diego munoz1Por Diego Muñoz Valenzuela

El microcuento es un género literario que ha cobrado vigor desde los años 80 en adelante, si bien su historia parte con los inicios mismos de la creación literaria.

Recibe muchas denominaciones en la actualidad, dependiendo del país donde nos situemos: microcuento (que es la denominación dominante en Chile), microrrelato (que se impone en España y se traslada a otros países también), minificción o microficción, cuento brevísimo, mini cuentos. En habla inglesa se habla de sudden fiction.

No existe aún consenso en las definiciones académicas y hay diferencias entre los significados de las denominaciones anteriores. Respecto a la extensión, hay quienes la definen en cantidad de palabras, como el profesor mexicano Lauro Zavala, quien establece el límite máximo en 150. Otros hablan de una cuartilla o una página como máximo (por ejemplo una hoja tamaño carta doble espacio). Y también hay quienes afirman que la característica principal es la concisión por sobre la brevedad.

Mis primeras nociones del cuento brevísimo provienen de la lectura – a fines de los 60- de la compilación Cuentos breves y extraordinarios,de Borges y Bioy Casares. Luego fui descubriendo otras gemas, como las Historias de cronopios y de famas de Cortázar, el Fabulario de Gudiño Kieffer, el prodigioso ingenio de Marco Denevi, la síntesis extrema y el agudo humor de Monterroso.

Contraída la adicción por la narrativa breve y sus alrededores, vendrán con el tiempo nuevos descubrimientos, pero he aquí que ocurrió el Golpe Militar de 1973, cuando todavía no termino la secundaria. Un brusco cierre de un capítulo de nuestra historia y el comienzo de otro, oscuro y sangriento. En el apogeo de la dictadura chilena, a mediados de los 70, cuando el sátrapa Pinochet gobernaba a su amaño y bastaba un ademán suyo para que una jauría de sicarios se dejara caer sobre la víctima señalada, los incipientes escritores rebeldes de mi generación nos quebrábamos la cabeza buscando modos de alinear nuestros textos con la lucha libertaria. Como nuestros predecesores, al fin entendimos que bastaba con escribir: abrir espacio a la creación. Lo demás vendría solo, sin fórceps, sin fórmulas, sin obligaciones.

Comencé a escribir en los viajes de ida y vuelta a la universidad, cuando lograba apropiarme de un asiento en las “micros”, la palabra  que los chilenos utilizamos para referirnos a los buses de transporte urbano. Garabateando entre saltos por los baches del pavimento o los horribles frenazos, comprimido hasta la asfixia, así produje mis primeros cuentos brevísimos. Cuando acumulé varios de ellos, intuí que estaba ante una clase especial de textos. Los bauticé micro-cuentos, o sea, cuentos escritos en una micro. Es gracioso confesar que no advertí de inmediato el doble juego de esta denominación, que alude a la pequeñez, al mundo de lo microscópico.

Este redescubrimiento más personal de la brevedad tuvo bastante trascendencia, porque me condujo a publicar mis primeros textos: cuatro o cinco microcuentos en una revista literaria semiclandestina de la Facultad donde estudiaba. Después vinieron otros microcuentos. Empezaron a poblar los diarios murales, conviviendo con listas de notas y anuncios académicos. Algunos lectores activos los leían con esperanza: a buen entendedor pocas palabras.

La brevedad permitía múltiples interpretaciones: la ambigüedad, la sugerencia y la imaginación hacían su trabajo. Y, lo mejor de todo,  nadie podía acusarme de subversión. Poco tiempo después adquirí el privilegio de leer microcuentos en los primeros encuentros y expresiones artísticas de la disidencia.  Leí junto con los poetas, a quienes se les otorgaba el privilegio de un moderado espacio junto a una larga secuencia de músicos y cantantes. Los estudiantes se asustaron cuando se anunció la intervención de un cuentista, pero antes de que alcanzaran a abrocharse las zapatillas para escapar a toda velocidad, les espeté un cuentecillo. Entonces se aliviaron, exhalaron un suspiro y decidieron quedarse para escuchar otro.

Habiendo dado varios trancos por este camino, vine a encontrarme con muchos autores que cultivaron la brevedad de diversas formas. Por ejemplo, Ambrose Bierce y su brillante, ácido e inolvidable Diccionario del Diablo, o un libro que me cautivó desde el título: El club de los parricidas. Otros fulgores desmedidos y egregios: Juan José Arreola. Sorpresas cargadas de ingenio y humor como las Greguería de Ramón Gómez de la Serna. Cuentos de la China milenaria y el Antiguo Egipto. Las intuiciones geniales de poetas gigantes como Rubén Darío y Vicente Huidobro.

Nada nuevo bajo el sol, ya se ve, había una larga tradición. Solo que de pronto la vimos en perspectiva. El microrrelato sale del tocador. Se construyen teorías a medida, se organizan seminarios y lecturas, hasta se convocan congresos internacionales. Como aquel personaje que se asombra por el hecho de hablar en prosa, fui dándome cuenta muy lentamente de este oficio de microrrelatista que me habitó desde los inicios en la escritura. Mucho me alentó la amistad con otros autores que cultivaban el género; luego los encuentros y los congresos donde es posible encontrarse con investigadores, profesores, editores y lectores.

Justamente fueron los lectores quienes me animaron en 1999, en el Chaco argentino,  en uno de esos magníficos foros que organiza Mempo Giardinelli y su Fundación, a publicar mi primer libro de microcuentos. Me preguntaba dónde podían encontrar esos textos brevísimos que leí una tarde memorable ante un atento público de ¡tres mil personas! Increíble.

El microrrelato es un camino que se trae sus sorpresas. Es un terreno experimental, desafiante, en permanente cambio. Algo muy atractivo para quien gusta salirse de norma. Una forma de rebelión creativa que nunca termina. No planeo salirme del sendero. Todo lo contrario. Lo paso muy bien, recordando el valor de cada palabra, ejerciendo intensamente la economía de lenguaje y buscando la máxima expresividad para un lector activo.

Por último, mis recomendaciones para escribir un microrrelato –que es la denominación a la cual he adherido para mi propia producción-, más allá de la mera brevedad, que es condición necesaria y podríamos anotar como obvia:

  • Cumplir con la narratividad: lo fundamental es contar una historia
  • Entender que solo es posible abordar una situación narrativa única.
  • No puede haber gran profusión de personajes
  • Privilegiar la concisión: la densidad de significado debe estar por sobre la brevedad. La magia narrativa debe confinarse en un espacio mínimo
  • Logrado lo anterior, desprenderse de palabras y hechos superfluos
  • El tratamiento del lenguaje debe ser cuidadoso: cada palabra debe agregar un valor tangible en cuanto a significado o belleza.
  • La intención debe ser predominantemente estética; debe haber intensidad expresiva
  • La rapidez de la narración se da por la agilidad del pensamiento del lector, no por la velocidad del consumo. Es deseable, en consecuencia, ojalá gozosa, la relectura.
  • Si el autor entiende a plenitud el significado de lo que va a escribir, mejor que suspenda su trabajo. Lo subterráneo, aquello que escapa a las explicaciones, es la materia esencial del microcuento.
  • No hay temas prohibidos para el nuevo género. El Pulgarcito de la narrativa está llamado a invadir todos los espacios.

Cada vez que escribo un microrrelato, vuelvo a ser niño, a jugar, como si el universo recién se iniciara. Haga usted la prueba; verá qué resulta. O quizás ya lo sabe por experiencia propia. Es el único antídoto contra el paso del tiempo. Inténtelo.

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Dado que Diego Muñoz estaba en Italia, presentando su libro Flores para un cyborg, este texto fue leído por el profesor Sebastián Salinas en la mesa “Poéticas del microcuento”, en el marco del IV Encuentro Nacional de Minificción “Sea breve, por favor” IV. Mayo de 2013.