado, ni las sombras que por allí aún apuradas pasan.
De repente, semejante a un chamán, me erijo en este mi territorio, sabedor del poder que yo mismo me he asignado. Ya basta, digo, con voz que quiero de trueno, y armando del teclado y el ratón que se desliza –un poco terco por las pelusas de su corazón mecánico-, vestido con una túnica blanca, olorosa, pues ha sido recién lavada por las manos de Juana, mi lavandera, me pongo en la tarea medicinal. En mi reino, se entiende, que es una especie de nuevo cuerpo, creado con la escritura, espacio donde soy el soberano absoluto, y donde puedo pararme de cabeza y hacer y deshacer, y transitar tranquilamente.
Así que levantando una a una sus nobles miradas, con un dedo de amor voy sellando otra vez sus cuellos, reanimando sus sedientas sienes voy recuperando a mis quereres. Esto es magia, me dije y vi que era posible curar la dura incisión que la demencia de la escritura trajo. Y las cabezas volvieron a latir su vida propia y los ojos a sentir que vuelven pronto. Sólo una invisible cicatriz les marca algo, nadie sabrá bien si ella existe. Así, amigo lector, que esto sigues, irónico, diciendo (acaso manteniendo los dedos en un gesto argentino) “¿y qué quiere hacer este señor?”, sé bienvenido. Mi alma te recibe, mi mayor esfuerzo te saluda. Albricias.
Todos dirán aquí no pasó lo que se dice que pasó; pero claro que no es todo, algunas quedaron sin volver, y esto duele, ¿Verdad, Fabiola, ma chérie? Sí, allí se quedará, maga rota, hechizo sin sentido. Muerta ya, brutalmente separada, fría, distante y apagada como la blanca luna. Adiós. Ya se ve, ya no se ve. Y no volverá jamás, mujer, mujer, tu salvaje aliento.
* El lugar imperfecto
Donde desaparece la pared, VII, VIII
Gary Daher Canedo, Editorial Gente común 2005
Gary Daher Canedo Poeta, narrador, ensayista y escritor boliviano, nacido el 31 de octubre de 1956. Autor de siete libros de poesía, tres novelas y dos ensayos sobre poesía. Junto a los poetas Ariel Pérez y Juan Carlos Ramiro Quiroga conformó el grupo literario de poesía que se conoció como Club del Café o del Ajenjo, autores de la obra poética Errores compartidos y de la revista de poesía llamada Mal menor. Durante 1993 y 1994, ha dirigido junto a los poetas Vilma Tapia y Álvaro Antezana el suplemento El Pabellón del Vacío, semanario literario que marca un salto en cuanto a los espacios de difusión y crítica de la literatura boliviana. Ha publicado y difundido ensayos literarios y otros reflexivos de nuestra contemporaneidad. Sus textos han sido recogidos en varias antologías y revistas.
Es asombroso descubrir cómo se articulan las ideas y pasiones en torno a la poesía habiendo tanta distancia geográfica -nunca…