pacian martinez2(A Pacián Martínez Elissetche, muchísimo más que un periodista de Concepción…)

La lluvia golpea los tejados de una ciudad de muy al sur mimetizada con el verdor virginal de un espacio inmaculado y  salvaje. Hace unos momentos me han llamado para decirme que has partido…y me he preguntado, ¿a dónde?

¿A dónde puedes haberte ido  sin que uno sienta que el sueño de estar vivos se despierta de tarde en tarde por la llegada de  seres excepcionales como tú? Y claro, creíamos que a riesgo de ser siempre un lugar común, las casualidades no existían ni existen.  Quizás por ello no fuera extraño que cinco minutos antes de contestar el teléfono estuviera hablando de ti con el entusiasmo que siempre me tradujo tu personalidad y la tristeza de saber que ya no volvería a verte en esta vida.  Entonces recordé tu sonrisa de niño tímido descubierto en esa vanidad ingenua que sólo los grandes hombres dejan entrever casi como un pecado venial: “no quiero que vengas a verme ahora – me dijiste hace unos meses. Ya estaré bien. Te avisaré.”  Estuve a punto de no respetar tu decisión, pero era tuya,  y por sobre todo asumí que nuestra condición de hermanos iba mucho más allá de lo biológico.  Obvio,  no era posible reproducir tus dolores físicos, aunque en el contexto se que tus padecimientos del alma eran infinitamente mayores.  Un cáncer gástrico no basta para matar a quien ha venido a este mundo premunido de un espíritu inmortal.   Por supuesto, querido Pacián, ¿quién iba a reconocer tal condición en esta humanidad perdida hace tiempo entre lo mundano y lo frívolo? Quizás únicamente los que te conocimos por dentro, quienes pudimos aquilatar tu inmensa fuerza interior y ese amor por los seres vivos que iba más allá de todo cálculo o contingencia.  Aborreciste siempre el poder establecido, las instituciones formales, el sello perverso de quienes hacen de este transito un valle lacrimoso para las mayorías.  Sin embargo, cómo te enternecías con un animal doméstico o con esos seres desarraigados y perdidos en el páramo ruidoso de las ciudades frías e inhumanas.  Cómo tus ojos brillaban de emoción por una canción de Sinatra  o una escena de Fellini. Nadie como tú para explicar el cine desde sus comienzos. Nadie como tú para desentrañar el misterio del arte creativo y separar de una ojeada la paja del trigo, la mediocridad del talento puro.  Y tú  lo hacías con la seguridad de quien conoce las contradicciones de la  naturaleza humana, seguramente porque tú mismo fuiste siempre un ser contradictorio movido entre el pesimismo y la esperanza, el dolor y la felicidad, el conocimiento y  la certeza de no saber nunca nada.  Sí, querido amigo, tu complejidad hacía de ti un ser admirable, pero tu pureza y  candidez te transformaban en un ser entrañable. “Mi papá ni siquiera sabe hacer un trámite bancario…” me dijo sonriendo alguna vez Marluimar, tu única hija. Y yo te imaginé extraviado en ese espacio frío donde se transa la existencia como en un casino de juegos.  Has debido sentirte angustiado en medio de quienes hacen fila creyendo que  la vida equivale a unas  monedas traicioneras. Sí, querido Pacián, todos aprendimos de ti. Y paradójicamente no era tu brillantez intelectual   –sólida y única- lo que en verdad nos cautivó.  Fue, sin duda, tu honestidad y ese amor indesmentible por una humanidad que veíamos caer por un despeñadero.  Tal vez por eso el eco de tus últimas palabras estremezcan  ahora  nuestras fibras más íntimas como un alarido póstumo: “piedad, piedad para el hombre…”  te escucharon decir tus hijos Cristóbal, Coco, Maria Luisa y Alicia, tu lucida compañera de toda la vida.  Ese es tu legado: un clamor que resuena en el ruido inmisericorde del mundo moderno. Un llamado y una petición. Intuiste nuestro abandono.  El abandono de la raza humana y has llamado para que sigamos teniendo esperanza.  Gracias por ello, querido Pacián.  Tu existencia ha sido y es parte de la nuestra. Tu compasión ha echado al fin raíces en nuestros corazones.

 

Juan Mihovilovich

Escritor