Alberto López Sanjurjo (1952, León). Profesor de Letras, ha ejercido como periodista y es autor de varias novelas. Ahora los invitamos a leer uno de sus cuentos.

EL SOLDADO PERDIDO

Por Alberto López Sanjurjo

Ese día, con el caos de las últimas semanas, andaba algo despistado Julio y además estaba de permiso. Le esperaba una linda semana en compañía de su familia y el tiempo, más dulce y soleado que de costumbre en esa época del año, se prestaba a ello.

Arrancó el reluciente y flamante todoterreno negro y cerró Julio la puerta del garaje con el control remoto, dejando atrás su bonita casa con jardín y, algo pensativo, se dirigió al centro de la ciudad donde se encontraba la exclusiva tienda de ropa deportiva a la que solía ir y, esa mañana, pensó comprar unas zapatillas nuevas y tal vez unas camisetas al estilo de las que lucían en esa temporada los jugadores de baloncesto de Chicago, su equipo favorito.

Ese día, al igual que los anteriores, poco tráfico había y no paraba de recordar Julio lo que les habían dicho su esposa y comentado sus colegas si bien se había acostumbrado a guardar para sí sus opiniones.

Acababa de regresar de su última misión por Panamá que había sido todo un éxito y todo estaba listo para que sucediese lo que tenía que suceder. Pero ese asunto no era de su incumbencia. Así había podido ascender a oficial y solamente así a lo largo de su relativamente breve pero muy intensa carrera castrense que lo había llevado de la península de Baja California Norte y Sur al golfo de México, de la península de Yucatán a las Antillas Mayores, de las Antillas Menores al Delta del Orinoco y de allí a varios países andinos. Tan solo desconocía la extensa selva amazónica pero tenía por seguro que otros destacamentos autónomos del mismo ramo se interesaban por esos parajes más inhóspitos pero sin lugar a dudas muy esperanzadores por su subsuelo tanto terrestre como marítimo o fluvial. Y de todas formas, no hablaba portugués lo que dificultaba parte del oficio. Tan solo lamentaba nunca haber viajado a la meseta patagónica por ser tierra de sus antepasados maternos que habían emigrado a Colombia no por decisión propia sino porque la fiebre aurífera de mediados del siglo XIX que los había imantado y que había de llevarlos a California se interrumpió bruscamente por falta de posibles y también de voluntad más bien física que moral. Así que los padres de Julio, al cumplirse los sueños de la estirpe, hubieran disfrutado de una vida muy pero muy cómoda al abrigo de cualquier pena, contrariedad o necesidad de las que padecieron en su joven vida de pareja hasta que, beneficiándose de los cambios migratorios de los años sesenta en los Estados Unidos, decidieron también dejarse llevar por el sueño americano y probar suerte por el otro lado del río Bravo con sus cinco hijos. En esa época, todavía no había nacido Julio Ignacio, hijo menor de la familia.

No obstante, por las vicisitudes de la vida, se torció nuevamente el destino y la elegida fue Chicago y no California lo que deploraba con amargura la esposa de Julio, de origen mexicano cada vez que se refería él a la historia familiar y a lo que acostumbraba responder Julio con el mismo tono guasón: “Chicago nos unió, querida. De lo contrario, no te habría conocido, linda paloma.” Pero en términos generales, él se negaba a opinar sobre el asunto y desde su enrolamiento, de joven, en el ente militar estadounidense, había hecho suya la divisa del buen servido doméstico: “ver, oír y callar” y no le importaba la encendida discusión que había tenido poco antes con su esposa y que ella había cerrado de la siguiente manera: “¡No eres más que un cobarde, Julio Ignacio, te has agringado hasta los huesos!” (Portazo). Él no se inmutó. La miró de hito en hito, suspiró y agarró la llave del coche que estaba en el aparador como si nada.

Por supuesto, los últimos acontecimientos andaban en boca de todos y una vez en su oficina el gerente, los vendedores de la tienda de ropa deportiva, en su mayoría jóvenes, volvieron a comentar en voz baja, como murmurando, lo que estaba ocurriendo en la ciudad. Los de la planta baja eran cinco, ves-tían de la misma forma con chándal, camiseta y zapatillas de deporte blancas con el logo de la empresa pero sus muecas dilataban nerviosismo y preocupación que no lograban ocultar sus sonrisas mecánicas y su muy profesional atención a la clientela.

Al abrir la mochila para sacar su tarjeta de crédito, se dio cuenta Julio Ignacio de que no la tenía y que tampoco se ha-bía llevado sus papeles y que ciertamente los había dejado en casa. Al ver el embarazo del cliente, le sonrió la cajera con amabilidad y le dijo que bien podía pagar en efectivo. Metió Julio las manos en los bolsillos del pantalón, luego de la chaqueta y se percató, molesto y apenado, que no tenía ni un dólar. Se disculpó, que lo sentía, que en estos momentos andaba en las nubes y le propuso que apartara ella las compras y que las guardara el tiempo necesario hasta que volviera con la cartera. Aceptó ella con tal que se presentara antes del cierre de mediodía. Le dio las gracias Julio, empezó a masticar un chicle con sabor a menta y empujó la puerta de salida.

Le abrió la puerta el raso.

-Aquí está su comida – y dejó la bandeja en la única mesa de la celda.

-¿Quisiera hacerle una pregunta? – dijo Julio.

El otro lo miró con desagrado y le contestó, irritado:

-Otra vez con el mismo cuento. Usted no se cansa nunca. Ya le dije que a mí me vale un pito sus delirios sobre su supuesta identidad.

-Pero…

– Y no se habla más. Usted acá no es más que un preso más.

-Cambie de tono, joven –replicó Julio- y hábleme con el debido respeto que se debe a…

Y lo atajó el raso secamente:

-Otra vez la loquera y yo soy el presidente de la República ¿no se había dado cuenta? Coma ya, que se va a enfriar.

Y se fue de prisa ya acostumbrado y a la vez harto de oír siempre la misma cantinela.

Luego se oyó el clic metálico de la tarjeta al introducirla el raso en la cerradura electrónica junto a la puerta. Y volvió a ponerse en rojo la lucecita.

Hacía más de un mes que estaba Julio Ignacio en la celda 452 B de la cárcel más grande del país más pequeño de Latinoamérica y todavía no tenía la más mínima información sobre el porqué de su arresto, deportación y encarcelamiento en tierras extrañas al igual que miles de latinoamericanos víctimas de redadas y desterrados encadenados como si fueran criminales. Claro que no era ningún neófito y estaba al tanto de los estrechos vínculos entre ese país y el suyo pero ¿Cómo habían podido confundirlo a él, oficial patriota condecorado en repetidas ocasiones por su conducta ejemplar, disciplina y arrojo, valentía y camaradería, él que tantas veces había arriesgado su vida por la libertad de los demás países de la región. Y ni tenía noticias de su esposa y dos hijas. ¿Estarían bien? ¿Estarían a salvo? ¿Estarían todavía en Chicago? ¿Ha-brían vuelto a Colombia o a México? ¿Estarían en un centro de detención en algún lugar de Latinoamérica?

De repente, se oyó a lo lejos como unos truenos y pronto entendió Julio que se trataba del vuelo de aviones pero no de carga sino de caza y le vino a la mente que se dirigían tal vez a Panamá y tuvo Julio esa extraña sensación parecida a la de un agudo y devastador estremecimiento que le hizo pensar que a lo mejor había fracasado el operativo panameño. Se acostó un largo rato viendo el techo con goteras y las paredes que rezumaban humedad y se puso a recordar a los policías que le cayeron encima y que lo llevaron a su coche esposado justo después de salir de la tienda de ropa deportiva. Lógicamente, lo estaban vigilando. También le vino a la memoria las caras y miradas asustadísimas de los dependientes detrás del escaparate. Unos minutos antes, uno de ellos se había salido y tuvo la imprudencia de preguntarle a los policías el porqué de la detención. Al pobre chico lo molieron a porrazos y se quedó tendido en el suelo.

Ni había podido Julio Ignacio comunicarse con ningún abogado después de tantas semanas de encarcelamiento. Tan solo le habían dicho al respecto: “Usted es uno más… y tendrá que esperar su turno como los demás, si algún día llega…” (Risas). Tampoco había conseguido autorización alguna para cartearse con su familia, allegados o colegas. Una sola vez, le dejaron la ilusión de hablar con su esposa pero al entrar en la sala de espera donde se encontraban los teléfonos, quiso la mala suerte que se armara una riña entre presos y el raso que se encontraban en el umbral de la puerta le cerró el paso. Tan solo pudo decir Julio Ignacio: “solo vine a hablar por teléfono” y de inmediato se lo llevaron de regreso a su celda.

Durante esos largos meses que parecían de nunca terminar, su única diversión fue de observar el pedazo de cielo azul por la diminuta ventana: su única luz y esperanza que le recordaba que estaba vivo. Pero en su fuero interno, en lo más profundo de su alma, se sentía humillado, traicionado y más de una vez pensó en la muerte, sentimiento que hasta ese momento le era ajeno y que solo percibía en su dimensión técnica. Su vida no había sido más que un espejismo, un sueño luminoso que se había convertido en macabra y letal pesadilla y darse cuenta de ello después de tantos años de fidelidad y lealtad absolutas le provocaba continuos mareos, vertiginosos espasmos y hasta demoledores náuseas. De una de dos: o bien lo habían confundido con otro, vaya a saber si a propósito o no, o bien lo habían liquidado por motivos que él ignoraba. Pero no, no podía ser. Tenía confianza. Le abriría esa maldita puerta el raso y poniéndose en la posición de firmes le diría: “Mi capitán, ya terminó su misión. Puede irse” y lo acompañaría hasta el despacho del Director general de la penitenciaría en el que se encontraría el mismísimo coronel, jefe emblemático de los Chicago boys, para felicitarlo y llevarlo de regreso a casa. En el aeropuerto, lo esperarían su esposa y sus dos hijas. Esta vez estaría de permiso por un mes completo sin recibir ninguna llamada que pudiese perturbar ese dulce y tierno reencuentro familiar. Se lo había asegurado el coronel.

Y de pronto se oyeron ráfagas de viento, se oscureció el cielo y se abatió una violenta tormenta tropical que barrió con las ilusiones del soldado perdido al rememorar Julio Ignacio la trágica desventura que solía contarle su padre de María de la Luz Cervantes en tiempos del Generalísimo.