El trabajo Contar callando: memoria y autorreferencialidad en el microrrelato de autores latinoamericanos, de la Dra. Susana Salim, fue presentado en la mesa de ponencias “Vertientes del microrrelato chileno y sus autores”, en el marco del IV Encuentro Nacional de Minificción “Sea breve, por favor”. Mayo de 2013, Santiago de Chile.

Contar callando: memoria y autorreferencialidad en el microrrelato de autores latinoamericanos

 

Doctora Susana Salim

Universidad Nacional de Tucumán. Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino.

Tucumán, Argentina

 

 I. Introducción

En los últimos años, y junto al tema de la identidad, la memoria ha ocupado la atención de las más diversas disciplinas. Su ontología, su funcionamiento, su dinámica, sus razones y sinrazones, son el núcleo de innumerables estudios en el ámbito de todas las ciencias humanísticas o no, que se sienten atraídas por su formidable potencial y su fascinante misterio. Reviste particular importancia en este sentido – y sobre todo para el presente estudio–, que la psicología experimental haya reconocido en la década de los noventa la pertinencia de hablar de “recuerdos autobiográficos”, los que constituyen un tipo de información de la memoria episódica  que E. Tulving caracteriza como “un sistema que hace posible el viaje en el tiempo mental a través del tiempo subjetivo: desde el presente hacia el pasado y hacia el futuro, una proeza que no puede realizar ningún otro sistema de memoria”[1]. Nos encontramos frente a una capacidad  del hombre –según sostiene Ángel Nogueira Dobarro– que se revela como un proceso cognitivo dinámico de múltiples facetas que, si bien guarda el pasado, también lo rectifica y lo transforma y “nos devuelve la realidad íntima y la realidad compartida tras ser destiladas en los interminables vericuetos del alambique de nuestra propia identidad” [2]>.

 

Memoria y escritura

La escritura vehicula la memoria y teje con ella el texto. Dice Bettina Pacheco en referencia a la escritura autobiográfica: “(ella) ofrece un ejercicio escritural que manifiesta la voluntad de enfrentarse al yo, de autoanalizarse, de construir una identidad a través de la asociación memoria-escritura, a la vez que se reflexiona sobre esa relación no exenta de incertidumbres” [3].

Esta vehiculización, creemos, reviste otras aristas. Lo expuso Marcel Proust quien usara la memoria para tejer su larga, autobiográfica novela en donde la escritura sutura, sana, rescata de la marginalidad que supone ser judío, hipersensible y homosexual. Lo sabe la escritora argentina Tununa Mercado, capaz de escribir “La caja convocante de la escritura” (en La letra de lo mínimo) en donde se niega esa ausencia de continente al reencontrar esa casa hecha con palabras que son los recuerdos y que, mediante la memoria, sanan en el relato en grupo, en la interacción del exilio y en la soledad que implica el acto de escribir: “lo que llamo mi caja, es decir mi casa o recinto separado del mundo que es mi propia escritura”. En ese texto se define la escritura no sólo como conjuro sino también como convocatoria: el recuerdo recupera el pasado, cura el dolor, reconduce al presente y vence a la muerte. Es por eso que en otro de los textos de la escritora argentina titulado “Línea de horizonte”, del mismo libro, define: “la escritura no es otra cosa que memoria”.

La literatura convierte en objeto artístico lo que la memoria guarda, ya sea con la intención de veracidad o en la fusión inextricable de ficción y realidad [4]. Ahora bien, la literatura, espejo y lámpara de la realidad, ha visto poblarse su canon con libros que en mil variantes tienen a la memoria como protagonista de cada una de sus páginas. Teóricos e investigadores han definido los rasgos fundamentales de cada uno de los géneros del yo: autobiografías, memorias, confesiones, epistolarios, diarios, dietarios, autoficciones. A estos tradicionales  receptáculos genéricos, otros autores suman  también el teatro y  la novela. Pero más allá de ellos, la memoria aparece, más o menos ficcionalizada, construyendo identidades individuales o colectivas, en un tipo de escritura breve donde se hace palmario  un espacio de lo no expresado: el microrrelato. De ello hablaremos hoy, conscientes por supuesto del desafío teórico que constituye, por una parte, considerar un género, casi canónicamente ficcional,  como inclusivo de elementos autobiográficos y que, precisamente por medio de la ficción, rescata la memoria individual pero también la colectiva en busca de una identidad. Por otra,  observar cómo, pese a su espacio textual condensado, presenta los elementos propios de los géneros del yo, es decir, ingredientes miméticos, históricos y metatextuales.

 

II. El microrrelato memorialístico: una “perspectiva en fuga”.

 

“El vínculo entre el pasado y el presente –dice Paul Ricoeur– me permite remontarme sin solución de continuidad desde el presente vivido hasta los acontecimientos más lejanos de mi infancia. En efecto, puedo saltar por intervalos de tiempo más o menos grandes y dirigirme directamente a un acontecimiento del pasado con el objeto de recordarlo con un dinamismo mayor o menor” [5]. Siguiendo con este razonamiento, afirma que los recuerdos –cuyo trabajo es preservar los restos del pasado– están almacenados en distintos niveles de acuerdo a su sentido, “separados mediante precipicios”. Miremos este microtexto de la escritora argentina Esther Andradi:

 XII

En la infancia había dos tipos de mares. La mar grande que separaba a los abuelos de Europa y la Mar Chiquita adonde iban las tías de vacaciones. La Mar Chiquita era en verdad una laguna de agua salada a pocos kilómetros de donde nació, y que conoce sólo de oídas porque hasta ahí todavía no llegó. Y ahora que cruzó varias veces la mar grande qué no daría por vivir otra vez cerca de la Mar Chiquita [6].

 

Al motivo propio de la autobiografía tradicional, la infancia, se suma el  del desarraigo y la nostalgia, vertebrador de muchos textos latinoamericanos que se escriben fuera del país de origen del autor. El texto, en su minimalismo discursivo y estructural, es una pulsión por encontrarse y reconstruirse entre esos dos topónimos que se apropian  a su vez  del espacio textual, sin atender a su menguada configuración. Lo hacen para que la conciencia viaje libremente, sin estrechamiento. Curiosa posibilidad del texto mínimo.

La tarea de la memoria es restituir lo que ha tenido lugar. Esta operación intelectiva –agrega Ricoeur– comienza de manera involuntaria, en el mismo momento en que el recuerdo asoma y, cuando ya se ha instalado, el sujeto siente la obligación de seguir su camino al pasado para dar testimonio de él en una azarosa búsqueda de entendimiento de ese pasado o fijación. David Slodky, escritor salteño me mandó hace apenas unos días varios textos autobiográficos, entre los que seleccioné los que ahora comparto:

 

LOS OTROS

 -¿Vamos a la matiné mañana? ¡Dan “El manto sagrado”! –invita el Cuqui, mientras juegan en la calle.

-No, yo no voy. ¿No sabés que soy de otra religión?- dice, al tiempo que salva el gol arrojándose raudamente contra el poste figurado.

-¡Qué importa! Vos venís con nosotros, pero hinchás por los otros…

-¡Claro!- dice  a coro la barra.

-Ya voy a ver si me dejan mis viejos…

 

EL VICARIO

 -¡Me he enterado que vienen a jugar aquí chicos de otras religiones! (dice el sacerdote panzón, mientras lo mira fijamente).

Se le atragantan las palabras “¡Y qué tiene, qué mal le hacemos!”, mientras siente el calor solidario de la barra que lo rodea, sosteniéndole la mirada perversa al ministro de Dios.

 

El  pasado en su movimiento hacia el presente va a arrastrar –con el mismo ímpetu que el de la barra protectora e invisibilizadora de la diferencia– los diálogos entre diversos personajes y  con ellos configura discursivamente planos, dibujos, recortes  de vida que el microtexto  en su fragmentariedad, elusión y sobre todo final no conclusivo, facilita.   Justamente, porque vivimos momentos de incertidumbre, de escepticismo, de reconstrucción, de crisis y de fragmentos, el microrrelato se aviene óptimamente para  este nuevo  tipo de ejercicio memorialístico fijando sólo un punctum (al decir de Roland Barthes)  donde se intenta inmortalizar, a través de la escritura, los derroteros personales y colectivos. La estampa tradicional, completa, se suplanta por recuerdos en una línea de fuga, los más valiosos, aquellos que, según  el citado Ricoeur, “poseen una especie de aura que los aproxima a la revelación” [7].

 

Autorreferencialidad o siluetarse frente a un espejo

 Por otra parte, este impulso de escribir, de revisar con la memoria el propio proceso de concienciación del microrrelato podría inscribirse cómodamente dentro de lo que Biruté Ciplijaukaité define como el autorretrato, designación para la autobiografía más innovadora, cuyas características generales serían las de expresar una visión del yo desde el presente como revelación continua, mientras que la autobiografía tradicional implica una visión panorámica más reflexiva, a través de un relato continuado; es por esto que  la interpretación del autorretrato resulta más lógica y estática. El autorretrato sería entonces “un examen de conciencia desde dentro y se construye con fragmentos y epifanías incluyendo sueños y su análisis”.[8] Así el texto se convierte en un espejo vacío que se va cargando de significados descubiertos, del yo en formación que la imagen del espejo ha desencadenado.

Completan esta aproximación teórica al microrrelato memorialístico  los postulados de Alicia Molero de la Iglesia, según los cuales todo discurso de autorrepresentación abarca uno o más de los siguientes elementos: el pacto fantasmático, cuando el lector reconoce al autor en el sujeto, como en el breve texto de David Lagmanovich “El árbol” [9];  el pacto autobiográfico, cuando el autor proporciona  información real con componentes paratextuales (nombres con dedicatorias, mensajes en el prólogo, indicaciones autógrafas, alógrafas o intertextuales).  Finalmente, el pacto autonovelesco o de autoficción, cuando el autor-personaje propone un texto cuyo lector sospecha de su autenticidad: “Borges y yo”  se aviene muy bien para estos dos últimos postulados.

 

El árbol

La planicie pampeana se extendía en todas direcciones, como símbolo de la infinitud del mundo. A pesar de su corta edad, cuando el niño miraba la lejanía del horizonte sentía un estremecimiento de pavor. La majestuosidad de la pampa reducía  el tamaño de los seres humanos hasta límites irrisorios. En su mundo no había árboles; sólo un raquítico tamarindo, detrás de la casa, intentaba sin éxito cortar la monotonía del paisaje. Sin embargo, una noche soñó con un árbol inmenso, al que se ascendía por una escalinata de madera; arriba, en una plataforma protegida por la majestuosa copa, encontró a sus compañeritos de la pequeña escuela rural. Nunca pudo relatar a nadie ese sueño, tan ajeno a lo experimentado en sus siete años de vida. Tal vez era un mensaje, pero ¿de qué mundo desconocido, de qué lejano universo inaccesible para los hombres y mujeres de su pueblo? (Lagmanovich 2009: 25).[10]

 

 Apenas el destinatario entra en contacto con el texto, se le otorgan algunas claves que le permiten entablar un “pacto narrativo” adecuado a la lógica que se instala según ciertas marcas textuales. La dificultad que se enfrenta con posterioridad radica en dicho pacto narrativo se redefine abruptamente durante la lectura: para ello el lector implícito debe registrar ciertos hitos textuales que representan lo que José Luís Fernández denomina “puntos de desvío” con respecto al conjunto de reglas que se venían imponiendo desde la programación inicial. “Se propone así un marco de recepción que luego es desmontado por el texto mismo” (Fernández 2010: 132), delineando un tipo de ficción, como acabamos de comprobar, de notable fluidez semiótica.

              

Borges y yo

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte  esas preferencias pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta  confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o de la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podría sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar: Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser: la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero  me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas ahora. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.( En El hacedor (1960), en Obras completas:1923-1972, Buenos Aires, Emecé,1974, p.808.

 

La historia como un escenario a representar en la minificción latinoamericana

Ya se trate de autobiografías o de memorias, en la conformación de la identidad se amalgaman la introspección con el momento histórico, social y cultural que el escritor recuerda y recupera en la escritura. Siguiendo a Paul John Eakin podemos afirmar que los géneros autobiográficos  se sitúan en un punto de intersección entre la vida del individuo y la dinámica más amplia de la sociedad de la cual forman parte [11]. Al igual que la memoria individual, la colectiva está formada por recuerdos y olvidos. Cuando las sociedades guardan en su historia hechos traumáticos que por diversas razones se han interpretando de manera tergiversada o que directamente se han eludido, la literatura se encarga de sacarlos del olvido y de reincorporarlos al acervo colectivo del que forman parte; un caso paradigmático es el teatro y la narrativa argentinos de las últimas décadas del siglo XX .Miremos ahora unos textos breves de escritoras chilenas, y mexicanas  en los que el ego scriptor instala ciertos temas vedados, en un espacio textual  que se caracteriza por las  sugerencias, las  incógnitas, los juegos entre la memoria y el olvido, entre lo dicho y lo no expresado. El texto entonces, en este mecanismo restrictivo, propio del microrrelato, fortalece su poder semiótico pues textual y metatextualmente está dando cuenta del disimulo, el hermetismo, la invisibilidad.

 

Golpe

-Mamá, dijo el niño, ¿qué es un golpe?

-Algo que duele muchísimo y deja amoratado el lugar dónde te dio. El niño fue  hasta la puerta de su casa. Todo el país  que le cupo en la mirada tenía un tinte violáceo.

(Pia Barros. Miedos transitorios (De a uno, de a dos, de a todos), Santiago de Chile, Ergo Sum, 1986).

 

 Estado de perversión

Tiene  algo  de perverso los walkman, puedes ir por la calle conociendo a Bach y sonreír; o puedes ir por la calle escuchando un instructivo para las bazookas domésticas y sonreír; o puedes ir por la calle escuchando un audio /porno y sonreír, en resumen, sonreír porque los otros no escuchan lo que tu oyes y eres poderoso y privado. Lo que  no sabes es que ellos tienen uno más moderno que el tuyo y te sintonizan porque sonríes demasiado en una ciudad en la que no hay nada por sonreír.

Por eso no entiendes cuando los dos hombres te toman por los brazos y te llevan al callejón y te disparan, no es que fuesen moralistas o no entendieran a Bach. No es por eso precisamente, sino porque tienen algo de perverso los walkman. (Pía Barros. Signos bajo la piel, Santiago de Chile, Editorial Grijalbo, 1994, p. 151.

 

Noches de toque

Por  más que se apresura el paso, las horas previas al toque  de queda siempre avanzan más rápido que uno, y si el último bus se atrasa, las ocho cuadra hasta la seguridad de la casa son un vacío alongado, invadido por el resonar de tacones. Los vanos de las puertas se transforman en precarios refugios, puestos de información, cajas de resonancia de advertencias sin rostros: “¡Cuidado, están en la esquina!”, “¡Se han llevado a dos!”. Y uno se escabulle entre los vehículos estacionados y aguarda, con otro, un espacio ínfimo.

Un jeep militar rueda calle abajo, sin luces y sin ruido: Un foco encendido de pronto busca entre las sombras, las puertas, los árboles. Nos hacemos mínimos. El vehículo se va acercando, el desconocido susurra su nombre, profesión y número de teléfono, y yo le correspondo con mis datos. La luz del foco lame los techos de los autos. Nos aplastamos contra la solera, un nudo que huele a tabaco y miedo.

Un perro callejero sale de entre los árboles, ladrando, defendiendo furiosamente su territorio.

       –¿Me lo echo, sargento?, pregunta una voz.

       –¡No gaste pólvora en gallináceos!, responde la otra.

       Levantamos la cabeza cuando dan vuelta la esquina. El perro nos mira y vuelve al pie del árbol, se ovilla y cierra los ojos.

       Un breve toque de manos y nos alejamos en direcciones contrarias.

       Somos sombras fugaces que corren pegadas a la pared.

       Antes de seguir corriendo agradezco al animal, tocándole. (Susana Sánchez, Secretos menores y non tanto, Santiago de Chile, Asterión, 2009, p.12)

 

Las sandías

Mamá dijo que aquel día empezó el sol  a quemar desde temprana hora. Ella iba para Juárez: Los soles del norte son tan fuertes, lo dicen las caras curtidas y quebradas de sus hombres. Una columna de jinetes avanzaba por aquellos llanos. Entre Chihuahua y Juárez no había agua; ellos tenían sed, se fueron acercando a la vía. El tren que viene de México a Juárez carga sandías en Santa Rosalía; el general Villa lo supo y se lo dijo a sus hombres; iban a detenerlo; tenían sed, necesitaban sandías. Así fue como llegaron hasta la vía y, al grito de ¡Viva Villa!, detuvieron los convoyes. Villa les gritó a sus muchachos: “Bajen hasta la última sandía, y que se vaya el tren”. Todo el pasaje quedó sorprendido al saber que aquellos hombres no querían otra cosa.

La marcha siguió, yo creo que la cola del tren, con sus pequeños balanceos, se hizo un punto en el desierto. Los villistas se quedarían muy contentos, cada uno abrazaba su sandía. (Nellie Campobello. Relatos del Norte de México))

 

Es importante advertir que en los textos leídos, como en los de otros  autores latinoamericanos,  no existe una relación de inmediatez autobiográfica que tuvo el enigma de la violencia de estado con los escritores de los 80. En esta literatura hoy, lo que impacta es el peso del presente, no como enigma a resolver, sino como escenario a representar. Las interpretaciones del pasado se reemplazan por representaciones etnográficas del presente.

 

La experiencia del cuerpo en la escritura memorialística breve chilena

 La sociología del cuerpo representada entre otros autores por Le Breton y  Tuner intenta analizar la realidad social desde una interpretación del cuerpo. Foucault por su parte  concedió al cuerpo un espacio de excepcional interés: los cuerpos – aquí aparece su concepto de biopolítica– son “docilitados” a través de diferentes instituciones –cárceles, internados, escuelas, cuarteles, hospitales, etc.– que los controlan y a la vez someten a las personas que los “poseen”. El texto que sigue, muestra cuerpos “escritos de dolor” que representan estas estructuras de dominio.

 

Estados

Cinco  mujeres, en el vestidor de la piscina municipal, constatan que todas tienen cicatrices en sus cuerpos.

–Mi padre– dice la del vientre quemado- por demorar con el agua para el té.

Nadie dijo nada.

La del pecho mutilado agrega:

–Marido maltratador. Libre.

Avergonzada, la del meñique faltante, cuenta:

–Hijo drogadicto, vive conmigo.

–Mi supervisor me partió la rodilla con un fierro por sumarme a la huelga de la fábrica. Ni siquiera lo encarcelaron– agrega la de la pierna tiesa.

La última se gira y muestra la espalda quemada del cuello a los tobillos, en un patrón de rayas:

–Ejército de Chile– dice. Parrilla eléctrica, cinco años presa, golpeada, violada. Ellos siguen donde mismo. (Susana Sánchez. Basta. Cien mujeres contra la violencia de género. Santiago de Chile, Asterión, 2011, p. 94).

 

El cuerpo no es sólo tema, sino que estructura y determina la construcción que de sí mismos hacen los sujetos enunciadores. Lenguaje tenso, entrecortado, donde las voces se colocan más allá del pudor o impudor. No se trata de eso,  sino de la muerte misma que está fuera de toda posibilidad de representación.

 

Para concluir

La memoria es la base de nuestra identidad individual y colectiva. El hombre se busca a sí mismo desde tiempos remotos; la literatura es un espacio privilegiado para esa búsqueda. Cada escritor lo hace de maneras distintas: unos tienen una mirada documental; otros realizan, con ese mismo potencial documental, torsiones desrealizadoras. En este trabajo hemos mostrado cómo el microrrelato, a través de diferentes técnicas –restricción o sustracción de datos, breve y rápida referencia a un acontecimiento extenso, concentraciones de sentido, huecos, elipsis, finales inacabados o abiertos– se inscribe no sólo dentro de los géneros canónicos de la literatura del yo sino que muestra que con sus  características intrínsecas evoca y aprehende estéticamente más adecuadamente la parcialidad y la incompletud de los recuerdos y, por ende, de realidad misma.


[1] E. Tulving, “Study of memory: processes and systems. En : J. K. Foster y M. Jelicic (Eds.), Memory systems or function? Oxford University Press, 1999, p.13.

[2] Ángel  Nogueira Dobarro, “Psicología cognitiva de la memoria. La memoria como una realidad integrada en múltiples sistemas, procesos y niveles de análisis”, en revista Anthropos, n. 189-190, Barcelona, Anthropos, 2000, p.4

[3] Bettina Pacheco, Mujer y autobiografía en la España contemporánea. San Cristóbal, 1997, p.13.

[4] Los géneros del yo mantienen con la ficción una relación problemática porque, en principio, se los reconoce como no ficcionales: como dice Pozuelo Yvancos, “un lugar de frontera” donde se debaten cuestiones como las del sujeto, la referencialidad o la imaginación opuesta a la verdad. La reconstrucción del pasado en una autobiografía se lleva adelante a través de un relato que obviamente no es el pasado mismo, sino una construcción donde el proceso de elección y selección de los datos responde a una imagen previa que el autor  ha elaborado de sí mismo, que tiene más de ficción que de realidad”, citado por Mariana Genoud de Fourcade y Gladys Granata de Egües en Escrituras del yo y de la memoria, Mendoza, Universidad Nac. de Cuyo, 2009, p.11.

[5] Paul Ricoeur. La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid, 1999, p.16.

[6] Esther Andradi. Sobre vivientes. Buenos Aires, Simurg, 2001, p.30.

[7] Ibíd., p.103.

[8] Biruté Ciplijaukaite. 1994. La novela femenina como autobiografía. Barcelona. Anthropos. P.19

[9] Véase un  estudio detenido de este texto y otros de la extensa producción del crítico e investigador David Lagmanovich en: Salim, Susana “Historia del Mandamás de D. Lagmanovich: indigencia de un discurso que hace posible la inteligibilidad del universo”. Letras de Chile. Publicación digital. Agosto de 2011. También se abordó este tema en la ponencia  presentada en  el Primer Coloquio Internacional de Minificción, Lima, Perú:” ¿Por qué escribimos o leemos microrrelatos? A propósito de la última creación breve de David Lagmanovich”, octubre de 2012. Asimismo, en la comunicación Memorias de un microrrelato de D. Lagmanovich: reflexión conclusiva sobre la trascendencia y lugar de la literatura en la historia,  VII Simposio Internacional de Minificción, Berlín, Alemania, noviembre de 2012.

[11] Paul John Eakin. En contacto con el mundo. Autobiografía  y realidad. Madrid, Megazul-Endymión,1964.