Retrato del hombre que, al presente, es una de las figuras más significativas de la literatura
Este retrato apareció en Vanity Fair, en marzo de 1922
Traducción: Martín Abadía
Por Djuna Barnes
Hay hombres en Dublín que te dirán que una gran voz ha desaparecido de Irlanda; y unas pocas mujeres, perdidas en la juventud, que añadirán: “una noche estaba cantando y a la siguiente no, ¡y no ha habido silencio comparable a aquel!” Porque la voz cantante de James Joyce, autor de Retrato del artista adolescente y de Ulises, se dice que era insuperable.
La idea de que Joyce una vez fue cantante acaso no llegue a ser una revelación para el lector ocasional de sus libros; se debe tal vez haber pasado una de esas noches extrañamente distantes con él, o haber leido pasajes de su Ulises, cuando aparecía en The Little Review, para darse cuenta de la calidad cantarina de sus palabras. Pero la tradición tiene para sí que un cantante debe tener una pizca de fanfarronería, un gozoso poner primero la pierna derecha y luego la izquierda, y un suspiro o dos de este lado del claustro, y Joyce no tenía nada de eso.
Yo había leido Dublineses con café durante la guerra, había estado en uno o dos comités de teatro lo suficiente para sugerir la producción de Exiliados, su única obra. Había devorado El Retrato…, apoyada sobre un codo y luego el otro, pero no fue hasta que llegué a su última obra que sentí al cantante. Líneas como: “So stood they both awhile in wan hope sorrowing one with other” o “thither the extremely large wains bring foison of the fields, spherical potatoes and iridiscent kale and onions, pearls of the earth, and red, green, yellow, brown, russet, sweet, big bitter ripe pomillated apples and strawberries fit for princes and raspberries from their canes”, o aún mejor, el humor cantarino en esa deliciosa escena de ejecución en la que “the learned prelate knelt in a most Christian spirit in a pool of rain waiter”.
Sí, allí me di cuenta de que Joyce debía verdaderamente haber empezado la vida como cantante, y un cantante muy tierno, y que — como ninguna voz puede resistir a las brutalidades de la vida sin quebrarse — se pasó a la pluma y el papel, pues así podía arreglar, en el debido silencio, las abundantes deficiencias de la vida, como si dispusiera joyas — joyas con una propensión por la caída.
Joyce, el hombre
Pero de Joyce, el hombre, una ha oido muy poco. Había visto una fotografía suya, el cuello bien alto escondiendo una garganta angosta, la barba, más frondosa esos días, descendiendo hacia el abismo escondido de su pecho. Me habían dicho que estaba quedándose ciego, y, en Norteamérica, supimos por Ezra Pound que “Joyce es el único hombre del continente que sigue produciendo, a pesar de la pobreza y la enfermedad, trabajando de ocho a dieciséis horas por día”.
Había oido que, durante un buen número de años, Joyce enseñó inglés en una escuela de Trieste, y esto es casi todo lo que sabemos de sus hábitos, de lo que le gustaba y lo que no, nada, a menos que una se atreviera a sacar a algunas conclusiones por el número de hechos ocultos (bajo un número semejante de improbabilidades) en su torrencial Ulises.
Y luego, un día, llegué a París. Sentado en el café Deux Margots, frente a la pequeña iglesia de St. Germain des Pres, vi acercarse, salido de la niebla y la basura, un hombre alto, con la cabeza levemente erguida y levemente doblada, ofreciéndole al viento una ordenada destemplanza de cabellos rojos y negros, que descendía bruscamente hasta la plataforma escasa de un mentón protuberante.
Llevaba un abrigo azul gris, demasiado joven parecía, en parte porque había echado las solapas hacia atrás, en parte porque el cinturón que lo circundaba, estaba a dos pulgadas por encima de la cintura.
Al momento de verlo, una observación como hecha por un místico pasó por mi cabeza: “un hombre a quien le han crucificado la sensibilidad más que a cualquier otro escritor de nuestra época”, y me dije — “esta es una manera extraña de reparar en un hombre a quien nunca había visto”.
Como estaba al corriente de la supresión que The Little Review había hecho de Ulises, y del subsiguiente juicio, se sentó justo frente a mí, que estaba familiarizada con la historia, y pidió vino blanco. Empezó a hablar de inmediato. “Es una pena”, dijo, pareciendo elegir las palabras por su actualidad más que por lo oportuno, “ya que el público demandará y encontrará una moral en mi libro — o peor, acaso se lo tomen en serio, y, en honor a la caballerosidad, diré que no hay en él una sola línea en serio”.
Por un momento se produjo un silencio. Sus manos, peculiarmente flojas en el apretón de manos inicial y peculiarmente pulposas, topándose con una espesura de la que la referencia no daba indicios, apoyadas, una en el cuerpo del vaso, la otra, olvidada, la palma hacia afuera, sobre el chaleco más encantador que mi felicidad había visto alguna vez: púrpura con ciervos que alternaban con cabezas de perros. Los ciervos, con pequeñas lenguas escarlata asomándose sobre unos labios superiores rubios, acabados en lana ligera, y los perros no más feroces o al acecho que cualquier otro buen animal que se aferre a su amo al cruzar los siete ciclos del año.
Sonrió al ver mi admiración. “Hecho a mano por mi abuela para la primera cacería de la temporada” y se produjo otro silencio en el cual se las arregló para encender un cigarro.
“Todos los grandes parlanchines”, dijo suavemente, “han hablado la lengua de Sterne, Swift o de la Restauración. Incluso Oscar Wilde. Él estudió la Restauración a través de un microscopio por la mañana y la repitió a través de un telescopio por la noche”.
“¿Y en Ulises?”, pregunté.
“Están todos allí, todos los parlanchines” respondió, “ellos y las cosas que han olvidado. En Ulises he registrado, simultáneamente, lo que un hombre dice, ve, piensa, y lo que este pensar, este ver, este decir, produce en eso que los freudianos llaman subconsciente — pero en lo que al psicoanálisis se refiere” se frena, “no es nada menos que chantaje”.
Levanta los ojos. Hay algo borroso en ellos, — la misma palidez que vemos en las plantas largamente escondidas del sol, — y a veces una pequeña burla que se expresa en la cuesta y la curva de su labio superior.
Su apariencia
La gente dice que se ve triste y cansado a la vez. Se ve triste y se ve cansado, pero es la tristeza de un hombre que se ha ganado un permiso medieval para lamentarse fuera del tiempo y en ningún lugar; la fatiga de someterse a sí mismo a la creación del exceso que supera lo limitado.
Si se me preguntara cuál me parece la pose más característica de James Joyce, debería decir que la cabeza; inclinada más allá del disgusto y no tan lejana como la muerte, pues la inclinación del displacer no es tan completa, pero lo único que lo es completamente, es la apariencia de animal afligido reflejada en su garganta. Aparte de esto, debería añadir, piensa en él como un hombre delgado pero pesado, bebiendo un ligero vino templado con labios casi escondidos en su alta cabeza estrecha, o fumando el cigarro eterno, sujeto apenas por encima del hombro, y sin moverse de allí hasta consumirse, la boca que lo recibe y se aparta de él para expulsar finas columnas de humo amarillo.
Acaso uno debe conocerlo sin hacerle preguntas. Ha sido un placer para mí hablar con él muchas veces durante mis cuatro meses en París. Hemos hablado de ríos y de religión, del genio instintivo de la iglesia que eligió para el canto de sus himnos, la voz sin “matices” — la voz del eunuco. Hemos hablado de mujeres, sobre mujeres en las que parece un poco desinteresado. Sería egoísta de mi parte decir que les teme, pero estoy segura de que apenas es un poco escéptico respecto de su existencia. Hemos hablado de Ibsen, de Strindberg, Shakespeare. “Hamlet es una gran obra, escrita desde el punto de vista de un fantasma”, y sobre Strindberg, “no hay drama detrás del desvarío histérico”.
Hemos hablado de la muerte, de ratas, de caballos, el mar; idiomas, climas y ofrecimientos. De artistas y de Irlanda.
“Los irlandeses son un pueblo que nunca tendrá líderes, pues en su mejor momento siempre los abandonan. Han producido un esqueleto —Parnell—, nunca un hombre”.
A veces su esposa, Nora, y sus dos niños, estuvieron junto a él. Niños enormes, casi tan altos como él mismo, y Nora camina bajo una fina cabellera roja, hablando con un acento que carga sobre sí todo el temor de Irlanda; Irlanda como un lugar donde la pobreza se ha convertido en el arte de la escasez. Un acento un poco más insolente que el de Joyce, que está tamizado por la preocupación.
Joyce tiene pocos amigos, pero siempre está dispuesto a dejar su escritorio y su pijama por una noche, para ir a algún café cercano, para hablar sobre nada que sea “artístico” o “llamativo” o “novedoso”. Las visitas a menudo lo encuentran escribiendo hasta entrada la noche, o bebiendo té con Nora. Yo misma acudí a verlo una vez y lo encontré acostado de cuerpo entero, leyendo atentamente una valija llena de notas tomadas en su juventud para Ulises, — por lo que Nora dice, “es un gran fanatismo el que lo gobierna, y no llega a fin alguno”. Una vez estaba leyendo el libro de los santos (nunca se aleja de él) y murmuraba que el santo de aquel mismísimo día era “un demonio de persona por traernos la lluvia, y nosotros que queríamos ir a pasear”.
Suceda lo que suceda, volverá por la noche, pues es simple, un erudito, y no vería nada objetable en los seres humanos si supieran quedarse en su sitio.
Pero se lo ha llamado excéntrico, loco, incoherente, ininteligible, sí, y futurista. Uno se pregunta por qué, pensando en el fino comienzo lírico que esta flor rabelaisiana dio a Ulises, con un imparcial apéndice sobre el follaje, — el fino y dulce lirismo de Música de cámara, la inevitabilidad informal de Dublineses, la pasión y oración de Stephen Dédalus, ¿quién dijo que este hombre atravesaría el mundo solo?
“Solo, no solamente apartado de los demás, sino también sin siquiera un solo amigo”, y ha hecho, si admitimos que Joyce es Stephen, lo que dijo que haría. “No serviré a algo en lo que ya no creo, ya sea que lo llames mi casa, mi patria o mi iglesia: y procuraré expresarme en mi arte tan libre y completamente como pueda, usando en mi defensa las únicas armas que me permito usar, el silencio, el exilio y el ingenio”.
De alguna forma éste es Joyce, y uno se pregunta si, al fin, Irlanda ha creado a su hombre.
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El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…