por Aníbal Ricci
Camino u orden natural de la existencia, el Tao es el todo y en realidad no puede ser nombrado. Término filosófico, también religioso, representa el abandono de nuestro propio camino para seguir el gran camino.
Al escribir estoy dando cuenta a otros de que estoy vivo, pero en realidad estoy hablando conmigo mismo. Conversando con la única persona que tengo al lado, para que realmente me escuche, para que cada palabra que diga tenga un sentido ordenador y cada emoción su propio lenguaje.
Lo necesito porque el lenguaje oxigena las ideas y cuando la lectura me lleva más allá de lo confortable y extravía mis pensamientos por senderos oscuros, en esos momentos escribo palabras intentando darle sentido al camino, por errados que sean mis pasos.
Cierto escritor, en forma impertinente, responde a uno de mis relatos. «Cuando estoy mudo conmigo mismo el todo habla por mí», parece algo propio del Tao. «Qué descanso, qué maravilla no tener nada que decir». Aparte de la rima, descubro que es un insulto. Para mí un amigo es un amigo y ese tufillo espiritual creo no merecerlo. Dicen que escribir es hablar con uno mismo, otros dicen que hablar consigo mismo es síntoma de trastorno mental y por extrapolación el escritor sería una especie de enfermo del chape.
La verdad es que no importa demasiado. Lo único cierto es que tengo más de cincuenta años y no he tratado muy bien a mi corazón, en todos los sentidos. Escribo simplemente porque cada día queda menos tiempo y conceptos como vivir el aquí y ahora, en estos momentos no me parecen pertinentes. Dejar pasar los años sin decir lo que siento sería como no existir. Si meditara doce horas al día tampoco tendría tiempo para escribir una palabra y me gusta definirme como escritor, oficio aparentemente inofensivo, pero que para muchos rescata de la locura irremediable. Hay tiempos para meditar y estar en armonía con el todo, pero mandar a decir que me calle en un poema parece más propio de un alma que se siente entronizada en las alturas.
A veces uno busca el silencio, pero a veces trae soledad y voces que dicen que te vayas a la mierda y yo no quiero irme a ningún lado hasta que exhale una última respiración. No tener nada que decir también implica callar ante la injusticia que vez alrededor e insinuar a aquellos que perdieron a un ser querido que el todo habla por uno, que no era necesario ir al funeral de su hijo, cuando es obvio que es mejor mirarlo a los ojos, otro tipo de silencio que traduce la mirada, no me vengas con que descansas porque no tienes nada que decir.
Cuando no digo nada estoy de acuerdo con el que tengo al frente aunque sea un fascista, estoy de acuerdo con el delator, con el torturador y le estoy diciendo a esas madres con pañuelos en la cabeza que sus lágrimas fueron en vano.
Estoy mudo cuando no escribo, dejo de existir en esta vida cada vez más corta. El tiempo fluye más rápido con los años y siempre querré escuchar una palabra amable para compartir aunque sean penurias.
Es triste llegar a viejo sin haber conversado con alguien que hayas amado a tu manera, jamás entenderás por completo a la otra persona, pero incluso después de dejar caer un plato será reconfortante que alguien se burle de tu estupidez.
Escribir es conversar con ese alguien esperando conmoverlo. En algún lugar del mundo llegará el mensaje a otra persona que estará conmigo. Si no logro entablar ese diálogo será un claro síntoma de locura, las teclas del piano resonarán distinto y tocaré una última pieza con notas discordantes.
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.