Por Diego Muñoz Valenzuela
En días recientes hemos debido despedir a un intelectual valioso, erudito y valiente, a quien le cupo jugar un rol notable en el terrible periodo de la dictadura militar: Luis Sánchez Latorre, escritor, periodista y crítico literario. Presidió con dignidad, sagacidad y coraje la Sociedad de Escritores de Chile (SECH) por más de una década, desde donde se desplegó –desde el inicio del régimen- una creciente labor de resistencia de los intelectuales.
La casona de Simpson 7, acogió a los perseguidos, fue voz de los sin voz, baluarte de la intelectualidad que enfrentaba la maquinaria asesina sin más armas que la inteligencia y la decisión de acoger el imperativo ético de luchar por la libertad arrasada.
Irónico, socarrón, dotado de una vena de humor ácido, erudito de la literatura, realizó una labor crítica de enorme valor durante seis décadas bajo diversos seudónimos, el más conocido Filebo, que se convirtió en el apelativo más corriente para referirse a su persona. Este trabajo crítico monumental, que esperamos sea objeto de acopio y estudio, fue el fundamento para otorgarle el Premio Nacional de Periodismo en 1983, junto a libros imprescindibles como Los expedientes de Filebo, Lejano Oeste y Memorabilia.
Cronista por excelencia, dotado de una oratoria y un humor extraordinarios, Sánchez Latorre era capaz de iluminar cualquier mesa redonda, tertulia o simple reunión, y elevarla a la calidad de eximia conferencia. Esta capacidad incluía, por cierto, las prolongadas asambleas con que “el pueblo de los escritores” (así lo denominaba él) celebraba en los tiempos más oscuros para exorcizar unas horas los flagelos de la tiranía. Filebo tenía arte para dirigir aquellas discusiones interminables y hacerlas recalar en algún puerto que infundiera optimismo y esperanzas. Al mismo tiempo, gracias a sus dotes de observador agudo, las convertía en admirables clases de literatura chilena que recuerdo con agradecimiento, pues enseñaba aquello que los textos oficiales jamás transmiten, y lo realizaba con deliciosa acidez y sabiduría.
No hay otra explicación para que asumiera la responsabilidad de conducir la Sech en dictadura que una tremenda vocación democrática y de servicio, junto a su devoción profunda por la literatura (murió como vivió: leyendo). Un profundo sentido moral lo llevó a desafiar los laberintos del poder militar desde la casa de Simpson 7, al frente de un “pueblo de escritores” que carecía prácticamente de todo: tribuna, trabajo, libertad. Una ética implacable lo saca del ámbito protegido y sagrado de su casa y su familia, a quienes se consagró desde siempre, con infinito amor.
Desde aquellos años que rememoro con cariño, he tenido que despedir a grandes escritores que tuvieron también la virtud de ser extraordinarias personas y maestros inolvidables tanto por su sabiduría como por su ausencia total de grandilocuencia: Diego Muñoz Espinoza (mi padre), Martín Cerda, Rolando Cárdenas, Jorge Teillier, Enrique Lihn, Juvencio Valle, Mariano Aguirre, Carlos Olivares. Ahora es el turno de Luis Sánchez Latorre y –más allá de la pena y la nostalgia inevitables- me inunda un sentimiento de gratitud y cariño hacia un maestro que vivirá conmigo hasta el último aliento.
Diego Muñoz Valenzuela
Octubre 2007
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.