Por Miguel de Loyola
Una de las capitales más cosmopolitas del mundo es Londres. La conjunción de múltiples razas y lenguas confunden al principio al visitante. En sus calles se mezclan ciudadanos provenientes de los rincones más sorprendentes y lejanos. Africanos, sudamericanos, norteamericanos, europeos, orientales, turcos, árabes, transitan por sus avenidas en un ir y venir incansable.
En Londres la muchedumbre inunda a toda hora del día y la semana los espacios públicos, dando vida a una ciudad colmada de encantos arquitectónicos y naturales. Edificios desbordantes de historia, plazas y parques que recuerdan las épocas bucólicas de la Edad Media. Palacios y monumentos levantados en pasadas glorias militares, cuando Inglaterra destacaba por la audacia de sus marinos. Sobresale la estatua del almirante Nelson en la plaza Trafalgar, al resguardo de dos leones inolvidables. La del duque de york en la plaza San James, de una altura inconmensurable. Los monumentos a la reina Victoria frente al palacio de Buckinham; la catedral de Westminister; el edificio del parlamento, siguiendo el estilo gótico de la imponente catedral; el Big Ben, por cierto, y tantos otros lugares que se pueden visitar libremente en la capital británica.
El clima resulta por momentos semejante a Buenos Aires, por ese vientecillo proveniente del río que ventila las calles y se cuela por el cuello y despeina a los paseantes. A ratos llueve de manera intempestiva, tras el repliegue de una nube negra que revienta, pero nadie en la calle se espanta. Los londinenses apenas se inmutan bajo la lluvia, la asumen con una naturalidad realmente pasmosa para quienes hemos visto correr desesperados a los transeúntes, cuando apenas caen algunos cuantos goterones del preciado líquido del cielo. Ni hablar de los turistas provenientes de los países nórdicos, quienes en manga de camisa y sandalias siguen avanzando tranquilamente por las calles, como si la lluvia de la primavera londinense no fuera más que una diversión.
El río Támesis divide Londres en dos sectores, norte y sur, y sus puentes de comunión conforman la armazón de una ciudad enclavada entre senderos originariamente fluviales. Por sus aguas navegan embarcaciones de todo tipo, comenzando por los yates destinados al paseo fluvial de los turistas, los cuales -lo mismo que en el Sena de París- circulan cargados de almas viajeras y soñadoras buscando capturar con sus máquinas fotográficas un instante de Eternidad. En los pequeños canales que se abren hacia ciertos sectores de la ciudad, es posible hallar los clásicos barrios flotantes donde viven aquellos viajantes que han decidido echar anclas para siempre en aquel lugar del mundo, pero sin abandonar el contacto con las aguas.
Largas avenidas recorren Londres siguiendo tal vez el curso de antiguos canales de acceso, o el trayecto culebrero del Támesis, perfilando un tránsito ininterrumpido de automóviles, autobuses y peatones. Marylebone road, Oxford Street, Piccadilly, Victoria, etc. Aunque la gran masa se mueve de un punto a otro de la ciudad bajo tierra, por entre los túneles de conejo abiertos por los trenes subterráneos, verdaderos laberintos sin fin donde al turista al principio le resulta fácil extraviarse, apareciendo muchas veces en el extremo opuesto al buscado.
Resalta en medio de la ciudad el curso al revés de los automóviles, los cuales al comienzo de un primer paseo a pie por las calles parecen autos fantasmas, cuando el turista mientras cruza una calle mira buscando al conductor al lado derecho y no lo encuentra. Es algo que la primera vez espanta, hasta que no se cae en la cuenta que el conductor va sentado en el lado contrario, seguramente divirtiéndose del rostro atónito del viajero novato.
Londres a pesar de la dificultad que presenta el idioma, resulta una ciudad muy amigable, gracias a la indiferencia de sus habitantes respecto del otro, llámese nacional o extranjero. Una indiferencia que no tiene ninguna relación con lo que llamamos falta de afectividad, o indolencia, reconcomio o resentimiento, sino con la naturalidad de los seres que han vivido y convivido durante siglos con las más diversas culturas del mundo, y están predispuestos a no observar ni a sentirse observados. Los ciudadanos y los transeúntes transitan por Londres liberados del prejuicio de la impertinencia, y, por lo mismo, de aquel delirio de persecución que limita la mentalidad de tantos pueblos solitarios. En otras palabras, cualquiera se siente libre en la capital de los británicos, respetando, por cierto, las normas elementales de la sana convivencia entre los ciudadanos. Circulan en los trenes y en los metros las más diversas clases sociales, sin perturbarse ni mirarse unos a otros como pájaros raros.
Destaca muy cerca del sector de London Ice, frente al puente que desemboca en la estación de Waterloo, un pasadizo al aire libre repleto de ejecutivos bebiendo copas de vino o champán después de salir del trabajo. Destaca por la naturalidad con que se bebe de chaqueta y corbata, hombres y mujeres oficinistas muy bien vestidos alzando sus copas sin desencadenar luego los clásicos alegatos y trifulcas que se producen en nuestros pueblos mientras se bebe.
Un paseo cultural imperdible lo ofrece el Museo Británico, donde es posible observar objetos provenientes de los más apartados lugares y culturas. Sorprenden las momias del antiguo Egipto, sus utensilios funerarios, las urnas y sus ornamentos, impresas de signos milimétricamente ordenados, recordando acaso la vida del muerto, o las plegarias para entrar a una vida nueva. Las diversas estatuas griegas, etruscas, romanas, hindúes, algunas de tamaños impresionantes. Los viejos libros y enciclopedias escritas a mano por hombres sobrenaturales que se dieron a la dura tarea de escribir cientos de tomos. Pero por sobre todo, destacan en el Museo las osamentas al desnudo de seres que, al igual que nosotros algún día, no seremos más que un puñado de huesos relamidos por los años.
Una visita al museo puede tardar un par de días, si se quiere reposar el espectáculo en cada sala. Hay tanto que ver y observar, que más de alguien sale mareado, aturdido por los cientos de miles de objetos creados por las más diversas culturas buscando, como es sabido, mejorar la calidad de vida en nuestro breve y ansioso paso por el mundo.
Se extraña, por cierto, la niebla mítica de Londres, la del cine y las novelas policiales. Desde que se prohibiera el uso de las chimeneas en las casas y palacios, se esfumó la niebla. Se la llevó el viento del Támesis. No era más que humo disfrazado.
Londres ofrece al turista, contrariamente a lo que se presume, una innumerable cantidad de sitios donde comer y degustar los más diversos platos y sabores. Aunque destacan, por cierto, la infinita variedad de sándwiches, siendo, definitivamente, los mejores del mundo. Por algo habrá sido la universalización de la palabra.
Miguel de Loyola – Londres – 18 de junio del 2013.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…