Por Diego Muñoz Valenzuela
En esta oportunidad escribiré desde el enorme regocijo que me ha provocado el reciente otorgamiento del Premio Nacional de Literatura a Efraín Barquero. No es necesario justificarlo de modo alguno en estas letras, pero creo que se ha premiado lo que se debe premiar: macicez y calidad de la obra literaria, significancia para la vida nacional, coherencia y consistencia artística.
Días antes del fallo, un diario nacional consultó mi opinión acerca de dos interrogantes: quién tenía mis preferencias y otra –más inquietante- quién iba a obtenerlo. Esa segunda pregunta contiene buena parte de mis preocupaciones al escribir estas notas. Contesté a la primera con el nombre de Barquero, poeta a quien he seguido desde mi adolescencia con interés y admiración. Luego a la segunda pregunta respondí taxativamente así: “no me satisface ninguna otra opción; y aclaro esto: detesto las candidaturas y las presiones que se constituyen tras ellas”.
Me llevé una sorpresa, debo confesarlo. Esperaba que se impusieran que las presiones extraliterarias, las ambiciones personales, la extrema pérdida de las proporciones en algunos casos; es decir al imperio de fuerzas ajenas al juicio de la calidad artística. Y por sobre todos estos temores justificados, en mí imperaba también el miedo a la ignorancia. Afortunadamente, en este caso, mis aprensiones eran equivocadas. Por eso me alegré con desmesura por premio a Efraín Barquero, a quien no conozco (por las dudas) sino a través de la lectura de sus libros. Paso a referirme a aquellos fantasmas –reales por cierto, nada de etéreos- pues no siempre el resultado del mecanismo de premiación será tan gratificante. Lo que quiero afirmar es que en su articulación hay distorsiones severas que atentan contra la calidad del otorgamiento; esto hará que en el futuro la probabilidad de que un error lamentable –como ha ocurrido si se revisa la historia- se imponga con facilidad. Hay que hacer compleja la tarea de tales factores distorsionantes.
Hagamos la revisión de los principales factores distorsionantes, algunos de ellos de sencilla y diáfana solución.
La composición del jurado. Un asunto es la manera en la cual se constituye el jurado, donde intervienen un ministro, dos rectores, un académico de la lengua y un solo escritor garantizado, el anterior Premio Nacional. En este caso, certeramente la Academia de la Lengua nombró a un escritor, pero pudo no ser así. Esto parece una auténtica aberración. No quiero establecer dudas acerca de las competencias de tan destacables personajes para su quehacer propio –aunque por cierto que las hay, y se han expresado de muy diversas formas-, pero en el terreno que no las otorgaría fácilmente es en el ámbito literario. Cabe preguntarse cuánto conocen el complejo y variado campo de la creación literaria actual; y se me ocurre que si hubiera un proceso de acreditación no lo aprobarían precisamente con honores. Los premios para escritores deben ser concedidos por sus pares. Aún así, podría ocurrir que las autoridades gubernamentales o académicas –como solía hacerse en el pasado (cuando el jurado contaba de base con una mayoría de escritores)- delegaran tal responsabilidad –con gran despliegue de sabiduría- en un escritor de renombre. De ese modo podía salvarse cualquier asomo de insolvencia para llevar a cabo una tarea tan especializada. Cualquier mejora en el procedimiento pasará necesariamente por el establecimiento de un jurado integrado por escritores.
El mecanismo de postulación que implica el sistema de otorgamiento. El jurado –asumiendo que se trata de un equipo competente, diverso, conocedor de su materia- puede llevar a cabo su trabajo sin la necesidad de estimular carreras, campañas y la consecuente acumulación de cartapacios cargados de demostraciones incuestionables del valor de tal o cual. El papel –es sabido- resiste todo, hasta las presentaciones más ridículas por su desparpajo, osadía y total carencia de sentido de realidad. Por ejemplo, hay postulaciones que revisten caracteres grotescos; eso trae perjuicios evidentes: siembra dudas sobre el proceso, farandulizan el ambiente de las letras, hacen considerar posible que cualquier gañán sea merecedor de una distinción tan alta. Se alientan postulaciones que medran en busca de apoyo político, académico, de prensa; el “lobby” y las acciones de marketing ingresan con todo al campo literario; más que lamentable. Solución: el jurado no requiere de estas postulaciones, acaso tiene las competencias necesarias.
La frecuencia del otorgamiento. Un Premio Nacional de Literatura cada dos años es atrozmente insuficiente para un país que ha recibido tantos honores en este ámbito. Y me refiero más allá de nuestros dos Nobeles, a todas aquellas distinciones extraordinarias: Juan Rulfo, Cervantes, Príncipe de Asturias, y también al posicionamiento destacado de muchos escritores chilenos en el ámbito internacional. Aumentar la frecuencia del Premio –esto es restablecer el premio anual- es lo mínimo que podría hacerse.
La necesidad de discriminar entre géneros. Se tiende a respetar una regla no explícita en la norma: rotar el premio entre poesía y narrativa. Esto permite generar un equilibrio siempre deseable, pero otros géneros quedan fuera, por ejemplo el ensayo, Y pueden formularse otros cuestionamientos legítimos. La solución: crear un Premio Nacional de Poesía y otro de Narrativa; y otros, ¿por qué no? ¿Acaso Chile no da pasos firmes en la senda del desarrollo económico, social y cultural? ¿No puede darse el lujo de premiar a sus escritores?
Aún así fue posible que el Premio Nacional se le concediera a Efraín Barquero. Los dos escritores del jurado –José Miguel Varas, galardonado predecesor, notable cuentista y novelista y Andrés Gallardo, destacado narrador-, deben haber dado una argumentación tan sólida que salvó la situación. No imagino otra explicación. Habrá sido una batalla dura en el campo de las ideas para lograr tan excelente resultado.
A las extraordinarias dotes poéticas de Efraín Barquero hay que agregar otras, que no suelen destacarse: la sencillez personal, una fuerte sensibilidad social y su prescindencia de cualquier protagonismo. Ojalá éstas cualidades fueran exigibles a todo premiado, y a todo servidor público, amén de sus competencias en su ámbito de desempeño. Sería mucho pedir en esta era, marcada por el individualismo y la ambición y el protagonismo exacerbados.
Pero no es mucho pedir un Premio Nacional de Literatura anual otorgado por escritores sin necesidad de procedimientos de postulación. O mejor aún, que el galardón se conceda por géneros. Así el Estado reconocería la importancia de una actividad tan importante como solitaria y silenciosa: la escritura de las letras de Chile.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.