Pamela Peralta, psicóloga y narradora. Participa desde el 2011 de los talleres literarios “Ergo Sum” de Pía Barros  y ha publicado en las antologías de Pía Barros (Asterión Ediciones): “Basta! Más de 100 mujeres contra la violencia de género” (2011), “Basta! Más de 100 cuentos contra el abuso infantil” (2012) y “Libro Objeto: Letra chica” (2011).

TORNILLO

 

Cuando era niño lo tenía. No se me extravió porque mis padres, en ese entonces, se preocuparon de que lo conservara. Solían decirme que de la crianza dependía que no se me zafara un tornillo.

 El tornillo, en mi infancia, estuvo en el lugar correcto. Lo pasaba bien en el colegio, era buen alumno y jugaba a la pelota en el recreo. El tornillo estaba bien firme. Pensé que sería para siempre, pero aflojó.

 Tenía dieciséis años. Mi madre entró a mi pieza y dijo que mi aparato ya podía usarse. Se monto sobre mí. El aparato funcionó, a pesar de no estar preparado.

 Entonces el tornillo se soltó y oxidó, hasta desaparecer… Y mientras manoseo a mujeres en la calle, me gustaría recuperar el tornillo, que no me hiciera falta. Suelo buscarlo mucho, sin embargo, no lo encuentro. No puedo encontrar el tornillo. Mi madre lo hurtó.

 

 

NIÑADAS

 

SUCIA

 

Tengo doce años y papá aún insiste en limpiarme cada vez que uso el baño.

 

FRONTERAS

 

Un hombre apunta con una pistola a mamá, mientras busca entre mis excrementos las pastillas que me hizo tragar antes de cruzar la frontera.

 

DERECHOS DEL CONSUMIDOR

 

¡No me has satisfecho, maldita puta, devuélveme lo que te pagué!

 

La niña corre desesperada a su escuela aferrando en la mano el billete del mil pesos.

 

 

PERCEPCIÓN LINGÜÍSTICA

 

Decido llegar antes a casa para pedirle perdón a mi mujer, no merece lo que le grité. 

 

La sorprendo, in fraganti, en nuestra cama con otro hombre. 

 

¡Me has cagado!

Pero si me has dicho que soy una mierda.

 

PELOTA

 

“¿Cuándo dejarás de comer? Me das vergüenza, no salgo con mujeres que tengan forma de pelota”.

 Lloré hasta quedar con los ojos hinchados. Decidí ir por un helado, para pasar la pena. “Lo quiero de chocolate”. El vendedor dijo: “Se acabó”. Crucé la calle hacia la otra heladería. Tampoco había.

 Buscando alguna delicia, caminé hacia la Alameda. “Quiero un completo italiano”. El cocinero gritó: “No hay palta”.

 Me dirigí hacia un carrito de sopaipillas. “Me pasaron una multa, no puedo vender”, sollozaba la dueña.

 He dado botes en todos los lugares.

ROBAR

PARTE I

 

Día lunes por la mañana. Las personas caminan por los pasillos del supermercado, aprovechan que no hay multitud para comprar tranquilos.

 La normalidad de este día será opacada por una adolescente que es descubierta, in fraganti, en el acto de robar.

 Suena la misma música aburrida de siempre. Por una de las puertas traseras del supermercado entra el guardia que viene a reemplazar a su compañero que está deshidratado de tanto vomitar; la resaca es evidente, no hay como zafar de ella.

 En forma paralela la adolescente necesita dinero para comprar crack. Su madre se ha ido más temprano a trabajar, la advertencia de un atraso más la obliga a madrugar. No hay a quien sacarle dinero. La angustia no da tiempo a la adolescente de vender algún objeto de la casa.

 Sale. Hay paro de micros. Decide correr hasta el supermercado más cercano. Muchas mujeres descuidan sus carteras en los carros.

 El nuevo guardia camina por los pasillos. Sonríe a cada cliente. Vigila. Está al acecho.

 La adolescente se detiene. Esta cansada. Divisa el supermercado a un par de cuadras.

 

PARTE II

 

Entra. No ve guardias.

 El correr y respirar mal le provoca un intenso dolor en el costado izquierdo del abdomen.

 Se apoya con cautela en el carro de una señora que mira los fideos con forma de espiral y canutones, no sabe cuál comprar.

 El guardia decide subir a conversar con su amigo encargado de las cámaras de seguridad. El amigo, duerme. El guardia se sienta a observar las cámaras e imagina que está en el cine, al menos, es un panorama más entretenido.

 La cartera cuelga del carro. Está abierta. La adolescente fija su mirada en la billetera. Un movimiento rápido. Listo. Cree que nadie la ve. No apura el paso.

 El guardia observa la escena. Baja las escaleras. Corre. Cae. Se levanta. Un dolor intenso en el pie lo obliga a cojear.

 Llega hasta ella. Toma su brazo: «No digas nada. Sin escándalos».

 La lleva hasta otro cuarto que está ubicado en el estacionamiento.

 «Por favor, no llame a carabineros. No quiero que mamá me interne de nuevo».

 «Esto no se trata de pedir favores. Iré a devolver lo que robaste. Vuelvo enseguida».

 El guardia sale. Cierra con candado.

 La adolescente llora desconsolada. Grita. Patea la puerta. Llora más. Tira su pelo. Se muerde las manos. Piensa en lo que esto la retrasa para consumir crack. El deseo se intensifica a cada segundo.

 Vuelve el guardia. Entra. Mira a la adolescente: «Bájate el pantalón y apoya tus manos sobre el escritorio».

 Ella no dice nada, sabe que es el precio por su silencio.

 El guardia se acerca por detrás. Susurra a su oído: «No digas nada. Sin escándalos».

 Al llegar a casa, ella escribe en su diario: «Hoy robaron mi virginidad. Al menos, no me van a internar de nuevo».