Por Juan Gustavo Cobo Borda
Todo comenzó cuando un pintor autodidacta, nacido el 19 de abril de 1932 en Medellín, llegó con diecinueve años a Bogotá para exponer en la Galería de Arte del fotógrafo Leo Matiz.
El antioqueño recibió generosas críticas, como la del austriaco Walter Engel y del polaco Casimiro Eiger (también mentor literario de Álvaro Mutis), quienes lo recibieron con simpatía y lo respaldaron. Casimiro Eiguer, ya en 1951, formuló esta certera apreciación:
La fuerza de Botero reside en una cualidad muy rara, el excelente equilibrio de los volúmenes, de las masas plásticas consideradas no solo en sentido espacial, sino en función de esa ceremonia peculiar que les confieren los distintos tonos y colores, vistos en su distinta intensidad.
Es interesante estudiar cómo en un país, al parecer, aislado del mundo fueran un austriaco y un polaco, una argentina (Marta Traba) y un uruguayo (Arístides Meneghetti) y un español (Clemente Airó) los que a fines de los cincuenta dieran la batalla en pro de la innovación que su pintura representaba. Que Botero explicaba con claridad: los seculares problemas que las grandes obras de arte, reunidas en los museos de España, Francia e Italia que visitó lo incitaban a dar una respuesta personal a lo que había admirado. Como dijo el propio Botero:
El claroscuro contra la idea de color, la fluidez lineal contra la plástica del color, el sentido espacial contra la idea de la superficie para decorar.
Ya entonces se harían notar algunos de los temas recurrentes de su pintura, como sería la versión propia de obras maestras, tal el caso de su célebre homenaje a Mantegna o sus variaciones sobre los bufones de Velázquez o las Mona Lisas niñas de Leonardo da Vinci, que considera una manzana cuyo misterio reside en sus ojos y no en su sonrisa.
Con mucha claridad, Jorge Luis Borges, en su libro de entrevistas con Esteban Peicovich, mostró lo fecundo que era ser fiel a la tradición en las artes plásticas:
Qué otra cosa han hecho los pintores, sino repetir a lo largo de los siglos, la Virgen con el niño, la Pasión, la Crucifixión.
Esto mismo es lo que ha hecho Botero al recrear a Piero della Francesca, Durero, Rubens o Van Eyck. A ello se añadiría otro tema conflictivo: la pregunta de si, con su rechazo de los excesos de politización del muralismo mexicano, la suya era una pintura latinoamericana. La respuesta la irían dando muchas de sus grandes telas, donde el color que emana de lo popular y la ironía que desajusta las pretensiones grandilocuentes de quienes se creían heroicos, producían esos retratos individuales o en grupo del señor presidente y la primera dama, de las juntas militares o de los inmensos palacios presidenciales que han quedado como epítome de un continente que padece, en forma recurrente, las dictaduras militares. Eso mismo trataron una larga serie de narradores: Asturias, Alejo Carpentier, Uslar Pietri o García Márquez, y quedó simbolizado en el título de Roa Bastos: Yo el Supremo. Eso fue lo que Botero logró representar de modo perdurable, al aliar desmesura con irrisión. Impacto visual con penetración psicológica.
Allí se insertaría un Botero que al regresar de Italia ya busca la quietud impávida que asegura la permanencia de sus figuras mientras, por otra parte, inicia un proceso de deformación o inflación –que Eugenio Barney llama “el absurdo de las formas”– que cuestiona la mirada tanto de los grupos familiares como de las casas de citas, tan convencionales ambas en sus estereotipos de respetabilidad como de permisivo exceso. Pintura de “monstruos”, como se la llamó entonces (“Los adorables monstruos”, tituló Gonzalo Arango su crónica de 1964), que no deja de ejercitar un punzante aguijón de sátira social. Pero ese arte posee “dones monumentales, valores sugerentes, deformaciones formales que lo sitúan directamente en el museo”. Tal como ha sucedido hoy en día.
En 2004, la pintora Beatriz González, a partir de las sucesivas donaciones de Botero al Museo Nacional, marcará otros dos temas fundamentales en su trabajo, insertado en lo local colombiano y en el dominio adquirido de un estilo: la religión y la violencia. [*]
Papas, obispos, arzobispos, cardenales, sacerdotes y nuncios, monjas y, como antagonistas ineludibles, diablos que sobrevuelan con cuernos y colas integran uno de los más dilatados frescos del papel de la religión en la vida de América Latina, acompañado de una serie de opulentas y repolludas vírgenes y santas que bien podrían haber surgido del arte colonial, y que ahora se llamarán Nuestra Señora de Nueva York o de Colombia, de Cajicá, o la nueva Santa Rosa de Lima (1977), algunas ofrecidas en el nido de un árbol, entre lluvias de flores y la concebida serpiente oprimida por su pie bendito. Todo un cosmos en torno a la fe y su papel en el orden social.
Humor, no hay duda, pero también gozo de la pintura al exaltar la forma y lograr que el color haga compatibles los extremos más antagónicos de la paleta, como en sus infinitas naturalezas muertas, donde de sorbetes a morcillas y de frutas a ponqués, hay tal exaltación, regodeo y elogio de la vida misma y sus alimentos terrestres que se erigen como jubilosa exaltación de un tema clásico. Y recompensan, en alguna forma, el horror desnudo de sus series enfocadas a las masacres, guerrilleros o paramilitares, en la prisión de Abu Ghraib (2005), que el ensayista y teórico norteamericano Arthur C. Danto llamó “arte perturbador, arte cuyo punto y objetivo es hacer vívidos y objetivos nuestros pensamientos subjetivos más espantosos”.
Son estas algunas de las visiones que se han tenido del arte de Fernando Botero y que deben complementarse con el hecho de su gran éxito comercial. Su cuadro Desayuno en la hierba, variación del homónimo de Manet, se vendió por 1.045.000 dólares en 1991. Exitoso hecho que proseguiría, en el 2006, con los 2.032.000 dólares de su óleo sobre lienzo Los músicos (1979) y los 1.762.500 dólares de su escultura Los bailarines (2007), vendida el 15 de noviembre de 2011. Con razón, Botero puede decir: “Pinto hace sesenta años y mis obras siguen vivas.”
Con este motivo, he conversado una vez más con el artista.
¿Cómo reviviría su trayectoria?
Nací en una ciudad de provincia, Medellín, situada en un valle entre montañas, en donde en todas las paredes de las casas había imágenes del Sagrado Corazón.
De ahí solo se podía salir a caballo o en tren, un tren que no siempre funcionaba. Por supuesto, no había ningún museo para conocer y apreciar el arte, pero esos primeros veinte años que pasé en Medellín me formaron en la exigencia de tener una escala de valores a partir de la mejor pintura que existía en los museos de Europa. Y que solo apreciaba en dudosas reproducciones.
Pero también sentirme ya desde entonces inmerso en un continente aún no explicado, aún no racionalizado pero que ya se expresaba en el arte precolombino, en el arte colonial, en los colores y formas del arte popular y en los poetas que entonces leía –y sigo leyendo– como César Vallejo y Pablo Neruda. De ahí proviene mi búsqueda plástica de una realidad donde la poesía y el mito alimentaban mi pintura. Donde lo excesivo y desmesurado de un país, en la fiesta o en el duelo, requería esas formas máximas, llevadas hasta la exasperación y el límite. Por eso, en mi pintura, aparecen los músicos, las pequeñas fiestas de barrio, la vida cotidiana y las mujeres en sus tareas, todo llevado hacia una dimensión superlativa, de nostalgia y poesía por un mundo que se ha transformado radicalmente.
Mi pintura tiene dos fuentes primordiales: por una parte, están mis puntos de vista estéticos, y por otra, el mundo latinoamericano en el cual crecí. Pienso además que la sensualidad es la fuente principal de placer y constituye la contribución del artista a la realidad. He intentado ver las imágenes de mi infancia, los pueblos de Colombia, su gente, sus generales y sus obispos…, a través del prisma de mis dogmas sobre arte y eso es lo que conforma un estilo.
En definitiva, ¿su estilo es realista?
Todo artista altera o deforma la naturaleza. Nadie copia verdaderamente la realidad tal como la ve. Ni siquiera los artistas realistas reproducen las cosas exactamente como son. El realismo no es lo mismo que la realidad. Es simplemente otra clase es estilo. El propósito de mi estilo es exaltar los volúmenes, no solo porque eso agranda el área en la cual puedo aplicar color, sino además porque así puedo comunicar la sensualidad, la exuberancia y las profusiones de la forma que estoy buscando.
Arzobispos muertos, obispos y monseñores, nuncios y monjas. ¿Qué peso tiene la religión en su pintura?
En mis cuadros satíricos del clero me interesaban más sus curiosas vestimentas y las situaciones improbables en que los ponía: cardenales perdidos en un bosque o arzobispos bañándose en un río, por ejemplo. Obviamente, con todo el colorido de sus vestiduras. Mi familia no fue religiosa, ni tampoco lo soy yo; estos temas los veo desde un punto de vista estrictamente pictórico.
Usted es un estudioso ferviente de la historia del arte. Además de los museos, ¿qué libros lo han marcado y tiene cerca?
En mi mesa de noche tengo textos que tienen que ver con el arte: el Diario de Delacroix, la correspondencia de Ingres, el Piero della Francesca de Longhi. Obras todas que hablan concretamente de la pintura. Hay tantos libros de arte que te cuentan las aburridas vidas de las retratadas…
¿Siempre trabaja usted con una serie en mente, las Mona Lisas, La corrida, Abu Ghraib o El circo?
A veces un tema me interesa, como en el caso de la tortura en la cárcel de Abu Ghraib o el circo o la corrida, y puedo pasar muchos meses tratando de decir todo lo que puedo sobre el tema. En un cierto momento, se siente un vacío y se vuelve a temas más tradicionales de la pintura como la naturaleza muerta o el desnudo femenino.
Exaltar la vida con la sensualidad de la forma y llevar el volumen a la exasperación. ¿Cómo logra que esos propósitos extremos mantengan una indudable armonía?
En el arte se crea un desequilibrio que hay que restablecer. Mediante un estilo coherente se logra la naturalidad de la deformación.
¿Se puede hablar todavía de la desmesura como una característica de América Latina?
Desmesura en Miguel Ángel, Giotto, Uccello o Piero della Francesca. Al lado de ellos, todo es tímido y mesurado.
Siempre debe haber un estudio en el lugar donde se encuentre. ¿Influye mucho la atmósfera de la ciudad o solo cuenta el diálogo con la tela?
Es innegable la influencia de la ciudad. El sitio donde se trabaja y, en especial, las estaciones tienen una influencia en la creación. En el momento de actuar uno no se da cuenta pero cuando, meses más tarde, mira el trabajo, se siente el lugar y la temperatura.
Todos los lugares son buenos, pero cada cosa tiene su momento. Obviamente, el verano en Italia es fantástico porque está el mar, y hay buen clima. Sin embargo, en invierno no me gustaría vivir ahí. En cambio, por ejemplo, Nueva York en otoño es estupendo; o París en abril; o Montecarlo en enero, porque no hay nadie. En Colombia hay toda clase de climas y luces, que van desde la luz y el clima violentos del borde del mar hasta la luz filtrada y el clima templado del altiplano sobre el cual está situada Bogotá, la capital. El clima sería comparable a una primavera permanente, pero mis cuadros nunca se basan en la contemplación directa del paisaje o de la gente. Se originan en mi experiencia con la pintura…
Corot y Pissarro, Renoir y Monet, Toulouse-Lautrec y Degas, Picasso y Matisse, Kokoschka, Bonnard y Balthus, Chagall y Braque, Léger y Max Ernst, Giacometti y Miró, Klimt y Giorgio de Chirico, Matta y Lam, De Kooning, Henry Moore, Francis Bacon y Rufino Tamayo, Calder y Rauschenberg son algunos de los artistas cuyas obras donó a Colombia. ¿Cómo ha vivido esa donación?
Cuando se es artista, uno actúa sobre lo absoluto. Para guiarse en el gran laberinto que es la creación, uno tiene que ser muy estricto y muy poco generoso. Hay que cerrarse en banda, porque la creación requiere una coherencia, una disciplina de pensamiento muy grande. El coleccionista es coleccionista de lo que alcanza a adquirir. Mi colección imaginaria tendría un Vermeer, un Velázquez, un Piero della Francesca, un Rembrandt y todos los primitivos italianos, solo que no hay obras suyas disponibles en el mercado, ni dinero que alcance para comprarlos. Pero lo que doné, muy inclinado hacia lo figurativo, que es mi campo de acción en el arte, lo complementé con obras de pintores abstractos muy conocidos para mostrar un panorama más completo de lo que es el arte del siglo XX. Quería que, de alguna forma, se viera en Colombia una pintura de la que, cuando me inicié, no existía ningún ejemplo original en el país. El placer que me produce es tan grande que, francamente, la donación solo me ha dado satisfacciones.
Saber que miles de personas, tanto en Medellín como en Bogotá, están viendo constantemente estas muestras es un placer muchísimo más grande que el placer egoísta de tener estas obras en mi apartamento y sentarme yo solo en una silla a mirar esos cuadros.
[*] Este y otros testimonios fueron recogidos en el libro Inolvidable Botero, Bogota, Laguna Libros, 2011. También puede verse J. G. Cobo Borda, Fernando Botero. La plenitud de la forma, Bogota, Panamericana Editorial, 2006.
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En: Letras Libres
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…