La raíz de los sueños — Bautismo de Paul Bowles

Por Iván Quezada

¡Qué ilusión, los sueños no significan nada!… Lo leí en un cuento de Paul Bowles y fue decepcionante. ¿O será al revés: el mundo de los significados es una pequeña parte de la realidad? Más vale afrontar el riesgo.

Actividad Onírica

En pocas ocasiones, o quizás nunca, había recordado un sueño con tanta claridad como aquella vez en el departamento de mi hermana mayor. El sol llevaba horas en el cielo cuando abrí los ojos, sumido en una profunda tristeza, con espasmos de llanto que no me abandonaban. Me pregunté qué había ocurrido durante la noche y, para mi sorpresa, descubrí que no recordaba nada de mi vida anterior al sueño. Salvo mi nombre y el hecho de hallarme entre las colinas a comienzos de Quilpué (aunque de esto me cercioré mirando por la ventana). La pena se fue disipando poco a poco y finalmente la curiosidad se apoderó de mí. Pero no tuve que hacer memoria, ya que, tras el velo de la melancolía, se proyectaban en mi imaginación —como en una película— las imágenes y situaciones que había vivido en otro lugar, remotamente, como si yo fuese otra persona o el mundo fuera otro mundo.

El tiempo era lo más asombroso de todo. ¡Había vivido una vida entera y, para colmo, estaba nítida en mi retina! Me acordaba incluso de los movimientos de los ojos, de los cambios de edades, de la historia que me contaba al pasar de los días y los años, con la ingenua esperanza de completar un destino a medida que descifraba «la razón de las cosas». Aunque no era una obsesión, sino como el resultado de mis esfuerzos: quizás la moraleja a la que se aferra la mente para no perder el juicio… Como sea, todo empezaba conmigo adolescente, yendo de una habitación a otra o por la calle, sin saber en qué ocupar mis días, aunque, más importante que eso (lo cual me hacía distinto a mis contemporáneos), procurando un objetivo que me librase del vacío en que desembocaban todas mis fuerzas. Pero no lo conseguía. Estaba perdido como un perrito en una ciudad. Me atormentaba la posibilidad de jamás hallarlo y envejecer como un objeto inanimado. La ansiedad me tenía exhausto.

Y una tarde, durante una reunión de amigos, conocí a un viejo que hablaba sin afanes de sabiduría, ni pretendiendo la aprobación de los demás. Su espontaneidad era tan evidente, que resultaba imposible cuestionarla. La brillantez de sus frases le daba igual, sin embargo, su escepticismo no lo conducía a la amargura: por el contrario, transmitía un sentido del humor irónico y candoroso al mismo tiempo. Mi risa fue una sorpresa deliciosa, ¡yo que hasta ese momento era un poeta joven devoto de la tradición nerudiana, es decir, enlutado! Era para no creerlo y, desde luego, busqué su amistad. Era generosa con ella, aunque de una manera tan singular con cada persona, que nunca se producían disputas entre sus contertulios. Me puse a seguirlo de un convite a otro y él siempre me recibió con una sonrisa: no era un maestro, ni yo su discípulo. Si bien con sus frases no orquestaba un monólogo al estilo de los filósofos griegos (ocultando sus enseñanzas tras la amenidad), conseguía aclararme el espíritu portentosamente, deslizándose mi pensamiento como un cometa por el cielo.

Mi emoción fue descomunal. Había descubierto para lo que servía en la vida: para escucharlo, y estaba decidido a aprovechar el hallazgo hasta las últimas consecuencias.

Sin embargo, los hechos no fueron tan dramáticos como esa afirmación. Sin casi darme cuenta, me convertí en su secretario particular. Con el tiempo me mostró su escritura, la que venía publicando desde antes de conocernos. El número de sus libros aumentó al sumar nuevas experiencias en su vida, de las cuales yo fui testigo en un silente segundo plano.

Vinieron entonces los viajes. Íbamos de un paisaje a otro, de una ciudad a otra, como quien toma notas en una libreta. En todas partes conocíamos personas distintas al promedio, maravillándonos de sus peculiaridades, de sus chistes impredecibles, de su aguante para las noches de conversación e inventiva. Pero en ningún lugar nos deteníamos demasiado tiempo. Pasábamos los inviernos en una zona cálida del planeta, y en primavera nos dirigíamos hacia los polos. No tenía mucho tiempo para recordar, sin embargo, si me daban a elegir prefería evocar las temporadas en el campo, a la sombra de los porches y las parras, «intoxicado por las higueras» (como él decía). Mi trabajo consistía en organizar los asuntos prácticos: pasajes de autobuses, de aviones o de barcos, cuentas de hoteles, citas con amigos, correspondencia, edición de los textos… Me asombraba que yo mismo no tuviese afanes ególatras y me pusiese a escribir con la intención de superar al «viejo». Y no se debía a que lo reprimiese o fuera tímido: nunca se me pasaba por la mente, cada cosa que emprendía en el «mundo real» era más importante que cualquier testimonio o elucubración poética.

Y, no obstante, mi admiración por su literatura me impulsaba a acompañarlo en su travesía, que él llevaba adelante desde que yo era un chico y ni soñaba con seguir sus pasos. A mis ojos parecía que siempre fue un anciano. El viento, el polvo y el sol de muchas latitudes lo había encanecido tempranamente, agrietando asimismo su piel y tornando cenicienta su mirada. Pero era un hombre alegre en sociedad y auténtico, no intentaba ocultar la melancolía que lo embargaba en sus horas de soledad. Al escribir, esa tristeza era clave en la serenidad de sus reflexiones, cual, cual menos, agudas y extensas, largas parrafadas que finalmente se imponían por su cadencia antes que por su lógica. De piel blanca y quemada, rubicundo y con varios acentos al hablar, caminaba con calculada lentitud y jamás aceptaba que le preguntasen por su país de origen. Como era más alto que yo, cuando me veía desalentado me echaba un brazo sobre el hombro y me decía que ninguna amistad era perfecta. Me alentaba al amor con las muchachas que aparecían en el viaje, pero era discreto cuando yo terminaba con ellas y volvía a mi actitud filosófica de costumbre.

Por mi lado, me sentía en la fuente de la eterna juventud. Desde luego, mis manos se arrugaban con los años y mi rostro adquiría expresiones astutas y líneas escépticas, que gradualmente reemplazaban mi entusiasmo por la templanza. Me mantenía delgado, eso sí, y con energía para vencer los peligros con que acecha este mundo incognoscible. Conservaba el mismo peinado desde la adolescencia, corto y de cabellera muy oscura, permitiéndome apenas unos flecos sobre la frente. Vestía según el lugar en que estuviésemos, con predilección por la chilaba y la guayabera, el suéter grueso de cachemira o de lana chilota. Me costó casi una vida dejar el cigarrillo, pero recordaba con cariño a la marihuana. Si a otros les gustaba el vino o el azúcar, ¿por qué no a mí la hierba? Mi mentor era un buen ejemplo del sutil beneficio de este alucinógeno, que siempre lo ayudó a mantenerse calmado a pesar de los locos y los difamadores. Más de alguna vez tuve que defenderlo con los puños.

El dinero llegaba regularmente y, por eso, no tenía importancia. Las ediciones de sus libros no necesitaban de publicidad; cuando surgía uno de esos períodos en que era olvidado por el público, sus más acérrimos admiradores se encargaban de inventar mil excusas para producirle plata. Desde el hemisferio norte y desde el sur lo alentaban a que continuase con sus viajes y las consiguientes historias, las que mágicamente adquirían la musicalidad de la lengua a que fuesen traducidas. Cuando alguien me preguntaba si no quería tener una vida propia, me reía en su cara: ¡pero si esta es mi vida, estoy haciendo algo importante! Sin embargo, necesitaba con qué probarlo y se demoraba en aparecer la solución.

Hasta que vino mi oportunidad. Recorrimos Asia y África, seguimos una línea imaginaria por Latinoamérica, hasta anudarla con el Amazonas en Manaos. Éramos incansables, como bengalas, pero incluso la ausencia de rutina abruma y un día noté que permanecíamos más tiempo que lo normal en el Sahara, aceptando gozosamente el cambio.

Necesito aclarar que cuando recordé por primera vez el sueño, ninguna de estas claves era evidente. Sólo me veía en medio de un desierto de arena fina, entre figuras musulmanas y paganas, envuelto yo mismo en un sinnúmero de lienzos para aislarme del calor. No obstante, esporádicamente había otros occidentales rodeándonos, casi todos también escritores, quienes seguían la huella del maestro a donde fuese, aunque celebraban la elección del continente seco como su impulso más acertado. Ante el hecho de que, al detenernos, las visitas aumentaban, busqué una solución para recibirlos a todos y a escondidas compré una finca en medio de un oasis. Era demasiado pequeña para nuestras necesidades y fui agregándole nuevas alas al edificio principal, a lo largo de varios años. Finalmente adquirió la apariencia de una hacienda sudamericana, remedando con las palmeras, los olivares y los arbustos la selva de mis antepasados.

Luego se instaló una imagen precisa en mi mente: desde una loma, con el viejo observábamos la noble residencia y, en un arranque de orgullo, le dije:

—He aquí la obra de mi vida.

—Es cierto —contestó él—, una casa es siempre la última morada de un hombre.

Se sucedían las fiestas con la jovialidad a flor de piel. Me acuerdo de un festejo en el gran comedor, colmado de gente bullanguera y gritos de euforia como de tebeos. Todos eran estrafalarios, pero el ganador indiscutido en el concurso de los excéntricos fue William Seward Burroughs, con su rostro pétreo de humorista de la vieja guardia y su sombrerito con la cinta desgastada. Me causaba unas carcajadas incontrolables, que de pronto se confundieron con mi satisfacción general por la vida que había llevado, y supe que aquel era el momento más feliz de mi existencia. Pero también quizás el último en que reinase la alegría…

Me vi repentinamente dentro de un cuarto, solo. Estaba sentado ante un escritorio, con algunos papeles entre mis manos, pero consciente de que no trabajaría en ellos. La noticia, venida desde lo profundo de mí mismo, menoscababa mi ánimo: el viejo había muerto y yo no sabía qué hacer conmigo entre esas cuatro paredes grises. La pérdida era inconmensurable, aunque no conducía al vacío. Me permito ahora demasiadas licencias, torpes racionalizaciones que no dan con el fondo de mi pena en aquel momento; sin embargo, debo decir que era un dolor vital, probablemente la experiencia con más sentido que uno puede conseguir mientras está en este mundo.

No había ventanas por donde fugarme y mi única alternativa fue llorar. Lo hice con tal amargura, que, así como antes había experimentado la mayor de las dichas, en ese instante padecí la peor de las tristezas. Lloré sin contenerme, liberado de mi mente como un asesino sin escrúpulos o un santo que viaja de una época a otra; el pecho contraído por un sufrimiento más hondo que el amor, devuelto a la infancia de la manera más cruel imaginable. Y así desperté, trayéndome el llanto a mi otro yo.

 

LA VIDA REAL

 

¿Lo soñé o fue verdad? Rodaba el año 1994 o el siguiente. Me hallaba viviendo con amigos luego de terminar la universidad, en un departamento de la calle Ñuble, en el límite de Santiago por la avenida Vicuña Mackenna. Era un barrio industrial, de hecho, mi edificio estaba a dos cuadras del trabajo: el diario La Tercera. El periodismo no me obsesionaba, lo ejercía por obligación mientras aprendía a escribir historias. Antes de aquel diario había laborado en la revista Qué Pasa, en donde me enseñaron la técnica periodística por la vía de la repetición: semana tras semana hacíamos lo mismo y al final el oficio se nos imprimía en la yema de los dedos.

Cuando adolescente hice algunas tratativas, bastante rudimentarias, de componer cuentos y a poco andar me percaté de que no sabía hilar las escenas, los diálogos y el suspenso. Estaba demasiado acostumbrado a escribir poemas, en los cuales obviada esas dificultades con el dogmatismo propio de quien tampoco conoce las reglas de la métrica.

De modo que el periodismo me sirvió para descubrir los engranajes del relato. Me percaté con júbilo de que no perdía el ritmo, aún en casos extremos en que inventaba estructuras inusuales para la crónica. Sin embargo, los placeres de la experimentación formal tenían un límite: el contenido. Como ya me había pasado en otros medios de comunicación, cuando crucé el límite de un año a otro las misiones, los temas, los propósitos redundaron palabra por palabra, incluso había reporteros que utilizaban los mismos títulos para los escritores de moda, los clásicos de la hípica, las vacaciones de los famosos, etcétera. Mi desaliento fue alarmante cuando me convencí de que ya nada aprendería en los periódicos. Intentaba engañarme creyendo que todos los asuntos podían escribirse novedosamente, pero entonces las cortapisas ideológicas me amenazaban: la imaginación era el enemigo número uno de la «estabilidad política» y los buenos negocios.

Exactamente no me resignaba, pero no veía el camino para salir del círculo vicioso. Empezó a pasar el tiempo como una tuerca rodada, siguiendo los hábitos de farra de mis colegas, hasta que en el living encontré un ejemplar de la novela Déjala que caiga, de Paul Bowles. Pertenecía a uno de mis compañeros de departamento, quien tenía la gracia de ir contra la corriente en sus lecturas. El libro me produjo una impresión que todavía no entiendo. Su mensaje —cifrado— no parecía tener sentido ni moral, aunque su intensidad indicaba lo contrario. Se desprendía algo coherente de su violencia, como si las acciones de los personajes fueran una abstracción de otros acontecimientos que trascendían a las palabras. Más tarde supe que era su segunda novela (después de El cielo protector), asombrándome por los riesgos que tomó, como sin pedirle permiso a nadie.

Se produjo un cambio en mí. No me refiero a algo espectacular como convertirme en otra persona. Mi curiosidad se agudizó y tuve una nueva certeza, tan arbitraria como todas las anteriores; pero esta vez me dije que podría probarla. Lo nuevo aprendido con Bowles, sin embargo, no daba para completar una carilla. Se trataba de una intuición, desde luego, más veloz que el pensamiento. Era inútil intentar una teoría sobre el hallazgo, sólo contando historias podría acercarme o no a mi predicamento, y decidí intentarlo. Me tomaría años dar con el reverso de este afán; tuve que leer todos los libros de Bowles para desentrañar algunas míseras claves; pero asimismo el tiempo dejó de apremiarme y creí internarme en la árida y oblicua llanura del inconsciente. El cielo cobraba colores metálicos en sus dominios, y luego, como un prisionero, sus manos aparecían atadas por franjas de un granate intenso, como pintadas al óleo. El portero de la mansión, al final del paisaje, me dijo:

—¿Quién va?

—Un hombre.

—¿Cómo te llamas?

—Te lo diré si eres paciente.

—¿Cómo supiste la contraseña para entrar?

—No la sabía.

—Entonces debo salir a almorzar.

 

* * *

 burroughs ginsberg bowlesLos paisajes no son «lugares» en la literatura de Bowles. Más bien son árboles o personajes estáticos, como felinos satisfechos con la caza. Se lee en la piel de los barrancos, de las montañas pedregosas o de los valles salpicados de oasis (cuando se les cruza en una caravana de mercaderes en chucherías o esclavos), la indiferencia del mundo ante el ser humano. Simultáneamente, el cielo es un espejo que, al devolvernos nuestros rostros como caricaturas, nos protege de un destino aciago escrito en las estrellas. Los demonios existen en el silencio y la soledad, dos religiones unificadas cuando el devoto permanece quieto en el desierto africano.

Todos estos mitos, además de su belleza intrínseca, equivalen a un juego en que el escritor se solaza con el taimado exotismo que gusta tanto a los europeos cuando visitan a los árabes. Su valor poético, como en Las Mil y Una Noches, surge del humor y la ironía; al igual que en los cuentos del clásico oriental, las fábulas de Bowles inciden en el sexo, aunque yendo más allá de lo físico. El goce corporal no produce alegría ni una iluminación; diríamos que es un dato de la causa en la animalidad; pero no por eso le produce remordimiento o «culpa cristiana». Es un extraño erotismo el suyo, como una sombra inesperada surcando un sueño dichoso. El toque de diana de los sentidos, como en toda metáfora, apunta a otra realidad indescifrable con las palabras, aunque su atisbo suele dejarnos impávidos, sumidos en la frialdad cósmica.

Debo admitir la fascinación que me causaron Kit y Port, los protagonistas de El cielo protector. Y no solamente porque me recordaron las parejas en las novelas de Francis Scott Fitzgerald (como Dick y Nicole Diver en Tierna es la noche). La precariedad de la vida matrimonial, en Bowles, adquiere una tristeza hermanada con la muerte. «Las mujeres vienen a sufrir a este mundo», se hace eco de esta máxima. Aunque ellas también poseen una naturaleza privilegiada que, al contacto con los espíritus que deambulan por nuestro orbe, revela un conocimiento de las cosas inalcanzable para sus antagonistas. La muerte y el dolor físico no son fines en sí mismos, como ocurre en la mayoría de los hombres, sino estrategias que conducen los pasos femeninos dentro del relato mayor de la humanidad enfrentada al vacío. Son heroínas y anti heroínas al mismo tiempo. Constituyen la última señal de vida en la eternidad sin respuestas ni lenguaje.

Es cierto que no pocos lectores comparan a Paul Bowles con Albert Camus. Pienso que se asemejan en el estilo, por el lado del estoicismo que imprimen a sus frases. Ambos están bajo la misma influencia «medio oriental», pero el segundo con mayor propiedad por su origen argelino. Conmigo mismo, por leer primero a Camus, podría decir que éste fue una señal que me llevó directo a Bowles. Sin embargo, al norteamericano no le interesa especialmente el existencialismo, salvo como un vínculo de los personajes con su propia conciencia parasitaria, es decir, el velo de autoengaño que cubre la terrorífica pureza del inconsciente.

La auténtica libertad no se iguala a la bondad o a la maldad; supera esas categorías al retroceder a un estado primigenio, previo a la misma civilización que permite estas abstracciones sobre el alma humana. Hasta las piedras y los puñales, en la óptica de Bowles, contienen signos arqueológicos de un origen arcano que, como en la doctrina del eterno retorno, nos devuelve al punto de partida: cuando la magia era más importante que el poder, y la amistad no era un producto que se transase en el mercado.

«Es oro el silencio y plata la palabra». Este proverbio árabe —repudiado por Constantino Kavafis en su poema Palabra y Silencio— amplifica las intenciones bowlerianas. El irracionalismo de nuestro autor no es una renuncia a la cultura: sólo constata las degradadas relaciones entre las personas en el siglo XX, las que, naturalmente, se proyectan en la centuria actual. Recuerdo que Jorge Luis Borges declaraba orgulloso su adhesión al siglo XIX, aunque reconociendo que en él se había incubado el siguiente. Otro escritor pesimista, el rumano E. Cioran, se burlaba diciendo que Hitler y Mussolini serían niños de pecho al lado de los dictadores del futuro. Como un péndulo, Bowles va de uno a otro de estos extremos, asumiendo la paradoja de su posición (con una prosa ultra racional expresa su descreimiento), y a la vez afirma que en el porvenir la gente será analfabeta. Entonces la palabra se vuelve oro cuando impera el silencio de la barbarie, pero asimismo la supremacía de la palabra en la era tecnológica es una amenaza a la libertad individual y a la supervivencia de la especie.

Alguien podrá concluir que Bowles era un escritor reaccionario, a pesar de su juventud comunista. Pero no creo tal. Entre las parrafadas más brillantes que he leído en contra del colonialismo, están sus reflexiones del cuento El tiempo de la amistad, o de la maravillosa novela La casa de la araña. Siempre que tuvo oportunidad defendió a los nativos de África de los abusos de ingleses y franceses. Al mismo tiempo, desconfiaba del fundamentalismo islámico, por considerarlo otro síntoma de la demencia contemporánea: una simple herramienta de poder político, sin ningún asidero en las ricas tradiciones musulmanas. Pese a ser un «cristiano agnóstico» que consagró su existencia a convivir con sus opuestos, nunca dictó cátedra sobre el Islam, a lo sumo reconocía su diferencia radical con Occidente y alentaba a entenderlo así para mejorar las relaciones internacionales. Pero, como es obvio, nadie le hizo caso «al viejo escritor surrealista».

No cabe duda que su ciudad de adopción, Tánger, era el escenario perfecto para dejar la mente en blanco y escribir. Esta modalidad de escritura automática, la cultivó Bowles no como un método, sino como una condición natural heredada de su madre, según consigna en su autobiografía Without stopping. Incentivaba a su imaginación los cambios vertiginosos de la sociedad del Sahara, en la cual se vivieron dos siglos en menos de cincuenta años. De manera que los rastros del pasado estaban vivos, incluso —para su mayor deleite— halló ciudades perdidas en el desierto, que conservaban costumbres medievales, amén de la arquitectura y las técnicas para conseguir agua y alimentos. Le surgió una fuerte pasión por las lenguas locales y realizó largos viajes registrando la música y el habla de las distintas regiones. Así, el primitivo norte de África se convirtió en el otro lado de su espejo, si consideramos que él vino al mundo en la muy cosmopolita Nueva York.

Intencionadamente (aunque sin admitirlo ante mí mismo), no había querido hablar de la música hasta este punto. Por las vías habituales, aquí en Chile, es imposible hallar las grabaciones de sus numerosas partituras. Por lo mismo, poca gente sabe de su calidad de músico profesional y, por consiguiente, de artista múltiple. A través de Internet encontré algunas pistas de su trabajo, comprobando que la música española y la mexicana fueron una influencia poderosísima en su labor. Son piezas graciosas, ocurrentes, notablemente más despreocupadas que su prosa. Lo cual me asombró, porque en una entrevista él dijo que la literatura —en cierto modo— lo salvó de la música, que lo estaba volviendo loco. Aún me falta mucho por descubrirle en esta faceta, a la que se suman sus registros de poemas o cuentos, declamados con un inglés exquisito y que a menudo se entrelaza con el español. Sólo diré que la cadencia de sus notas musicales también narra una historia.

La muerte de Bowles, a los 89 años en 1999, fue una sorpresa para mí. Creí que alcanzaría a ver el nuevo siglo, pero supongo que ya lo había entrevisto y con desagrado. Su buena salud le permitió morir durante un sueño (del que, lastimosamente, jamás tendremos noticias) y arreglar la cremación de sus restos. Por mucho tiempo me sentí decepcionado, porque le escribí un mail contándole mi historia con el escritor onírico y nunca recibí respuesta (al despertar, tras unos segundos, tuve la certidumbre de que el «viejo» era él). Sin embargo, ahora creo que sí entendió mis frases y decidió, sabiamente, que la mejor contestación era el silencio.