Por José Luis Fernández P.
Al momento de problematizar sobre las características de un corpus genérico específico, creo pertinente retrotraerme a mi experiencia personal de encuentro con estos curiosos y sugerentes textos, que pronto se intuyen como píldoras de literatura en alta concentración, para algunos peligrosamente adictivas.
Sucede que muchas veces al estudiar nuestros objetos, nos escindimos de nuestro acercamiento primero, olvidando las experiencias que nos fueron configurando, antes que profesores o futuros analistas, como lectores, en definitiva, como sujetos experienciantes de la recepción y consumo de microcuentos.
Permítanme entonces la evocación de aquel primer encuentro: corrían los primeros años de los ’90, cuando muchos chilenos aún esperábamos la alegría y para nuestra literatura se auguraban tiempos promisorios, ya sea como acumulación y despunte de capital simbólico, ya sea como signos auspiciosos para la emergencia de diversos proyectos editoriales. Yo estudiaba Licenciatura en Estética en la UC y el profesor Jaime Blume repartía en sus clases fotocopias de una antología de un por entonces desconocido Juan Armando Epple, material con el cual se procedía a todo tipos de disecciones formales o exégesis especulativas, según fuera el requerimiento docente o el ánimo de los estudiantes. Estos “microcuentos” no pasaron inadvertidos: la atracción y asombro que despertó en algunos de nosotros, pronto dio paso a discusiones y amenas conversaciones: ¿merecían estas piezas de artificio una mayor atención crítica o solo se integraban al currículo universitario por las ventajas que ofrecía su reducida extensión?, ¿desde cuándo habrían existido o convivido con formatos narrativos de mayor extensión y prestigio?, ¿correspondían en verdad a tramas narrativas o surgían como experimentos retóricos que subvertían lo literario incluso?, ¿se habían gestado como experiencias lúdicas o nacieron como rebuscadas elaboraciones expresivas para sortear la censura o lo indecible en tiempos de afasia?
Muchas de estas cuestiones apuntaban directa o indirectamente a dilucidar cómo se dejaban leer esta suerte de “cápsulas literarias”, lo que permitía entrever ya una singular relación entre el lector y el texto. A pesar de que varias de estas interrogantes, han sido latamente abordadas por los avances de la crítica especializada en torno al MC en el curso de los últimos lustros, es claro que éstas surgían espontáneamente ante el contacto inicial con unos textos que se intuían distintos, cuya recepción se iría cultivando en el placentero y afanoso ejercicio de familiarización que supone la (re)lectura y socialización de los textos, un proceso de “alfabetización genérica” que creo que sólo se va comprendiendo desde una mirada retroactiva.
Hoy en día ya tenemos ciertos consensos en torno a lo que se espera que sea un MC: un soporte ficcional con una sintética trama narrativa que se sostiene sobre un enunciado que tiende a la máxima condensación y un remate discursivo sugerente, que por lo general nos instala en el asombro o en la perplejidad (desde el humor hasta el temblor), con un golpe de efecto que se resuelve en la inmediata revisión del cuerpo textual, o en el arrobamiento en que nos sumergen las resonancias de significación de las últimas lexías del texto.
A mi entender, la identidad y el lugar que ha ido conquistando el MC entre sus cultores y adeptos, se afianza sobre ciertos rasgos que configuran no solo su organicidad constructiva en tanto materia textual, sino que también informan un modo peculiar de leer. Durante los años 90 la academia orientó sus esfuerzos iniciales por deslindar el MC atendiendo a los rasgos compositivos que prevalecían en su escritura en cuanto textualidad, a saber: la extrema concisión asumida como programa de escritura (lo que por mi parte he llamado “ultrabrevedad” con anterioridad); laparadoja, ironía y parodia como procedimientos retóricos frecuentes en una inclinación lúdica; y la tendencia a entablar un diálogo intertextual con la tradición literaria o con otros discursos de la cultura; a ello se sumaba, como un rasgo que se desprendía de lo anterior, pero que aparecía como un aspecto no suficientemente relevado, la participación activa que estos formatos requerían del lector.
Las propias cualidades del MC han ido evidenciando la insuficiencia del lente que lo calibra, tornando improductivo un auscultamiento genérico que se limite al producto textual. La brevedad, por de pronto, se revela como una condición de suyo problemática, pues comprende, bajo una condensada cantidad de caracteres, una dimensión cualitativa que supone tomar conciencia de las escalas de representación y, con ello, de las competencias de lectura que posibilitan el éxito de las estrategias elípticas de codificación narrativa. Desde esta perspectiva, la poética de la ultrabrevedad permite no solo hacer visible el control autorial, sino que tomar conciencia del rol activo del lector, que entra al juego con toda la cultura literaria que el texto le demanda poner sobre la hoja: habilidades cognitivas, conocimientos literarios y referentes culturales y sociohistóricos, sea según sea el caso, eventualmente matrices valóricas e ideológicas compartidas con la voz narrativa, lo que globalmente Eco ya había designado como la “enciclopedia del lector” y que aquí, en este contexto, postulo como una matriz de competencias genéricas aún por descubrir y relevar.
Es en este marco conceptual donde adquieren relevancia los enunciados “de frontera” que dan inicio y resolución al cuerpo textual de los MC (incipit y excipit al decir de Gerard Genette). En diversos corpus de MC (y la antología de Juan Armando Epple 100 Microcuentos chilenos no es la excepción), se verifica que tanto títulos como cierres constituyen enclaves de gran relevancia para la constitución de sentido de los relatos y, lo que me parece más interesante, para la modulación de los comportamientos del lector en el transcurso de la recepción de la diégesis. En efecto, reparar en las propiedades expresivas de títulos y zonas de remate, nos permite adentrarnos en el tipo de vínculo que el microrrelato sostiene con el lector-usuario y cómo estos recursos compositivos comprometen dimensiones contractuales que van más allá de una problematización estrictamente léxica o semántica en una “esfera cerrada”, ya que los códigos retóricos involucrados requieren confrontar los microuniversos creados con la escena cultural que le sirve de marco de referencia, hacia la que se orienta su consumo y circulación material y simbólica.
Al pensar en el MC chileno, me ha parecido de interés compartir con ustedes algunos textos extraídos de la recopilación ya referida, los cuales, desde sus tramas y enunciaciones, sus rótulos inaugurales y sus protocolos de resolución narrativa, nos hablan del modo en que pretenden interpelar al lector y los usos que demandan de él. Seamos breves entonces: ¡Vayamos a la literatura!
In memoriam, de Eduardo Malbrán
En un rincón de la Patagonia, en un cementerio olvidado y barrido por el viento, sobre una tumba hay la siguiente inscripción:
En toda su vida siempre pensó hacer lo que dijo, pero jamás dijo lo que en verdad pensó;así como nunca dijo lo que pensabani se dio el trabajo de pensar lo que decía: fue un genuino representante de su pueblo.
Cuando pregunté, nadie sabía nada. Finalmente un ancia-no me dijo que le habían contado que ese hombre había llega-do al Parlamento. Lo que nunca pude saber es si había sido un genuino representante de las gentes del lugar o de todos los desheredados de la tierra.
Eduardo Malbrán. El hombre que soñaba. Santiago de Chile: Editorial Quimantú, 1972, p. 51.
Este microrrelato, publicado originalmente por Editorial Quimantú en 1972, se construye desde la incorporación de la escritura fúnebre como textualidad enmarcada, a lo que sigue una referencia de a oídas que da pie a una afirmación de probabilidad, dejando al lector sumido en la incertidumbre de la elucubración, en las cornisas de la narratividad.
El título nos dispone al contacto con la muerte: viento y olvido terminan por configurar el cronotopo que otorga el marco de verosimilitud para la cita del epitafio. Sin embargo, aquí se presenta una ruptura en el registro, y, por consiguiente, en el horizonte de expectativas programado por/para el lector. Contrariamente a las convenciones y usos de la inscripción mortuoria, aquí se renuncia a las definiciones rotundas y al tono severo y definitivo, en favor de un discurso paradójico, incluso en clave de sarcasmo, identificando al difunto con una visión hiperbolizada de las inconsistencias de nuestra idiosincrasia.
Pero esto no es todo: al cantinfleo lingüístico sigue una secuencia que retoma el hilo narrativo, incorporando la situación retórica del rumor, espacio textual en el que se consigna la identificación del difunto con una autoridad política, elegida soberanamente. Es aquí donde la diégesis es suspendida abruptamente, para incorporar una duda casi naif, que nos retrotrae a una reflexión sobre las contradicciones y conflictos de los sistemas representativos, problematizando a un tiempo la identidad del difunto y las filiaciones de los mandatados.
Golpe, de Pía Barros
-Mamá, dijo el niño, ¿qué es un golpe?
-Algo que duele muchísimo y deja amoratado el lugar donde te dio.
El niño fue hasta la puerta de casa. Todo el país que le cupo en la mirada tenía un tinte violáceo.
Pía Barros. Miedos transitorios (De a uno, de a dos, de a todos). Santiago de Chile: Ergo Sum, 1986,p.39.
Resulta difícil prescindir de este MC en la narrativa chilena, tal vez uno de los más reproducidos dentro y fuera de nuestras fronteras. Un lacónico título pone en contacto al lector con nuestra memoria histórica, con lo violento, e incluso, con lo desgraciado: bajo la palabra única se instala una escena construida mediante un diálogo conciso, al cual sucede un pasaje narrativizado, también muy escueto.
En este reducido cuerpo textual, se presenta un breve intercambio conversacional entre una madre y su hijo: el modelo pragmático que subyace a este diálogo es el diálogo informativo del tipo pregunta-respuesta, en la que los niños suelen consultar significados sobre el mundo sin estar siempre en condiciones de integrar estos conceptos como experiencia, por lo que sus interlocutores mayores se ven enfrentados al dilema de, por un lado, precisar sin faltar a la verdad, y, por otra parte, ocultar la dimensión más significativa –a veces en procura de la protección del propio menor–. De este modo, la respuesta privilegia la dimensión protectora-formativa desde una perspectiva adulta.
El esquema pragmático referido permite dilucidar el eje constructivo de esta pieza narrativa, cuyo centro parece estar dado por al oposición verdad/ocultamiento. En efecto, el desenlace propone el pavoroso enfrentamiento a una realidad que se deja ver por sus efectos omniabarcadores: la sinécdoque del remate da cuenta de manera rotunda sobre lo estéril que se ha vuelto la acción protectora de la madre al escamotear lo preguntado por la vía del sentido lato.
La retórica de este MC se afianza desde la elipsis: lo omitido no solo es relevante, sino lo sustantivo. El espacio discursivo no logra tolerar las significaciones contenidas en el sustrato de la conversación, por lo que el lector se ve interpelado a leer y, en definitiva, hacerse parte de lo monstruoso, o, simplemente quedarse confinado en las verdades a medias, construidas para el mundo infantil. Más allá del indudable valor estético y ético de esta pieza, subsiste la legítima inquietud sobre los protocolos de lectura que el texto puede admitir una vez que la coyuntura sociohistórica que le dio origen pierda visibilidad ante los lectores de nuevas generaciones. ¿Cómo se dejará leer este texto en el Chile del Bicentenario, donde la violencia se traslada desde los agentes del Estado a los abusos intradomicialiarios?
El paseo matinal, de Diego Muñoz Valenzuela
Pasaba por ahí todas las mañanas, con las manos nerviosas ocultas en los bolsillos de su abrigo ya tan raído. La observaba en silencio, hasta olvidaba el hambre por momentos mientras le enviaba imágenes alegres, celos, sufrimientos. Concentrábase en ese aire altanero, en esa distancia suya, en sus ojos perdidos a lo lejos. Nunca pudo desalentarlo su indiferencia, tampoco esa distinción tan lejana a su propia miseria.
Ella tal vez en ocasiones sentía la calidez de su mirada; quizás hasta alguna vez quiso responderle, sonreírle a él en especial o derramar alguna lágrima. Pero hay tantas, tantas cosas prohibidas para un maniquí encerrado en su vidriera. Aún así, él sobrevivió todo ese tiempo gracias a ella.
Diego Muñoz Valenzuela. Ángeles y verdugos. Santiago de Chile: Mosquito, 2002, p. 12.
Este microrrelato trasunta una aparente simplicidad: podríamos decir que hace de su decir moroso y de su narrar lineal una retórica austera que parece hacernos olvidar que estamos ante un microcuento, un objeto por definición artificioso. El título anticipa el tópico sobre el que se construye la escena sin mayor pretensión: el suceso se presenta urbano, casi trivial, amparado en las rutinas de la urbe. Pero casi imperceptiblemente emerge una presencia: abrigo raído, hambre, miseria. Bastan tres fogonazos del narrador-flaneur para que el lector complete el Gestalt y visualice al indigente. ¿La mujer? Solo adquiere un lugar y valía desde la distancia e indiferencia con que se desentiende de las miradas del primero.
A la descripción de aquella situación de rutina callejera, se sucede la elucubración del narrador. A la secuencia narrativa de apertura sigue un discurso hipotético, signado por las marcas de la incertidumbre: las formas adverbiales “tal vez”, “quizá” nos ponen en contacto con una realidad afectiva insondable para la voz narradora. Hacia el final, la información que ha sido dosificada, da cuenta del “engaño” de que ha sido objeto el lector: la supuesta mujer no es más que un maniquí encerrado en la vitrina. No obstante, a la revelación de la incógnita se sigue una constatación final: esta realidad sucedánea se revela como la tabla de salvación para el hombre que deambula en la ciudad. Con ello se termina por edificar un mundo antitético, inestable, que se hace visible desde la mirada que desautomiza los ritos secretos de la urbe.
Sobre “Rosas”, de Alejandra Basualto
Soñabas con rosas envueltas en papel de seda para tus aniversarios de boda, pero el jamás te las dio. Ahora te las lleva todos los domingos al panteón.
Alejandra Basualto. La mujer de yeso. Santiago de Chile: Documentas/Literatura, 1988, p.80.
A partir de un título de valor emblemático –que convoca el imaginario propio del folletín–, el lector es impulsado a enfrentar sin mediación alguna un soliloquio de registro melancólico, al que sigue inmediatamente una confesión constatativa. El conjunto corresponde a un tipo textual no tan inhabitual en el MC chileno, a saber: la cápsula narrativa de factura epigramática, donde la última oración redefine el espesor semántico de los sucesos referidos con anterioridad.
El paso de la evocación en tiempo imperfecto al laconismo de la comprobación actual encabezada por el adverbio “ahora”, refuerza el dramatisimo que encierra el sueño incumplido de la esposa fallecida; simultáneamente, este juego de temporalidades sitúa el relato en una tensión entre un pasado continuo, tan extensivo como el mismo sueño, y la actualidad implacable de una realización estéril. Es precisamente esta tensión entre ambas temporalidades y significaciones, lo que determina el registro sentencioso y oscuro del remate, cuyo abrupto efecto sobre el lector, facilita la empatía con la voz narrativa, a través de un discurso que conforma figurativamente la condición marchita del anhelo denegado, solución que compromete valores alegóricos al tachar el emblema del ideal romántico, problematizando los ritos y modos convencionales de interacción en la pareja.
Relevancia constructiva y pragmática de títulos y cierres: obturadores de sentido
Ya se ha apuntado que los títulos operan como organizadores previos, ya sea anticipando un tono o registro de enunciación (“Si el placer se midiera por las apariencias”, “Los errores se pagan”), estableciendo un claro vínculo intertextual con una alusión a un texto canónico o tradicional (“Cordero de Dios”, “Bogart”, “Malinche encantada”) o aludiendo a los formatos y convenciones de un tipo textual predefinido (“Fábula”, “Tragedia”, “Canción de cuna”).
Una de las funciones que los paratextos-título desempeñan con mayor propiedad en los microcuentos antologados es la de instaurar una expectativa de lectura. A pesar de, o más precisamente, a través de su laconismo, los títulos, en tanto gesto enunciativo inaugural, pueden convocar diversas connotaciones, a veces anticipando un escenario histórico-ideológico (”La partida inconclusa”, “Golpe”, “Toque de queda”), insinuando un motivo a través de un cliché (“Rosas”) o adhiriendo a las convenciones de otros géneros de la tradición literaria (“Fábula”, “Tragedia”, “In memoriam”, “Retrato de una dama”). Lo que sin duda no es patrimonio restrictivo del microcuento, cobra aquí mayor relevancia, dado que, en razón de la reducida escala de representación y el espesor semántico de los cuerpos textuales, en no pocas ocasiones se confiere al título la responsabilidad de entablar un pacto de ficción determinado con el lector, no solo anticipando referentes o actitudes de enunciación, sino que haciéndose parte de la semiosis del texto, como valor indicial de apertura que más adelante será objeto de correferencias a través de procedimientos catafóricos.
A modo de ejemplo, podemos referir títulos de una estructura gramatical bastante representativa, como “La solemidad intervenida” o “Los errores se pagan”, simples sintagmas nominales por medio de los cuales no solo se anticipa el motivo nuclear, sino que además se instala una incógnita (¿qué elemento irrumpirá en medio de la situación solemne?, ¿Qué tipo de error valdrá como paradigma para ilustrar este acerto popular?), la cual solo es despejada totalmente en los remates del cuerpo textual, con lo que los títulos pasan a resemantizarse, al ser completados por la acción misma del lector al finalizar la lectura.
En tal sentido, no parece un dato menor, que, una vez concluida la lectura, muchas veces el título aún permanece ante la vista del lector: la concisión y densidad del microcuento se ofrecen a la relectura o a la meditación activa “sobre el texto”, con el texto a la vista, por lo que un segundo contacto inmediato con el título podría estar contemplado dentro de la pragmática dominante programada por la misma instancia autorial. Así, la cercanía visual favorecería un desplazamiento cognoscitivo revisionista, instaurando cierto tipo de metacognición asociada a esta práctica de lectura.
Por la dinámica anteriormente descrita, se vuelve necesario profundizar en el examen del funcionamiento de los enunciados de cierre. En una porción significativa de los textos revisados, se ha detectado que estos operan con un funcionamiento catafórico, pues resemantizan el nudo del acontecer o el lugar de enunciación del emisor. Veamos algunos ejemplos: “no es mucho mejor que haya pretendido engañarla que ser ciego verdaderamente” (en “La bondad”, de Braulio Arenas); “ ….el largo y filudo cuchillo le atravesó la garganta, al mismo tiempo que el muchacho graznaba como un pato” (en “El graznido”, de Jaime Valdivieso); “…pero era demasiado tarde, pues ya estaba sobre él, borrando la ficticia mano de un autor también inexistente (en “Obsolescencia”, de Roberto Araya); “La madre, la familia en pleno y los vecinos me observaron como el verdadero asesino” (en “Velorio”, de Luis Bocaz) o en “tienen algo de perversos los walkman”, en “Estado de perversión” de Pía Barros, por citar algunos.
Los enunciados citados corresponden en efecto a segmentos ubicados en las zonas de cierre de los cuerpos textuales (excipit al decir de Genette), y su rasgo distintivo es la función reorganizativa que desempeñan en la decodificación de los MC, pues visibilizan lo anteriormente oculto o reafirman lo que el narrador ha mantenido solo al alcance de la sospecha o de la conjetura del lector. Reparando en el tipo comunicacional de estos segmentos, puede observarse que todos, por lo general bajo la forma de aseveraciones, presentan una alta referencialidad en relación a los enunciados que los preceden en sus respectivos relatos.
En consecuencia, el procedimiento catafórico en los excipit o zonas de cierre se configura en una invariante escritural digna de atención, pues, por una parte, da cuenta de la función elíptica o dosificadora de la información que desempeña el narrador y, por otra, permite hacer patente el tipo de desplazamiento al que es sometido el lector, el cual se ve impelido a sostener la incertidumbre y/o modificar sus pautas de comprensión del texto durante la lectura, para acceder a una codificación semánticamente integradora solo al tomar contacto con las zonas de cierre: siguiendo a Zavala (2004), aquí lo súbito es la contracara de lo diferido, por lo cual los remates sostienen una lectura que pareciera extenderse cognitivamente e imaginativamente más allá del cierre fático de la instancia lectora.
A modo de microconclusiones: Aprendamos de los niños…y juguemos: entonces, pongámonos serios o el microcuento chileno: un juego divertido, pero algo más que un juego.
Siguiendo a Ohmann, aquí sostenemos que la obra literaria crea un mundo y que un aspecto esencial de la literatura radica en su carácter de juego, por lo que volvemos a remarcar el énfasis en la relación texto-lector, dimensión que nos parece medular al aquilatar la valía literaria de los MC. La literatura empieza a ser un discurso de actividades antes que de productos aislados o cerrados sobre sí mismos. Este desplazamiento de la mirada supone que lo nuclear del hecho literario radica en el tipo de lectura que éste propone y el tipo de discursos que moviliza. De este modo, el lector literario es asumido como un agente activo, copartícipe de la generación de sentidos desde el texto y de la puesta en valor de estos en su propia cultura.
En el caso de los microcuentos examinados en la antología de Juan Armando Epple, la incompletitud de los mundos propuestos torna a veces dificultoso el papel del lector en los términos descritos: incluso algunas variantes textuales hacen, como hemos apreciado, programa escritural desde el ocultamiento, configuración que puede ser leída como la “proposición de un enigma” y, en consecuencia, puede ser integrada a la estrategia de lectura desde esa codificación.
Lo que deseo enfatizar es que el juego no es aquí mera fruición lúdica, sino más bien acuerdo y tensión, dinamismo y complementariedad inscritos en el pacto ficcional que suscriben autor y lector. Este pacto de ficción disuelve las referencias directas al mundo. La ficción encierra, por cierto, una suerte de apeteia, al modo como los clásicos entendían la ilusión escénica, es decir, una simulación convenida. Desde esta perspectiva, la noción de ficcionalidad comprende, por una parte, la idea de simulacro o máscara, en tanto por otra, la noción de moldeamiento estético; en suma, como apunta Reis (1994), la ficción supone un fingimiento artístico.
Ahora bien, ¿qué enclaves sociohistóricos han sido determinantes en la configuración del MC chileno desde los años 70? ¿Cómo coexisten la dimensión lúdica y la intencionalidad denunciativa en muchos MC de la escena chilena? Creo que Teun van Dijk ha generado un valioso aporte que nos puede ser útil para explorar estas inquietudes en el futuro. Él ha planteado la tesis de la función ritual como lo distintivo de los textos literarios: el supuesto “uso parasitario” del lenguaje que otros lingüistas habían colegido como lo propio de la ficcionalización, es reconceptualizado bajo las nociones de afirmaciones contrafactuales y cuasiaserciones, categorías que estarían en la base de las reglas pragmáticas de la función ritual. Por consiguiente, si bien se reconoce este “apartamiento del mundo” propio de la comunicación literaria, también se introduce la idea de que en un texto literario coexisten la intencionalidad estética con otras funciones prácticas, destinadas a incidir sobre el mundo empírico.
Esto último es de particular interés para el estudio del microrrelato chileno, pues en un grupo significativo de los textos leídos coexisten recursos compositivos orientados al deleite lingüístico del lector con otros que desempeñan funciones críticas o de denuncia que tienden a borrar parcialmente las fronteras del mundo empírico y de la ficción. Como la evidencia lo muestra en la producción chilena de MC en las últimas décadas, satirizar, denunciar, sensibilizar sobre o ante e, incluso, “hacer funas” pueden corresponder a propósitos discursivos instalados desde los dispositivos de ficción en ciertos contextos de circulación y consumo. Como se ha dicho en otra parte, goce y compromiso han vuelto a tomarse de la mano.
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Ponencia leída en el marco del II Encuentro Chileno de Minificción, Noviembre 5-7 noviembre del 2008.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…