Autora: Patricia Stambuk
Periodismo testimonio, Editorial Catalonia,
159 págs., 2022.

“Nada interrumpía esa soledad/ sin principio ni fin/ ni siquiera el paso del día a la noche.”
-Rolando Cárdenas-

Por Juan Mihovilovich

José Rodríguez Latorre es el farero de un fin de mundo, que se desplegó por los márgenes del Estrecho de Magallanes y recorrió, desde una aparente inmovilidad física, los mares australes de este país, desde una torre que, con una visión panóptica del mundo y de los seres que lo habitan, deletreó esta historia sorprendente: ser vigía y luz de las embarcaciones que surcaron y surcan las aguas oceánicas.

Desde un panorama que, para cualquier ser humano común y corriente puede, y de hecho resulta, desolador, José Rodríguez, relata, describe, anota, evoca, guiado por la mano sabia de la periodista Patricia Stambuk, que lo encauza hacia las profundidades de un mundo personal que, no obstante, las vicisitudes constantes que enfrenta, va descifrando también el entorno, con la natural destreza que otorga el conocimiento y experiencia de la vida auténtica, los acontecimientos de que fue testigo por décadas, desde una óptica curtida por los vientos y el frío del Estrecho de Magallanes.

Desde su arribo al Faro Félix en los años sesenta, ese espacio de “lugares prístinos y desolados”, el farero Rodríguez sintió que su vocación primaria, ya adiestrada previamente en la isla Mocha, sería para siempre. Allí, constató, no sólo la ausencia y aislamiento que envuelve al territorio, sino que aprendió a conocer parte del historial con que indígenas y los fareros se autodestruyeron. Unos, por la avaricia de poseer las pieles de nutria y cueros finos de lobos de los kaweskar, y estos, por la consecuente necesidad de venganza como contrapartida.

Patricia Stambuk dialoga con Rodríguez dejando que el farero reconstruya su propio mundo a la manera de un oráculo que también lo va presagiando y que, con paciencia de orfebre, va trascribiendo su enriquecedor recorrido por los faros del Estrecho.

Así, retrata las cuestiones domésticas, las recaladas de los buques de la armada que abastecían regularmente de provisiones, herramientas y pertrechos requeridos, hasta pasar por los desajustes sicológicos de algunos ayudantes jóvenes a quienes la distancia y el paisaje yermo los angustiaba. O el arrojo con que salvó a un par de vidas que se hundían en las frías aguas oceánicas. O la desaparición del boxeador Sgombich en las proximidades del Faro Dungenes, donde Rodríguez tuviera su primera destinación oficial como farero. O el reconocimiento de el “lanzallamas”, personaje de novela, que habitara en la boca oriental del Estrecho.

Sin embargo, la existencia de un farero como Rodríguez, que ha hecho de su vocación una pasión de por vida, lleva al lector a meditar sobre una opción que pareciera casi de antología. No se trata únicamente de ser “un centinela” que secunda a las embarcaciones, sino de una entrega ilimitada de servicio hacia sus semejantes. Y de paso, un redescubrimiento de algo esencial en la vida humana: vivir con un sentido que supera las exigencias meramente particulares.

Es cierto, Rodríguez luego se casa y erige su familia al amparo de esos islotes alejados del mundanal ruido. Pero, ¿qué hay detrás de esa elección? ¿Es su existencia personal que incursiona en los roqueríos como aferrándose desde las entrañas a una especie de sobrevivencia que pareciera un apostolado, una misión que sobrecoge por su simpleza y que alumbra los derroteros de la humanidad toda?

Es verdad también que este farero representa a otros que como él confluyen en los sitios más apartados del globo. Pero, claro, acá se trata de José Rodríguez, una persona de carne y hueso, que nos invita a navegar por los canales del austro como si recién nos percatáramos de su maravillosa existencia.

“El estrecho más maravilloso del mundo”, señala Patricia Stambuk. Y ese espacio virginal aún, es el que Rodríguez nos lleva a conocer. Solo que entremedio está la historia, no solo la suya, sino la que subyace en el continente y que va predeterminando los avatares lejanos del farero.

De ese modo, vivencia a la distancia el terremoto más grande del orbe: el de Valdivia en los años sesenta y sus consecuencias fatales; el naufragio de la escampavía Janequeo que se estrellara en el islote Campanario y constituyera una de las más grandes tragedias de la Armada chilena; o desenterrar en la memoria el otro naufragio de El Meteoro en las proximidades del Faro Dungenes en la segunda década del siglo XIX, faro al que Rodríguez también fuera destinado en cinco ocasiones distintas; o el naufragio de 1940 del Moraleda frente al faro Fairway, con la muerte consiguiente de 80 personas en la entrada del canal Schmidt, luego de vencer al Golfo de Penas y el Cabo Tamar; o destacar las cuatro veces como jefe del mítico faro Evangelistas del Estrecho de Magallanes, “una roca oceánica expuesta a los cuatro vientos…”

José Rodríguez luego, es un miembro activo de la Armada de Chile y, consecuentemente, parte de su historia reciente. Su retorno a Valparaíso y el Faro Punta Ángeles ocurre en los inicios de los años 70, ya con sus tres hijas y su esposa. Allí salvó de la muerte a dos personas y comenzó a vivir las primeras escaramuzas previas al golpe de Estado del año 73. Luego su regreso a Bahía Félix en marzo de ese año y su conocimiento personal de Allende en el Faro Punta Delgada. Rodríguez tiene simpatías por el gobernante y pensó que, de alguna manera, sus postulados eran para avizorar tiempos mejores. Por lo mismo, fue crítico de los movimientos y accionar de su institución. Se había trastocado su espíritu no deliberante y su participación en el Golpe lo descolocó por un tiempo. Hasta antes de ello la comunicación entre sus pares era transversal: deportes, cine, política, en los niveles íntimos. Después el soplonaje interno desvirtuó aquella cívica amistad. El intervencionismo y la delación fue evidente: gente preparada especialmente para el control de los subordinados, que el propio Rodríguez menciona como individuos “a lo mejor sicopáticos”, “hombres extraños, solitarios, sin comunicación con sus pares…” Entre los fareros las visiones de la sociedad eran disímiles, pero respetuosa de las diferencias: católicos o no, exponían sus derechos, sus deberes, su religión, sus inclinaciones deportivas, sus sueños.

El farero Rodríguez, en suma, resulta, paradójicamente, un testigo cercano que describe pormenorizadamente las diversas atrocidades cometidas en los inicios de la Dictadura militar; a guisa de ejemplo, la muerte y desaparición de Jaime Aldoney, regidor socialista hermano del Intendente de Valparaíso Gabriel Aldoney.

Posteriormente fue actor de primer orden en el eventual conflicto del año 78 entre Chile y Argentina y que estuvo a punto de derivar en una guerra fratricida, a no ser por la intervención a último minuto de la Mediación Papal. Rodríguez apunta que existía una diferencia sustancial entre los fareros y la Marina bélica, la de guerra o combate. Sus coordenadas eran disimiles, pero con el tiempo hubo una mayor compenetración de ellos –los fareros- como sujetos activos de la institución, máxime si su gran preparación reglamentaria los hacía destacarse al interior de la Armada. En el período, tanto el Faro Dungenes como el Evangelistas, recibían permanentemente información, máxime si eran considerados sitios estratégicos en caso de que la conflagración se hiciera inminente. Lo anterior se contraponía con el espíritu fraterno que existía entre los fareros y sus colegas argentinos, con quienes compartían vivencias y encuentros regulares, tanto profesionales como familiares. La guerra hubiera sido un verdadero contrasentido, una aberración, que se disipó más tarde con la firma del Tratado de Paz y amistad entre ambos países.

Por último, la autora Patricia Stambuk y su relator, José Rodríguez repasan el sesgo clasista existente en la Armada; aspectos tangenciales sobre el homosexualismo que “existió y siempre ha existido en la institución”; el sentido y alcance de la Guerra de las Malvinas, la participación de Chile como “ayudista” de los ingleses; el discurso de Rodríguez a sus superiores resaltando la amistad fraternal con sus congéneres argentinos y que una guerra con ellos habría sido “una guerra entre hermanos”, porque en la sangre de los “torreros” y gendarmes argentinos corre también sangre chilena.

En definitiva, Patricia Stambuk ha desentrañado con certera maestría los aspectos más íntimos y señeros del farero que fue José Rodríguez Latorre.

Una suerte de extracción sencilla, no exenta de una gran hondura testimonial, próxima a hechos relevantes de nuestra historia como país.

Un testimonio periodístico relevante que acercará al lector con sorpresa contenida a una proeza de vida inimitable y de un rigor extremo: ser “el farero del fin del mundo”.

Juan Mihovilovich