Por Diego Muñoz Valenzuela
Mi pueblo natal ha sido arrasado por un terrible terremoto y después por un maremoto espantoso. Apenas he podido ver unas pocas imágenes de esta tragedia. Acá va -como testimonio del enorme afecto por mi tierra y la pena que me embarga- lo que escribí para la serie NOSOTROS LOS CHILENOS, publicada por LOM Ediciones.
Nueva Bilbao de Gardoqui
Cual si unas gigantescas manos hubieran descendido del cielo para moldear la confluencia de océano, cordillera, bosques, río, dunas y tierras fértiles, Constitución se plasma en un extraño capricho de la naturaleza, buen escenario para historias y esplendores pasados. El ancho Maule, primer río navegable de norte a sur del país, forma parte indisoluble de la historia de Constitución, ciudad construida junto a su desembocadura, fundada en 1794 por Ambrosio O´Higgins bajo la denominación de Nueva Bilbao de Gardoqui. Se requería con urgencia un lugar donde embarcar trigo, porotos, lentejas, los famosos vinos maulinos y otras riquezas agrícolas producidas en las haciendas de la zona. Así esta pequeña ciudad se convirtió en puerto. Con el tiempo adquirió incluso el ampuloso título de Puerto Mayor, no por la profusión y magnitud de sus instalaciones, sino que en virtud del considerable comercio que floreció por espacio de muchas décadas. Este fue el caldo de cultivo para una estirpe de soñadores regionalistas, vehementes, cazurros, grandes exponentes de la sabiduría huasa, astutos y maliciosos como el culpeo, nominados con el orgulloso gentilicio de “mauchos”.
Una y otra vez, los mauchos han hecho caso omiso de amenazas y catástrofes de diverso signo, confabuladas para aniquilar la existencia de la ciudad. Le han doblado la mano al destino con esfuerzo y pertinacia extremas, ¿chauvinismo acendrado?, ¿locura? Inundaciones, tsunamis, terremotos, embancamientos y crisis económicas no impidieron que Constitución siga allí para testimoniar la enorme potencialidad del ser humano y sus obsesiones.
En las orillas del río, producto de la necesidad, del ingenio y del comercio floreciente, nacieron los astilleros, madres de las lanchas y los famosos “faluchos”, embarcaciones fabricadas con roble pellín de la zona, otrora dominante en el paisaje. El roble pellín, desplazado ahora por los pinos y eucaliptos que alimentan el apetito inagotable de la planta de celulosa instalada a fines de los sesenta. Dada la carencia de caminos, las lanchas maulinas constituían la mejor vía para comunicar la vecina e importante ciudad de Talca, las haciendas de la zona y el puerto de Constitución.
En el siglo XIX, Constitución era el mayor puerto entre Talcahuano y Valparaíso; de allí su estratégica importancia para la agricultura, y luego para la naciente minería. Los faluchos recorrían no sólo los puertos de Chile, sino que toda la orilla americana del Océano Pacífico, llegando incluso hasta la Bahía de California, al mítico San Francisco, donde desembarcaron miles de febriles chilenos tras la quimera del oro. A mediados del siglo XX, en el Mercado de Constitución era posible adquirir pinturas ingenuas que reproducían la geografía intrincada del puerto californiano, su vida bulliciosa, llena de luces; eran dibujos nacidos de las manos de navegantes mauchos que recorrieron la costa del Pacífico de cabo a rabo. Florecieron los astilleros, arrastrados por el comercio creciente y la consecuente demanda de nuevas naves. Se cree que los artesanos autóctonos adaptaron un modelo de embarcación normanda, adecuándolo a los materiales disponibles y a las características del río, sin preocuparse de finezas. Los faluchos son naves gruesas, rústicas y resistentes, dotadas de mástiles gruesos y bajos, exentas de comodidades para sus tripulantes.
Bordeando el litoral
El litoral ubicado al sur del estuario es abundante en formaciones rocosas de extrañas y atractivas geometrías, entre las cuales destaca la Piedra de la Iglesia, enorme monumento natural, mudo testigo de las aventuras de comerciantes, marinos, filibusteros y pescadores temerarios. Azotados por la fuerza inclemente del océano, que jamás toma descanso en esa latitud, así como por vientos inmisericordes que trasminan los huesos, los roqueríos han adoptado curiosas formas con el paso de los milenios. La naturaleza se erige allí en escultor caprichoso, venal, propenso a la creación de arcos, grutas y cavernas de dimensiones colosales y propósitos inextricables. Asimismo, la constante furia marina muele silenciosamente las moles pétreas sumergidas, convirtiéndolas en finísima arena negra, propia de las playas de Constitución. No es raro presenciar el escape de ingenuos bañistas, envueltos en sus toallas para atenuar el azote de las feroces ventoleras que levantan tormentas de arena negra para azotar la piel de los desprevenidos.
La Piedra de la Iglesia, símbolo indiscutible de Constitución, exhibe en su alta cima una pequeña cruz, instalada allí por un imprudente que debió rivalizar en destrezas con las aves marinas que pululan sobre su irregular superficie, profusa en guano blanco. Una gruta ojival al medio de su base le otorga la apariencia de templo. La cara sur de la Piedra ofrece la posibilidad de equilibrarse a través de senderos excavados en la roca y precarios puentes que se van empinando cada vez más alto, hasta ir a perderse en la abertura en penumbras. La travesía de la escarpada roca siempre se me antojó infranqueable. Cada vez que intenté internarme en la gruta fracasé, contenido por el vértigo o el siniestro retumbar de las olas, que va incrementándose a medida que el escalador se aproxima a la entrada mediante acrobacias. Quienes ingresaron alguna vez a su nave, aseveran haber oído voces de mando de corsarios perdidos en el confín del tiempo, y carcajadas de brujas maléficas, ansiosas de engullir almas con un soplido.
Por doquiera sobrevuelan miríadas de gaviotas, prestas a abalanzarse sobre sus presas ocultas bajo el oleaje. Entre la muchedumbre de aves marinas propensas a la algarabía, resalta la silueta de los alcatraces, tranquilas aeronaves que se dejan arrastrar por las corrientes de aire con destreza de pilotos expertos, guardianes severos de las alturas, gendarmes del océano, inmunes a su cólera. Los tímidos gaviotines de caminar rápido y ridículo, payasos de la costa, van dejando sus huellas sobre la arena húmeda para que el agua borre su rastro de inmediato. Un observador paciente descubrirá una familia de toninas retozando, regalando sus saltos de artistas circenses, o a una banda de ahítos lobos de mar, entregados al ocio y la vagancia. El aire es límpido, rebelde, impregnado de materias marinas: aroma de océano, sal, cochayuyo, yodo y briznas de espuma. Las olas depositan caracoles azulados, conchuela, piedras negras pulimentadas, fragmentos de cuarzo, trozos de medusas, y de cuando en vez, una tentadora macha, fresca y apetitosa.
Ermitaños, cavernas y tesoros
Deambulando hacia el sur por el litoral, camino al puerto de Maguillines, última tentativa frustrada de resucitar la actividad portuaria de Constitución en la década de los 70, después de cruzar el Arco de los Enamorados y disfrutar el caprichoso paisaje de roqueríos, de atravesar corriendo un túnel que comunica dos playas aisladas por una mole granítica, el aventurero perseverante arribará al entorno de la Cueva del Ermitaño. Es una gruta disimulada, casi inaccesible, ubicada a más de veinte metros por sobre el nivel del mar. Habrá sido excavada por el océano millones de años atrás, en una época remota. Ascender hasta su entrada imponente constituye hazaña no despreciable, por lo escarpado y resbaloso del sendero que conduce a ella. Muchos exploradores renuncian a la tarea después de una caída. Aquel persistente investigador que alcance la meta, sentirá latir su corazón por la emoción de hallarse en el refugio secreto de un ermitaño –genio trastornado para algunos, simple deschavetado para otros- que custodió los tesoros que un corsario famoso ocultó en un foso insondable.
Hasta allí llegué, muchos años atrás, trémulo, sudoroso, rasmillado y provisto de una exigua linterna. Me interné por los senderos de la gruta, sorteando las estalactitas, hasta penetrar en un túnel estrecho y horriblemente oscuro; tan negro que parecía devorar al instante el haz de luz de mi pequeña linterna. Arrastrándome la mayor parte del camino, deslizándome sobre rocas puntiagudas, alcancé el inicio de una bóveda mayor, cuya oscuridad era infinita. Había un gran silencio. Experimenté un horror sin límite. La mano descarnada del ermitaño se posaría en mi hombro en cualquier instante. Dejé de respirar. De pronto escuché el fragor del océano que había quedado allá afuera, lejos. ¿Cómo podía escuchar de nuevo el oleaje? Comprendí que el sonido llegaba a través de grietas excavadas en la roca: existía un abismo invisible justo al frente de mis ojos, una sima que no podía ver. Lancé un guijarro hacia la oscuridad. Por varios segundos no se oyó nada más que el mar. Al fin, tras una espera eterna, llegó el eco de la piedra entrando al agua. Tal vez allí, justo ante mis narices, descansaban los cofres repletos de doblones, custodiados por los esqueletos de los piratas. El terror me dominó y escapé hacia la salida. Así culminó la búsqueda del tesoro.
Añoranzas y sueños
A fines del siglo XIX comenzó la decadencia del puerto. Fue despojado de su categoría de puerto mayor. La desembocadura del río se había ido embancando con arena y atravesar la barra se convirtió en una tarea pródiga en peligros para cualquier embarcación. Si bien el Maule se dejaba navegar (y todavía lo permite), la salida al mar se hizo progresivamente compleja, asunto de peritos. Las últimas grandes compañías navieras suspendieron sus servicios hacia Constitución en 1910. Constitución se aislaba y los productos del esplendor agrícola iban quedando atrapados, sin salida, asfixiando lentamente la vida económica de la región. La desesperación cundía y las propuestas de solución se sucedían, vertiginosas y alocadas. La añoranza del esplendor pasado incubó sueños demenciales y así fue que muchos mauchos prominentes se entregaron a la causa de habilitar un nuevo puerto. Finalmente, avanzada la década de 1920, se emprendió un macroproyecto de puerto marino, muy próximo al estuario. Comenzaron las faenas y también se inició el progresivo embancamiento que alejó el mar de la orilla y dejó a los gigantescos molos varados en la costa, convertidos en ballenas muertas. Los trabajos fueron abandonados y el sueño de transformar a Constitución en una activa urbe cosmopolita se extinguió. Los bancos de arena impedían el paso de los barcos nacidos de los astilleros. Así se extinguió la industria de los faluchos maulinos.
El vacío generado por el fracaso del puerto se llenó en parte con la esperanza de desarrollar el turismo. Desde comienzos del siglo XIX los talquinos habían sido seducidos por la extraordinaria belleza del paisaje, y escogieron a Constitución como su sitio de veraneo. Los fines de semana, el tren de trocha angosta llegaba cargado de veraneantes talquinos, un trayecto cautivante que culminaba con el cruce en altura por sobre el río Maule. En la actualidad, éste es el único ramal de ferrocarriles que se mantiene en actividad, llevando y trayendo veraneantes y campesinos a través de estaciones rurales. Es un verdadero viaje en el tiempo. El traqueteo del tren es complementado por el voceo de los vendedores ambulantes de tortillas con chicharrones, pan de huevo y uva rosada, y las risas y conversaciones de los pasajeros que engullen huevos duros, pollos cocidos y toda clase de manjares que portan en canastos de mimbre, arrebozados entre blancos trozos de sacos de harina.
Pocos recodos de nuestro país evidencian una confabulación geográfica tan flagrante como Constitución. La extravagancia del paisaje se infiltró hacia la mente de los mauchos, contaminándola con delirios de grandeza. Quizás la naturaleza se ensañó con estos sueños, saboteándolos a conciencia. Tal vez la planta de celulosa instalada a fines de los sesenta trajo la prosperidad anhelada, pero bajo la superficie de la modernidad descansan los auténticos atractivos: las casas de adobe con múltiples patios, los techos de tejas, las veredas encumbradas, la caprichosa combinación de escenarios, el litoral agreste y prehistórico, el ritmo cansino de la actividad agrícola, las carretas de bueyes y las trillas a yegua, el misterioso abrazo de mar y río que sigue alentando los sueños de los mauchos. Sueños de campos pletóricos de riquezas que se distribuyen por el mundo en faluchos que atraviesan la barra cargados de vinos excepcionales, cereales dorados y legumbres exquisitas para desterrar definitivamente la sed y el hambre de la humanidad.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…