Por Miguel de Loyola 

Uno de los hechos que llaman mi atención como espectador sucede cuando voy al banco, concretamente al banco Santander donde tengo desde hace algunos años cuenta. Por lo general sucede que uno anda apurado. Se trata de trámites, y los trámites en este largo país saturado de  burocracia a nadie lo entusiasman.

Claro, salvo a ciertos personajes particulares que gustan visitar sitios públicos con el fin de figurar en ciertas circunstancias. El caso es que a dichos recintos, la gente entra empujando las puertas sin importarle si otro ser semejante a ellos -de carne y hueso, con nombre y apellido, de cierta  edad y profesión determinada.- entra o sale también en ese mismo momento. Pocos accidentes ocurren a diario por ese motivo en el país. Uno puede ver la inminencia del portazo en las narices a cada rato, basta con permanecer unos minutos observando el entrar y salir de estos seres que han perdido toda noción de urbanidad y recorren las calles de la ciudad como animales desbocados, sin respetar las más mínimas normas, ignorando la existencia del resto de los mortales. Nadie se “comide”, diría en su lenguaje antiguo mi madre,  a abrirle la puerta a otro para dejarlo pasar primero, o, simplemente, a sostenerla por unos segundos para dejar pasar o salir a quien viene o pueda venir detrás suyo. A veces, el propio guardia del banco se encuentra parado allí mismo, a solo unos metros de la puerta, y tampoco éste personaje tradicional del diario vivir moderno, vestido regularmente de azul,  “se comide” a sostener,  menos aún a abrir la puerta mientras sale o entra la gente. Ocurre que el guardia, se siente rebajado por el simple hecho de abrirle la puerta a otro, cualquiera que sea,  y con los clientes del banco ocurre otro tanto toda vez que se requiere un gesto semejante de su parte. El resentimiento, esa vieja enfermedad que corroe como una rata hambrienta el interior del alma, se ve manifestado en acciones tan simples como estas. Porque no se trata de un problema de tiempo, un minuto más o menos en la vida a nadie puede afectarle, siendo, por lo demás, el tiempo algo tan subjetivo. En nuestro país pareciera que todo el mundo se siente humillado, rebajado,  dominado, al hacer un gesto que en otros países todavía  se sigue llamando: educación, gentileza, clase, jerarquías esenciales de la cultura para la armonía de los pueblos.