edmundo mourePor Edmundo Moure

 Viajamos a Punta Arenas –Pascual Veiga y yo- para cumplir con el impostergable servicio de las deudas con la memoria de la estirpe.

Él, con ese compromiso tácito que asumiera con su tío Jesús Veiga Alonso, para rescatar del olvido parte de los numerosos afanes de aquel notable predecesor de los Veiga López, que supo armonizar las tareas propias de un profesional contable con las de un indagador de la historia remota de los navegantes hispanos en el confín austral, dándose a la investigación de las vicisitudes del gran marino pontevedrés, Pedro Sarmiento de Gamboa, y de sus malogradas fundaciones en el Estrecho de Magallanes. Jesús Veiga, mediante esfuerzos y sacrificios personales, logró establecer el sitio exacto de la fundación de la Ciudad de El Rey Don Felipe, lugar que pasaría a la historia y a la cartografía con el fatídico nombre de Puerto del Hambre, otorgado en 1587, por el corsario inglés Thomas Cavendish, tres años después del arribo de la expedición náutica española y del establecimiento de los desgraciados colonos, al encontrar en la ribera a quince de ellos, famélicos y exhaustos, como fantasmales figuras extraídas de un pasaje del infierno de Dante… Yo, motivado por el deber que me impone una antigua amistad y por el prurito de revivir la memora de la emigración gallega en el sur del mundo.

En marzo de 2012, una comitiva oficial, integrada por el entonces cónsul de España en Chile, Víctor Fagilde, junto al secretario de emigración de la Xunta de Galicia, Santiago Camba y personeros de Lar Gallego de Chile, concurrieron a la ceremonia de inauguración de un cruceiro donado por el gobierno galaico, sobre la colina sur que mira a la llamada Bahía Buena, donde están los vestigios de la Ciudad de El Rey Don Felipe y un sencillo monumento, con forma de dolmen céltico, que cobija las palabras de reconocimiento a Pedro Sarmiento de Gamboa y a Jesús Veiga Alonso, y guarda los restos de aquellos infortunados pobladores. Cabe decir que esta iniciativa la veníamos promoviendo e impulsando desde los tiempos de Fernando Amarelo de Castro, allá por 1998, con el concurso del mejor presidente histórico de los gallegos de Chile, el orensano César Cifuentes Sánchez.

Fuimos recibidos en Punta Arenas por un cordial anfitrión, Mario Capellán, presidente de la Sociedad Española de Magallanes, uno de los organizadores del encuentro en la capital del austro chileno, para presentar allí la nueva edición de Sarmiento de Gamboa y la Ciudad de El Rey Don Felipe, en versión bilingüe, castellano-gallego, con la interesante adición de la autobiografía de Jesús Veiga Alonso, hasta ahora inédita, además de una introducción temática  y breve ensayo sobre la desmesura, aportado por este cronista y traductor. La fina versión editorial estuvo a cargo de Gonzalo Contreras, y contó con el patrocinio de Pascual Veiga López.

Para quien no conocía Punta Arenas, como era mi caso, la impresión de una de las dos ciudades más meridionales del mundo, junto con la argentina Ushuaia, resulta notable. Urbe de gran extensión, desperdigada entre las colinas y el llano que mira hacia el Estrecho de Magallanes, se transforma en un escenario que asombra y conmueve, remitiéndonos a aquel aserto de Pablo Neruda, cuando afirma que en los territorios del gran sur magallánico no existe el paisaje, entendido como visión de la naturaleza intervenida y domeñada por el hombre, sino el panorama indómito, la amplitud de horizontes que apabullan con su inmensidad al ser humano, haciéndole sentirse como hojas a merced de la tormenta. En estas comarcas desaforadas, que se pierden en increíbles vericuetos de penínsulas, istmos, islas y canales, donde parece extraviarse la brújula y todo sentido de orientación y certeza, se han llevado a cabo silenciosas hazañas de supervivencia y coraje, para construir asentamientos humanos en permanente lucha con el áspero entorno. Así pareciera confirmarlo ese viento encabritado que sopla desde la Antártida e inclina los árboles y obliga a los hombres a venias cotidianas y necesarias para permanecer en pie.

Gente sencilla esta, parca, de gestos y de modales francos, amables y hospitalarios, pero sin incurrir en melindres, como si estuviesen conscientes de una realidad que no precisa de barroquismos ni sobreactuaciones. Ciudad extensa, de casas de uno o dos pisos, de escasos edificios de altura, pulcra y ordenada, muy diferente a nuestras urbes del centro y el norte, donde la polución atmosférica, el ruido incesante y la suciedad provocan enfermedades nerviosas y traumas del espíritu que redundan en comportamientos hostiles y asaz violentos. De esta tierra hecha de inmensidades, aun con la impronta de los pioneros, iba a enamorarse Jesús Veiga Alonso, para vivir en su loca geografía durante más de cuatro décadas, ejerciendo diversos oficios que iban, desde dirigir empresas prestigiosas hasta intentar la cría de ovejas, con los dignos resultados de un gallego pertinaz y laborioso. Aun se le recuerda en las asociaciones hispanas y en la vida social de Punta Arenas, como pujante e inquieto gallego, dado a fundar instancias de colaboración y a integrarse en los grupos que suelen sostener y mejorar la humana existencia. A él podríamos aplicarle la sentencia de Kazantzakis: “No es el hombre lo que me maravilla sino el fuego que devora al hombre”.  

En la mañana del viernes 12 de octubre, acompañados por los amigos Mario Capellán y Gustavo Gallego, viajamos a Puerto del Hambre. Era un día de sol esplendoroso, como si alguien, desde la propiciatoria eternidad, lo hubiese preparado para nosotros. El oscuro azul de las aguas del Estrecho contrastaba con la silueta celeste de Tierra del Fuego, delineada en el horizonte, y con los nevados montes de Isla Dawson. Junto a la ribera de Bahía Mansa, un sencillo vallado circunda los restos de la iglesia de la Ciudad de El Rey Don Felipe. Testigo de piedra batido por los vientos polares, un dolmen de piedra se alza sobre el monumento que rememora la proeza de Sarmiento de Gamboa y guarda los restos mortales de los infortunados colonos españoles. Homenaje sencillo a ese notable almirante y a su fiel heredero pontevedrés, Jesús Veiga, separados ambos por cuatro siglos de historia, unidos por el vínculo de la cultura memoriosa.

Mientras recorríamos, emocionados, aquellas instalaciones testimoniales, se nos acercó un hombre joven, de gran estatura y estampa británica: Randy Twyman, uno de los activos gestores del proyecto Patagonia Histórica que, bajo la dirección corporativa de Eduardo Manzanares y merced a financiamiento proveído por destacados empresarios magallánicos, procura el rescate de la amplia zona entre Bahía Mansa y el Fuerte Bulnes, para transformarla en enclave turístico con implementaciones que atraigan a turistas y estudiosos de nuestra historia y geografía australes. Veinticinco años de proyección para lograr el ambicioso cometido. Nos causó viva impresión la pujanza de estos jóvenes pioneros, involucrados de manera apasionada en una empresa no habitual en nuestro país. Y es que Magallanes parece ser otro mundo, una patria en el sentido pleno del concepto, donde los seres humanos despliegan su amor hecho acciones concretas de engrandecimiento para las futuras generaciones.

A través de los amplios ventanales del comedor circular del Hotel Finis Terrae, contemplamos el intenso azul turquesa del Estrecho y las nubes volanderas que exhiben fantásticas formas y tonalidades. Pascual me cuenta de sus experiencias juveniles en Punta Arenas, cuando era un bisoño guardiamarina que descendía en el muelle desde el Piloto Pardo, para visitar a su tío Jesús, a la sazón viudo y en trance de trasladarse a Santiago, debido a su reciente enlace con María López Guerrero, la progenitora de los Veiga López. Jesús, baqueano de la “ciudad del viento”, le  daba a conocer las bellezas y encantos de sus calles propiciatorias…  A Pascual se le encienden los ojos con el brillo de la nostalgia. –Creo que en lo alto de aquella colina estaba la casa del tío. Una noche tuve que conducir su automóvil, por indisposición del dueño, en medio de la ventisca, guiado por un taxista de buena voluntad-.  

Escucho las palabras de mi amigo, mientras diviso la silueta de un paquebote que se desliza hacia el oeste, como suspendido en el espejo de las quietas aguas. Mi saudade se vuelve futuro en callada e íntima pregunta: -¿Cuándo podré viajar a Puerto Williams, donde me aguardan Micaela Souto, el Flaco Astudillo y Rafael Rojas, para reiniciar los diálogos interrumpidos con la partida intempestiva de nuestro contertulio Demófilo Pedreira?  Veo la casa, empinada sobre el canal Beagle, como un bergantín dispuesto a hacerse a la mar…

Punta Arenas nos convence que Magallanes es un mundo de incalculables oportunidades que está por descubrirse. Aquí renace el espíritu de navegantes y colonizadores. Lo hemos sentido con especial intensidad en Puerto del Hambre y en Fuerte Bulnes. El incansable Mario Capellán, cuyo ejercicio de capellanía pareciera circunscribirse a los deberes de la limpia amistad, nos lleva a conocer la extraordinaria réplica de la nao Victoria, con la que Hernando de Magallanes cumplió su proeza fundadora, abriendo rutas y caminos para otros navegantes y colonos.

Me ubico ante el pequeño escritorio del escribano de la airosa embarcación. Levanto la pluma y hago el ademán lúbrico de humedecerla en el tintero, como si fuese yo a reiniciar el relato de innumerables aventuras y peripecias sin cuento… Nuestros remotos antepasados de la vieja Hispania traían también la pluma junto a la espada, porque entendieron que la palabra es capaz de asegurar la pervivencia de las grandes fundaciones. Así lo asumieron Pedro Sarmiento de Gamboa y Jesús Veiga Alonso. Su herencia nos honra y enriquece nuestro incansable imperativo de la memoria.

 

Octubre 2012