Por Alberto Manguel
Narrativa. Ambrose Bierce no amaba a la humanidad. «Especie animal tan sumida en la ensimismada contemplación de lo que piensa que es, que a menudo se olvida plantearse lo que evidentemente debiera ser», reza la definición de «hombre» en su notorio Diccionario del Diablo.
Y continúa: «Su principal ocupación es el exterminio de otros animales y de su propia especie, la cual, sin embargo, se sigue procreando con tal rapidez como para poblar y destruir todas las zonas habitables del planeta y Canadá». La biografía de Bierce confirma estos prejuicios. Aunque no conocemos ni el lugar ni la fecha de su muerte, sabemos que Ambrose Bierce nació en una cabaña en el Estado de Ohio el 24 de junio de 1842. Su padre, Marco Aurelio Bierce, era un granjero pobre, un calvinista fervoroso y excéntrico, el dueño de una excelente biblioteca, un alucinado que creía haber sido el secretario privado de un presidente americano cuyas indiscreciones contaba en las veladas familiares. Tuvo diez hijos (tres de los cuales murieron al poco de nacer), a todos los cuales bautizó con un nombre que empezaba por la letra A. La excentricidad del padre fue heredada por sus descendientes. Uno de los hermanos de Bierce huyó de casa y trabajó de hombre fuerte en un circo; una hermana viajó a África donde trató de convertir a una tribu de caníbales al calvinismo y donde (cuenta la leyenda) acabó siendo su cena. Bierce estudió en el Instituto Militar de Kentucky. A comienzos de la guerra civil americana entró como tambor en el Ejército nordista (aunque el lector siente que sus simpatías están del lado de los apasionados sudistas) y después de ser herido en la batalla de Keneshaw Mountain fue promovido al grado de lugarteniente. Después de la guerra se mudó a San Francisco, donde ejerció, de mal grado, el oficio de periodista, ganándose la admiración del magnate William Randolph Hearst. Pasó un tiempo en Londres, donde obtuvo el apodo de Bierce el Amargo por sus acerbas crónicas. En 1876, enfermo, volvió a Estados Unidos. Desde entonces, su vida fue una serie de incidentes trágicos: su hijo mayor fue asesinado en una disputa sobre una mujer, su hijo menor murió borracho, su mujer lo abandonó. En 1913, a los 71, años, incapaz ya de escribir como quería, sufriendo de fatiga y de asma, Bierce desapareció misteriosamente en la tumultuosa revolución mexicana. Las últimas palabras que de él se recuerdan son: «¡Ah, ser un gringo en México! ¡Eso sí que es eutanasia!». Hasta ahora, los críticos han sido, por lo general, poco generosos con Bierce. Aunque reconocen que algunos de sus cuentos (‘Un habitante de Carcosa’, ‘El camino a la luz de la luna’, ‘Episodio en el puente de Owl Creek’) son clásicos, desdeñan la mayor parte de sus argumentos como meramente sorprendentes y califican su estilo de «vulgar» (Clinton Fadiman), «artificial» (E. F. Bleiler), «demagógico» (James Hart), «intrascendente» (Arnold Bennett). Los adjetivos son justos sólo si uno admite que lo son también para la mayoría de los escritores que llamamos populares, es decir, escritores que deliberadamente o por necesidad no son oscuros. Por el contrario: quizás el mayor mérito de Ambrose Bierce es que sus pesadillas son absolutamente límpidas, lúcidamente atroces. Bierce, como estos críticos olvidan, es un maestro del cuento corto: supera en lo horrífico a Poe, en lo fantasmagórico a Lovecraft, en lo macabro a Algernon Blackwood, en lo sarcástico a Mark Twain. Curiosamente, el Bierce de los Cuentos inquietantes está más cerca de los expresionistas alemanes que de sus propios antepasados puritanos, y la infamia humana es, en sus Cuentos negros, menos la excusa alegórica para una moraleja (como pudo serlo para Nathaniel Hawthorne) que el motivo de una crónica precisa, escandalosa e infernal (como en las novelas de Gustav Meyrink). Y hay pocas obras literarias que retraten tan acertada y lacónicamente los horrores de la guerra civil americana como sus Cuentos de soldados; por esa razón, los editores de la época rehusaron a publicarlos y Bierce tuvo que luchar para poder incluirlos en una edición de sus Obras recogidas que vieron la luz entre 1909 a 1912. Sabemos que los libros esperan pacientemente el aval de sus lectores. Este año, por fin, la prestigiosa colección de clásicos norteamericanos, la Library of America, se ha decidido a incluir a Ambrose Bierce en su catálogo; la edición de Alianza, traducida y prologada con esmero por Aitor Ibarrola-Armendariz, es otra etapa más, y no la menos importante, de esa consagración. «Un escritor debe saber y tener siempre presente que éste es un mundo de idiotas y rufianes, atormentados por la envidia, consumidos por la vanidad, egoístas, falsos, crueles y bajo la maldición de sus propias ilusiones». No sé si alguien se atreverá a poner en duda estas palabras, tanto o más ciertas hoy que cuando fueron escritas por Bierce, antes de desaparecer hace más de un siglo, como en el final de uno de sus cuentos.
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En: Babelia
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…