Crónicas sobre el terremoto

Mega Terremoto

Por Rolando Rojo R.

Fue como si al país y, en consecuencia, a cada uno de nosotros, nos hubiesen dado un mazazo a mansalva, en plena oscuridad y en medio de la noche. Y aún andamos atontados, “groguis”, como boxeadores noqueados, ahuevonados.

Sin saber bien qué ocurre, sin lograr reestablecer la rutina diaria, o bien, reestableciéndola a medias. Llamando a familiares distantes, a amigos, a conocidos, viendo por la televisión, una  y otra vez, las escenas de la tragedia; escuchando una y otra vez a los improvisados comentaristas dando consejos, sugerencias.  Periodistas sin título, preguntando a los damnificados “¿cómo se siente?” ¿”qué pensó en el momento del terremoto?” Soportando, una y mil veces, las máximas filosóficas de la tragedia: “Lo material se recupera, la vida no.”  “Este es un país que sabe levantarse de la adversidad”. “El corazón del chileno es grande y generoso”. Y desfilan ante nuestros ojos pueblos convertidos en astillas, balnearios transformados en barracas, carreteras sinuosas como cintas de gelatinas, edificios derretidos con moradores aprisionados entre bloques de cemento.

Y, de golpe, nos damos cuenta que hemos retrocedido, emocionalmente, a edades prehistóricas. Que el miedo y el terror son sensaciones permanentes. Que la vulnerabilidad la sentimos en la piel y en cada latido del corazón. Que, como nuestros ancestros, quisiéramos buscar refugio en cavernas, en medio de la selva, en algún sitio que nos resguarde de una lluvia de estrellas. Que afloran conductas atávicas: nos convertimos en hordas que, como plagas de langostas, arrasan lo que encuentran a su paso. “Hordas que bajan de los cerros y vienen a asaltarnos” –Escuchamos testimonios que nos retrotraen al pasado, a la época de las diligencias, de los western, de los satanizados apaches.  Otros adoptan el papel de guardianes, de “sheriff, de vengadores. Y junto a una fogata, vemos al pacífico cajero de Banco, al inofensivo empleado público, al miope profesor básico portando un palo en las manos, un antiguo sable familiar, la vieja escopeta del abuelo, con el rostro amenazante, a lo John Wayne, Charles Bronson o Gary Cooper, entrando a la taberna del pueblo a enfrentarse con los forajidos. Conductas nacidas en torno a la tragedia. Aunque sabemos que, a esta altura del partido, hemos perdido primitivas sensibilidades, ancestrales instintos (los elefantes, los monos y los lobos del zoológico, percibieron el fenómeno horas antes de que se produjera) y, de ninguna manera podremos disfrazar nuestra vulnerabilidad. Otras conductas son más recientes y permanentes: la ambición, la especulación, el fraude, más dañinos que la peor de las hordas: construir  “trampas humanas”  de veinte o treinta pisos.

En algún momento de reflexión nos preguntaremos si este planeta es realmente el habitat natural del hombre postmoderno. Del hombre que viaja al espacio, que pisó la luna, que tiene el cielo cubierto de satélites artificiales, que con un aparato que cabe en su mano puede tener al mundo en el bolsillo, comunicarse a distancias planetarias, ver, en el living de su casa, espectáculos que se desarrollan a miles de kilómetros, sentir el sonido y la imagen de quien le habla desde otro continente. Un hombre que está diseñado para apretar botones, manipular teclas, presionar tableros que le acortan las distancias, le multiplican la fuerza, le alivian las tareas domésticas, lo iluminan. Un hombre que mediante números eleva la productividad o enfrenta crisis mundiales. Un hombre que vence enfermedades mortales, que diseña en el quirófano cuerpos humanos, que puede  reemplazar hígados, corazones, intestinos dañados. Un hombre que condensa la cultura pasada, presente y futura en un disco duro, en la pantalla de un computador. Un hombre que vive a cincuenta o más metros de la tierra, porque desde allí se siente poderoso, por encima de los simples mortales, y aprieta un botón para tener aire fresco en el verano, y aprieta otro para tener calor en el invierno, y otro para…, y para…, y para… Un hombre, en fin, que durante quince o veinte días de los meses estivales, se saca el terno y la corbata, se pone un traje de explorador y sale con su prole a mirar, admirar y fotografiar el mar, los ríos, los árboles, los cerros, las montañas. Hasta que esos mismos mares, ríos y cerros que, en alguna época diezmaron a los dinosaurios, a los mastodontes, a los mamut, animales fuertes como las montañas, le dan un sacudón a él y sus cañas de pescar, a él y sus yatecitos de lujo, a él y sus equipos de alta montaña, a él y sus chalecitos a la orilla del mar, a él y sus departamentos en las nubes, y lo dejan tembloroso, asustado, vulnerable, sin explicarse bien qué diablo ocurre, sin retomar la rutina diaria, diciendo y diciéndose la consigna: “Todo lo material es recuperable, salvo la vida” .

Es curioso que, en momentos de terror, nadie se interese por lo que dice la ciencia. Nadie quiero oír hablar a sismólogos, ni sobre la “Placa de Nazca, la Placa Continental”. Prefieren la voz  de profetas faranduleros, de los ídolos televisivos, de quienes son maestros en manipular sentimientos, de unir la desgracia con la chacota. Y millares de rostros llorosos romperán chanchitos de greda para entregar las monedas de la solidaridad, y el “gurú” de las comunicaciones, grite a voz en cuello: ¡Este es Chile! ¡Esta es la solidaridad de un pueblo que se levanta desde las cenizas! ¡Todo lo material es reemplazable, menos la vida!

Lo trágico, lo realmente lamentable, lo que no logrará restituirse con la mentada “solidaridad del chileno” son las muertes de hombres, mujeres, niños que no alcanzaron a despertar, porque nadie les dio la voz de alerta en aquella terrible noche del 27 de febrero.

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Develando la actualidad

Por Julián Avaria Eyzaguirre

Megaterremoto en el Archipiélago de Samoa; terremoto en Haití; terremoto en Japón; megaterremoto en Chile; terremoto en Taiwán; terremoto en Chile; terremoto en Turquía…

La Tierra está temblando. ¡Qué duda cabe! Sin embargo, hay cientos de dudas, especulaciones y genuflexiones al respecto.

¿Por qué nadie nos explica la influencia del sol en estos cataclismos?

Desde los últimos cincuenta años la actividad solar ha ido en aumento exponencial. Han sucedido numerosas explosiones solares y sus consecuentes llamaradas nunca antes registradas. La NASA ha invertido todos sus recursos actuales en monitorear al sol. Usted mismo puede acceder a un enlace de dicha oficina aeroespacial para observar al sol en tiempo real.

Así como el sol da vida, también la quita.

¿A qué se debe este incremento en la actividad del dios Ra, Inti, Kinich Ahau, Antu, Helio?

Nada en el universo es por azar. Ningún cuerpo celeste se mueve a la deriva. Todo está sujeto bajo el gobierno de ciclos. Existen ciclos básicos tales como el día y la noche; las cuatro estaciones; las veintiocho lunas en un año; etc. Empero, existen otros ciclos a escala extra humana que nuestro intelecto homínido difícilmente puede aprehender, como por ejemplo, la órbita del sol y sus planetas alrededor de Alcione, que es una estrella solar gigante situada en Las Pléyades, en la constelación de Tauro.  O bien, órbitas de cuerpos celestes que tardan eones en dar una vuelta completa.

¿Por qué nadie nos dice que está por acabar un mega ciclo donde nuestro sol y nuestro planeta son los protagonistas, o mejor dicho, donde la Tierra es protagonista y el sol se lleva el antagonismo?

Existe cierta fecha, cierto ciclo que está despierto en el inconsciente colectivo. Muchísimo más real que el año mil o el dos mil recientemente pasado. No es necesario mencionar esa fecha, ya que todos la conocen, más bien re-conocen.

Aquella data no responde a especulaciones esotéricas, sino a eventos astronómicos cuyo gobierno está lejos de nuestro alcance. Alcance material, emocional y mental. Pero muy cerca de nuestro alcance espiritual.

Aquel día ocurrirá una alineación cuyo ciclo responde a una escala de tiempo lejos de nuestra comprensión. Un ciclo de miles de años que termina con el sol eclipsándonos el corazón de la galaxia. Es decir, ocurre una alineación entre el centro de la Vía Láctea, nuestro sol y la Tierra.

En la medida que el sol se va acercando a aquella alineación, aumenta en su actividad, como se dijo, exponencialmente.

Nadie quiere saber, ni nadie quiere decir los estragos y el salto evolutivo que esto implica.

En fin, parafraseando a nuestro Giaconi, esto es sólo literatura, es decir, litera dura, letra dura.

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Mar-oleaje-brisa

Por Ángela Barrera

Cómo olvidar

mi remanso de antaño,

ese que no olvidan los años,

el mar, oleaje, la brisa,

aquietadores de mi prisa,

estimuladores de la pluma,

esa que se recluye en la bruma

y complace con los rayos de sol.

Cómo olvidar

mis pasos sobre esa arenilla,

allí me sentía chiquilla,

corriendo a los roqueríos,

carente de miedos y frío,

estrechando esa libertad

que estrujaba sin piedad

y coronaba mi compañera.

Cómo olvidar

ese paisaje costero,

similar a muchos senderos,

enclavado en el corazón.

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Imagen del Hombre que Tiembla

 Por Javier Edwards

Se mueve, la Tierra. Busca, impredecible, apoderarse del tiempo y desarmar seguridades. Se queja, la Tierra. Y de un momento a otro deja de ser hogar, terruño, espacio de acogida. Se sacude, la Tierra, como queriendo expulsarnos de su superficie, borrar nuestras casas, olvidar los objetos que lanzamos contra su cara. Se triza, la Tierra. Y con ella se trizan los límites que crea artificialmente el Hombre. Los pobres, los ricos sacudidos de igual modo, corriendo como hormigas asustadas. Dice, la Tierra. No son lo que creen, son menos de lo que piensan y el Hombre tiembla. Se aprende y enseña, la Tierra. En ese espacio quebrado, roto, con la máscara en el suelo, hecha pedazos, el país del hombre se mira a sí mismo, de nuevo, con los ojos sorprendidos, asustados. Nos muestra, la Tierra. Que no todo lo que brilla es oro, que el Rey Midas no existe, que estamos siempre a una distancia sideral de donde quisiéramos estar, que la vida y la muerte no reconocen diferencias y llega y golpea sin preguntar. Recuerda, la Tierra. Todo lo que le hemos hecho: la explotación de sus recursos, la contaminación de su atmósfera, de sus aguas. No perdona, la Tierra. Tener que alojar los cuerpos de los hombres abusados por otros hombres, los desaparecidos, los asesinados. No olvida, la Tierra. Porque su memoria no es frágil como la memoria humana y en el país largo, angosto, montañoso, telúrico y arbitrario, nos dice, la Tierra, que hay cosas que tienen un precio que no se paga en dinero y que nadie vuelve al lugar del que fue desalojado sin tener que compensar, de algún modo, el dolor causado. Es sabia, la Tierra. Reconoce a los buenos y a los malos, a los honestos y los falsos. Y pide, la Tierra. Que el Hombre muestre su esfuerzo, que agache el moño, que no venga con cuentos chinos, que cumpla su promesa de trabajo.

En: Javier Edwards-Facebook .

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El gran terremoto (Los 25 años de espera)

Por Karin  Gómez Artigas

 En 1985 tenía 10 años. Fue un domingo en la tarde cuando se desató el terremoto. Yo jugaba a que era una alcaldesa que estaba a punto de cortar una cinta para inaugurar una plaza.

La corté y empezó un remezón suave que se transformó en algo brutal. Por suerte estaba toda la familia reunida. Mi familia en ese tiempo era: mis abuelos, mis padres, mi tía y su esposo, mi primo pequeño, mi tía menor y mi bisabuela.

Mi primo volaba entre los brazos de los adultos, las mujeres de mi familia gritaban histéricas y yo miraba, muda, como el poste del alumbrado se balanceaba como endemoniado. El cielo se oscureció y había un ruido subterráneo terrible.

Juro que no sentí miedo, no sé por qué razón. Luego vino el silencio, que no fue aterrador, porque había luz y podíamos ver de cierta manera los efectos. Sin embargo, con el pasar de las horas y las noticias de alguna que otra radio de pilas oímos la devastación en toda su magnitud: 7,7 grados no es poco.

Hoy tengo 34 años y la costumbre de no levantarme por los temblores. Despierto y evalúo si hay necesidad de huir. A pesar del terremoto, no quedé traumada y no les tengo miedo.

Pero siempre que tiembla viene a mí el terremoto del 85, que empezó suave y luego largó los azotes brutales.

Como el del sábado. Eran las 3:34 a.m. Desperté, el movimiento era suave, pero seguía, alcancé a maldecir mi brillante idea de dejar a mi hijo mayor, Joaquín, de 11 años, quedarse a dormir en la casa de un amigo.

«Por favor, que no sea el gran terremoto» -me dije- y al rato empezó más fuerte. Supe que no era cualquier cosa y no recuerdo bien, pero sólo atiné a sacar a mi bebé, Agustín, de un año, que dormía en su cuna.

No me importó no estar vestida. Con mi marido nos pusimos en la puerta a tratar de sostenernos en pie y a mirar y sentir como se caía todo dentro de la casa. Mirábamos cómo el cielo se llenaba de destellos azules.

Mis vecinas gritaban descontroladas, el ruido ensordecedor subterráneo y de las casas al crujir hacía todo más tétrico. Un vecino, desesperado ante lo interminable de la tragedia, gritaba: «¡Dios mío, Dios mío para esta weá (güevonada)!».

Pensé que la casa no resistía, que iba a explotar de tanta furia y movimientos ondulantes. Entonces, me entregué sin miedo a que pasara lo que pasara porque era obvio que la casa estaba derrumbada detrás de mí y no me daba cuenta.

Luego vinieron  el silencio y la oscuridad, pero no absoluta, porque la Luna nos amparó brillando a lo lejos. Sólo pensaba en mi hijo que no estaba conmigo, quise llamar, pero estaban las líneas colapsadas.

Me dolía el pecho de no poder estar con él y pasados unos minutos me entró la histeria de no saber de él y de querer ir a buscarlo. Mi esposo me dijo que era peor salir, porque no había luz y lo más probable era que chocáramos con lo desquiciada que andaba la gente.

Y se quedó el dolor en el pecho, que se fue a la espalda y no se movió más de ahí. Supe de mi familia y con mucha suerte, todos estaban bien, a pesar de que me preocupaba una tía que estaba en la zona de la costa, pero nos enteramos que fue evacuada hacia los cerros por el peligro de tsunami.

Como en mi barrio no se veía destrucción, uno cree que no fue tanto, pero los vecinos comenzaron a encender las radios de los autos y oímos que había sido de 8.8 en la escala de Richter y que había mucha destrucción en la zona del Maule y el Bío Bío.

Con las horas, cuando llegó la electricidad, comencé a ver las imágenes por la prensa y me di cuenta de que este había sido el gran terremoto que esperábamos y que se había ensañado con la gente del sur.

Peor, los tsunamis en medio de la oscuridad arrasaron con los pueblos de la costa. Personas que celebraban el fin del verano, turistas que acampaban en las playas y en pequeñas islas en la zona de Constitución, fueron tragados por el mar.

El mar se llevó plazas, villas y restaurantes, que quedaron flotando en el mar y sólo alguna gente atinó a sobreponerse al aturdimiento del terremoto y huir a los cerros.

Edificios nuevos se cayeron de lado, otros se partieron y dejaron a la gente atrapada que clamaba por ser rescatados.

¿No será demasiado??? Pero sólo tenemos que recordar que el terremoto del año 60, en Valdivia, fue grado 10 y el tsunami fue más violento que el que asoló esta vez la costa chilena, de modo que a pesar de toda esta calamidad éramos afortunados.

24 años después

Hoy, vivo con mi esposo y mis dos hijos. Mis padres, en su casa, con mis 3 hermanos que en esa época no existían. Mi abuela y mi bisabuela descansan bajo tierra, mi abuelo formó una nueva familia. Mi tía tuvo más hijos, se separó del esposo de aquella época y tuvo dos hijos más de su nueva pareja, y vive aún en la casa en la cuál pasamos el terremoto del 85.

Mi otra tía tiene dos hijos y sólo uno de ellos vive con ella. Fue una odisea saber de todos, porque las comunicaciones estaban imposibles, y llegó el momento de ir a buscar a mi hijo y enterarme que pasó bien esta calamidad.

Me sentí orgullosa de que lo hemos educado sabiendo que debe estar tranquilo y que es algo natural que nos va a pasar siempre. Él me dijo que para él fue mejor estar allá porque se sintió seguro. Que si hubiera estado en nuestra casa a lo mejor no nos hubiésemos movido de la cama y se nos hubiese caído encima.

Me río de su ocurrencia, pero a veces me dan ganas de llorar, al escuchar cada historia de este terremoto. Uno de los lugares de veraneo nuestro, Playa de Matanzas (Sexta Región), donde estaba mi tía, hoy se encuentra bajo el agua.

La costa sur de Chile y la isla Juan Fernández fueron azotadas por tsunamis, que aparte de lo ya maltrechas que estaban las construcciones, después el mar los castigó por segunda vez.

Está la destrucción por todas partes y la gente no tiene agua, ropa ni alimento. Además, necesitan sacar a sus muertos de entre los escombros y el barro. La gente entra en desesperación y saquea supermercados, aunque también otros roban televisores y refrigeradores. Los militares tuvieron que tomarse esa zona y decretar toque de queda.

Hace poco miraba las imágenes de Haití y pensaba por qué con un sismo de tan baja intensidad para que lo hemos vivido en Chile había tanta destrucción. Argumentaba que por ser tan pobres les faltaba el agua y la comida y lo veía lejano, a pesar de que vivimos en una zona sísmica. Y ahora esto pasa acá, en mi Chile.

Luego me doy cuenta que para la magnitud de lo que fue este megaterremoto, uno de los 5 más grandes de la historia mundial, la sacamos barata. Pensamos que Santiago lo resistió bien, sin embargo se está viendo que las casas quedaron destruidas por dentro, no sólo los muebles, también los muros y que si bien no se cayeron de inmediato, están por caer.

Mi casa tiene 60 años, por ende ya ha resistido sus 4 terremotos y no tiene ni siquiera una grieta y yo la ingrata me he querido ir de aquí y dejarla.

El domingo -porque la vida sigue- fuimos al matrimonio de una amiga, que en realidad era el mismo día del terremoto, pero se tuvo que suspender por razones obvias.

Fuimos con los niños y pese a las réplicas del día, nos sentíamos más seguros porque estábamos juntos. Los novios agradecieron a los asistentes, muy emocionados, por haber tenido el valor de asistir a su fiesta, que fue una odisea realizarla, y por llegar hasta el sitio, en el sector de Maipo, donde hay rocas que caen al camino con las nuevas réplicas.

Pero al estar ahí me di cuenta de que el chileno se seca las lágrimas y vuelve a levantar sus casas. La Isabel Allende dice que siempre al preguntarle al chileno ¿cómo estás? responde, más o menos o sin novedad. Y es que es así, de un desastre pasamos al otro, de un golpe de Estado pasamos al terremoto y del terremoto al tsunami y de ahí sin escalas a la inundación escandalosa.

Dicen por ahí que los chilenos somos nacionalistas y yo creo que ese nacionalismo debe tener su origen en estas catástrofes, porque amamos y respetamos esta tierra. La amamos y seguimos aquí sabiendo que cada cierto tiempo esto tiene que ocurrir.

Rescato una foto de los últimos días, un hombre en medio de la destrucción total y el barro del tsunami, sostiene una bandera chilena rota y embarrada. Su cara es muy especial, mezcla de tristeza, dignidad y coraje. Me quedo con eso, así estamos, con todos esos sentimientos revueltos y decididos a empezar otra vez.

En: El Tiempo .