APROXIMACIONES A «LA PARTIDA», NOVELA DE JORGE CALVO
Por Osvaldo Godoi
La Partida, primera novela de Jorge Calvo (Santiago, Chile, 1952), fue publicada en 1991 por Mosquito Editores. La que me propongo comentar, publicada en 2023 por Signo Editorial en conmemoración de los 50 años del Golpe civil y militar, es la cuarta edición revisada por el autor.
La novela comienza con una cita a la entrevista realizada a uno de los participantes del atentado al dictador. El periodista le pregunta por qué participó en el ataque, a lo que el joven responde: «En el año 1975 junto a un grupo de amigos del barrio formamos un club deportivo. La DINA nos detuvo y torturó […] Cuando salí en libertad juré que si alguna vez me volvían a torturar tenía que existir a lo menos una razón. Usted comprende, ¿no? Una razón de verdad».
Dicho fragmento nos introduce de inmediato en la propuesta narrativa de Jorge Calvo, que a mi parecer aborda el ejercicio de la violencia como medio y como fin, y de cuyas consecuencias en los personajes relevantes nos enteramos a medida que avanzamos en la lectura de la novela.
LOS TRES EJES
Dividida en ocho capítulos, La Partida asume tres ejes de acción, los cuales se ramifican y entrelazan mediante fragmentos que dan unidad al relato. El primer eje, que da inicio a la novela, corresponde a un adolescente aficionado al fútbol y que corteja a su vecina la Mary, quienes caerán en manos de los agentes de Mosca Ocho, una sección del aparato represor de la Junta Militar. El segundo eje corresponde al estudiante y jugador de ajedrez Heredia —o Simón—, personaje principal, y su pareja, Carmen Andrea o «La Flaca rica», quienes, ante el derrumbe del gobierno popular con el golpe de Estado, deciden permanecer luchando en la clandestinidad, negándose al exilio. El tercer eje corresponde a los cuatro agentes de Mosca Ocho, «los gorilas», presentes de algún modo en todos los capítulos de la novela. La trama se va urdiendo desde el presente del personaje principal hacia el pasado, elaborando desde allí un futuro que los lectores conocemos bien pero que Heredia, como buen ajedrecista, solo alcanza a imaginar.
Los tres ejes de acción de La Partida señalados anteriormente ofrecen un discurso bien definido, que pretende exponer las consecuencias de la dictadura en víctimas y victimarios, contrastándolos mediante un despliegue dosificado de las historias personales, más allá de las evidentes diferencias ideológicas. Así, la relación entre Heredia y Carmen Andrea, jóvenes revolucionarios, versus la relación entre el Capitán Fito y la Negra, un jefe del aparato represor y su amante, tiene su síntesis en la relación del Negro Moreno y la Mary, dos adolescentes de barrio que pese a no tener ninguna participación en actividades políticas reciben las consecuencias de la época.
EL AJEDREZ COMO CLAVE DE LECTURA
No es por azar que La Partida se divida en ocho capítulos: el tablero de ajedrez se compone de ocho filas numeradas del 1 al 8 y ocho columnas signadas de la A a la H. La novela, desde el título ofrece una partida de ajedrez como símbolo del contexto narrativo, y dedica varias páginas al campeonato de ajedrez donde se enfrentarán Heredia y Renchiffo, miembro del aparato represor, agente de Mosca Ocho.
En un momento álgido de la trama, esa partida de ajedrez es puesta en contraste con un partido de fútbol poblacional, cuya síntesis podemos encontrarla en el juego del ping-pong, citado dos veces, una al comienzo y otra al final de la novela: «en varios tableros se ha iniciado el ping-pong de las aperturas y el copioso e incesante tic-tac de los relojes sobrevuela el local[…]» (35); «Así es la vida, para allá y para acá, como pelota de ping-pong» (214). La tensa calma que inunda el campeonato de ajedrez contrasta con el efervescente partido de fútbol entre unos viejos conservadores y un equipo de jóvenes pujantes, relatado con maestría en la voz de un comentarista deportivo que no puede menos que provocarnos carcajadas, de esas con lagrimitas en los ojos. Pero, detrás de lo hilarante y vitalista de la escena deportiva acecha el aparato represor, para quienes «La mayoría de las organizaciones culturales y deportivas que montan los terroristas no son otra cosa que artilugios, organismos de fachada para justificar el movimiento de dólares» (75); «Señora, desde hace mucho tiempo sabemos que los clubes deportivos son (sacando pecho) la Sierra Maestra del terrorismo criollo» (184). Lo anterior, aplicado al fútbol, por ejemplo, justificaría porqué en Chile pasó de ser una organización barrial a fines del siglo XIX y posteriormente una asociación de clubes sociales y deportivos con marcada presencia territorial durante gran parte del siglo XX, hasta convertirse en el paraíso de sociedades anónimas y apuestas ilegales de hoy. Por su parte, el ajedrez continúa siendo el deporte ciencia, una actividad de minorías, un ejercicio mental, individual —que no individualista—, y por ello menos peligroso para la reacción. Algo similar ocurre con el ping-pong.
Avanzar en la lectura de la novela, efectivamente es como estar presenciando una partida de ajedrez, donde la concentración en el juego de los personajes en pugna se ve interpelada por las múltiples voces que surgen en el relato, como si hubiera un tumulto circundando el tableropágina; como si junto a nosotros, los lectores, cada personaje intentara darnos su versión de la partida. Para lograrlo, el autor realiza un alto despliegue técnico que permite ahondar en la búsqueda de una respuesta, junto con Heredia —o Simón—, a la interrogante que cruza la novela como un murmullo casi inaudible que se hace explícito en la página 198: «¿Por qué chuchas no peleamos? / Éramos miles, cientos de miles, millones». Dicha interrogante, que diferencia a esta novela de la gran mayoría dedicadas al mismo tema, proviene de un ajedrecista «agresivo», que busca siempre ganar por jaque mate en el menor tiempo posible (82). Y, aunque Heredia dice que resistir la dictadura en la clandestinidad era como viajar «[…] en un submarino que estaba siendo bombardeado» (102), también acepta que antes del golpe «[…] fue una época muy hermosa, nos ocupábamos de cosas trascendentes y de cosas sencillas con la misma tranquilidad» (53). Es decir, Heredia estaba inmerso en lo que él mismo designa como «el momento fuera», «otra dimensión[…] una realidad física intangible, situada dentro de la mente», «a tal extremo absoluta y obsesiva que alguien podría disparar un balazo, podría ocurrir un temblor de tierra o podrían aterrizar los marcianos y ninguno de los jugadores se daría cuenta.» (136-137). Tal vez por eso se atreve a decir que «Un buen ajedrecista es como un niño lanzando petardos» (83). Niños lanzando petardos. La «generación de los padres», que para mí no tiene mucho que ver con la llamada «nueva narrativa», así como yo no tengo mucho que ver con la «generación de los hijos».
En la escena del juego de ajedrez entre Heredia y Renchiffo, queda en evidencia la superioridad intelectual del joven miembro de la célula revolucionaria, por lo que Heredia asume el triunfo de antemano. Sin embargo, su ventaja obedece a su preparación intelectual y el uso de una violencia teórica, que funciona y ejerce su poder solo en el tablero. Es decir, Heredia, un maestro del ajedrez, capaz de instalarse en «el momento fuera» como «en una cápsula que se desplaza en cualquier punto del tiempo o del espacio» y situarse en esa «realidad física intangible» (136), sabe que es incapaz de triunfar sobre su propia realidad cotidiana, en la que apenas puede evadir el peligro ocultándose, según las reglas del otro juego, el más importante. Y en ese contexto, Heredia pasa de jugador de ajedrez exitoso a miembro activo del «gremio de los perdedores natos» (138), que siempre pueden explicar muy bien la «lógica» de por qué perdieron, pero son incapaces de predecir las jugadas de su oponente, quien sabe muy bien que «el factor sorpresa es decisivo cuando se juega contra el tiempo» (83), lo que queda demostrado, lamentablemente, en la ferocidad y contundencia con que los golpistas ejecutaron su estrategia para derrocar el gobierno popular en tiempo récord. Porque, a diferencia del ajedrez, la lucha por el poder involucra el ejercicio de la violencia empírica, no teórica: para ellos, el control del poder se resolvía a bombazos.
Es la premisa de la novela, que no cuestiona la vía pacífica al socialismo, a la chilena, sino que expone la principal falencia de los llamados «a cambiarlo todo», que fue jugar limpio una partida que ya estaba viciada, porque «Este es el país del engaño, de la ilusión colectiva y el show» (199).
AJEDREZ Y POESÍA
Según Heredia, todo jugador experimentado de ajedrez tiene sus ritos. En su caso, él «repite frases o palabras sin sentido» (37). En la novela hay cuatro secuencias de tres frases-versos cada una, que al ser leídas dan la idea de que Heredia está mentalmente creando haikús, esos breves poemas japoneses de tres versos inventados por el monje Zen Matsuo Basho en el siglo XVII. A mi modo de ver, el haikú posee en su estructura interna las premisas del budismo Zen para alcanzar la iluminación (Satori), es decir, la Visión (Chien) y la Acción (Hsing), la posibilidad y lo concreto; el germen; la semilla. En el caso de Heredia, lo único que emparentaría sus textos con el haikú sería la Visión y la Acción, que surgen intuitivamente del choque de sentidos entre cada frase-verso.
A continuación citaré las cuatro secuencias que Heredia nombra mentalmente para relajarse antes de la partida que debe jugar contra Renchiffo en el campeonato de ajedrez:
1
Gregorio Samsa
Al llegar a Barcelona
Los enigmas del vino.
2
Al final de este viaje
La muralla china
El puente de Waterloo.
3
Las piernas de Marleen Dietrich
Meneando el abanico
Las pirámides de Egipto.
4
Cabiria y el dictador
Raíz de menos uno
La dulce patria.
(33, 36, 37)
Un análisis de estos cuatro fragmentos enunciados por Heredia aportarían, quizá, nuevos elementos a la comprensión de esta novela o al menos darían otra perspectiva del personaje, que de paso está muy bien perfilado. Por ahora diré que no dejan de ser excelentes poemas breves, que permiten equilibrar la escena y darle hondura al tono con que enfrenta Heredia la partida.
Pienso que también es posible encontrar tres ejes de acción en el rito de Heredia: ajedrez, poesía e iluminación. Pero dicha triada solo es posible verificarla en «el momento fuera», en esa «realidad física intangible». En esa dimensión, donde el proceso creativo de un haikú y la elaboración de una jugada original comparten la determinación y la concentración del jugador, no es inverosímil que haya «jugadores místicos que le han contado a Heredia que, durante el transcurso de una partida de ajedrez, les ha sido revelado un principio secreto de vida, un misterio profundo de la existencia» (137). El Satori de los budistas; el éxtasis de los poetas; el «Principio de la combinación desequilibrante» según Heredia, para quien «el ajedrez es mucho más un arte que una ciencia» (38).
EL CUESCO DE DAMASCO Y LOS COLORES
En el ajedrez, la posición de los peones está en la fila 2 y abarca todas las columnas, por tal motivo, siguiendo una relación entre ese juego y la estructura narrativa, en el segundo capítulo de la novela aparece Heredia, o Simón, el jugador de ajedrez, el revolucionario que decide quedarse a resistir la dictadura junto a su pareja, a quien conoció de modo fortuito una tarde de 1969 en una de las marchas por Vietnam: desde un camión alguien les lanza un cuesco de damasco y Heredia lo atrapa antes de que impacte en el rostro de Carmen Andrea, «la flaca rica». El cuesco de damasco va a ser un símbolo de dicha relación, y en el desarrollo de la novela se comprende que su condición, «que a esas alturas había adquirido el aura de un talismán» (103), desborda los límites de la pareja y se instala como símbolo de una generación.
El cuesco de damasco es una semilla —el germen; el origen; la partida— por lo que a nivel simbólico es posibilidad rotunda, la certeza del acto en potencia, un punto suspensivo desde el cual es posible la continuidad de la línea de la vida; pero en la novela es utilizado como arma contra Carmen Andrea, ante lo cual se interpone Heredia, evitando que impacte en el rostro de ella. Portador de vida, el cuesco es utilizado contra la vida, pero la mano salvadora de Heredia anula el gesto y lo sublima, convirtiéndolo en el símbolo de la relación entre ambos: «intuíamos, que el secreto de nuestra energía tenía su origen en el cuesco de damasco» (56).
Uno de los gorilas, en conversación con un subalterno, le dice: «La teoría jamás superará a la experiencia. Vista así la cosa, resulta más fácil: a los soñadores les damos la pelea en su mismo terreno, es decir: bajo tierra.» (74) Bajo tierra germinan las semillas y laboran los gusanos, bajo tierra el cuesco de damasco podría concretar su posibilidad, pero también cabría suponer que en su calidad de talismán ha modificado su naturaleza, transándola por la infertilidad del símbolo en esa pareja, ya que será el detonante de la tragedia.
La triada semilla-proyectil-talismán, tiene su símil en los colores predominantes de esta novela: el tablero de ajedrez y sus piezas, además del «baño de azulejos ajedrezados» (53) del departamento de Heredia y Carmen Andrea, comparten el blanco y negro; el blanco del brazalete de los «gorilas», los pechos blancos de la Mary, los pañuelos blancos que despedían al poeta en su funeral, etc.; el Negro Moreno, el Negro chico, el mercado negro, los lentes negros del capitán Fito, los calzones negros de la Tiarina —la Negra—, los capuchones negros de los prisioneros, etc. Y, como en rigor el blanco no es un color, el azul y el rojo se suman al negro como los tres colores más significativos de la novela. Como dato no menor, en la novela se nombra apenas dos veces el amarillo, tan de moda en estos tiempos. En cuanto al rojo, no diré nada, ya que contiene en sí mismo toda la carga simbólica que se intuye. Pero el azul, a mi juicio posee una clave importante: el Peugeot azul sin patente de los «gorilas» se desplaza por la ciudad en completa libertad, como una mosca por un tablero de ajedrez (no es gratuito el hecho de que dicha sección del aparato represor se llame Mosca Ocho), presagiando el comienzo del encierro y la tortura, la muerte y la desaparición (la eliminación de piezas en el tablero), en contraste con el color azul de las paredes del cuartito que comparten Heredia y Carmen Andrea, «era un cuartito acogedor que pintamos de azul y que fue la dulce morada de nuestras vidas» (53), «buscábamos el refugio del cuartito azul» (56), «Entre tanto, las arañas tejían su tela, inexorablemente el círculo se estrechaba y el cuesco de damasco se asemejaba cada vez más a un platillo volador estacionado sobre el estante» (57). Y, como «Una superficie de azul no es ya una superficie, un muro azul deja de ser un muro […] Entrar en el azul equivale a pasar al otro lado del espejo, como Alicia en el País de las Maravillas.» (Chevalier-Gheerbrant, Diccionario de los símbolos, 1969, p. 244), descubrimos que tanto el Peugeot azul de los victimarios como el cuartito azul de las víctimas comparten una especie de «momento fuera», como si el resto de la ciudad, del mundo, ignorara, como efectivamente lo hizo, lo que ocurre en esa otra dimensión.
LA PARTIDA COMO DOCUMENTO
Jorge Calvo logra crear una novela coral que funciona como un rompecabezas imposible, donde las piezas no calzan perfectamente y aún así somos capaces de formar una imagen global coherente que nos permite ver a medias, pero ver al fin y al cabo, una versión desfigurada aunque poderosa de la realidad, ya que eso mismo es lo que ocurre en la sociedad chilena de la época que narra; fragmentada, herida, aterrada, silenciada, por una parte y por otra, feliz, comprometida con el régimen, decidida a transformar este país desde sus cimientos. La Partida funciona como una instantánea que en vez de capturar la imagen frente a la cámara expone el entorno desde diversos ángulos superpuestos.
Los personajes de clase baja o subalternos de esta novela están resueltos con maestría, no caen en la caricatura, si bien el discurso a veces hilarante propondría lo contrario en una lectura superficial. A mi modo de ver, Calvo acierta al disponer en la estructura de su novela esas voces, que no exentas de verosimilitud traen a la lectura el vacío de sentido que experimentan los personajes a causa de esa cándida suposición o resignada sumisión de que todo lo que se diga es cierto, como ocurre en una escena donde los «gorilas» de Mosca Ocho destrozan el piso de la casa de una pobladora y excavan un agujero para informar después a la opinión pública del hallazgo de una cárcel popular, todo ante el estupor de la dueña de casa, que incluso duda de lo que acaba de ver; el discurso individual es anulado por el discurso oficial; realidad y ficción se funden, al igual que tragedia y farsa, generando una dualidad que no permite síntesis: la reflexión y la acción; la planificación y la improvisación; la certeza diurna y la incertidumbre nocturna; el silencio y el grito; las casas de seguridad y las casas de tortura; etc. En lo que no hay dualidad es en el miedo; unánime, transversal, omnipresente.
La Partida se hace cargo del miedo con total consciencia, lo percibimos incluso en los propios agentes del terror, que también son investigados, hostigados y eliminados por sus mandos superiores cuando así lo deciden. Porque en esta novela no hay inocentes, cada persona es un potencial enemigo: «No lo olvide, capitán, un estudiante jamás es un estudiante. Y, cualquier viejecita de aspecto bonachón es una terrorista en potencia» (73). Los informes que realizan los agentes de Mosca Ocho sobre los propios integrantes de la célula represora, comienzan con una redacción neutral, despersonalizada, y poco a poco van convirtiéndose en relatos donde abunda el menudeo y la ironía hasta transformarse en meros anecdotarios, sarcásticos y tal vez inexactos. Si recordamos que Heredia había leído el «18 de Brumario» (34), comprenderemos que la mutación del estilo en dichos informes Calvo la realiza ex profeso, ya que, citando a Marx sobre el asunto, la historia ocurre dos veces: la primera como una tragedia y la segunda como una farsa; lo que implicaría que, para esos torturadores y asesinos, mandos medios de la dictadura, el límite entre infligir o padecer el terror —entre la tragedia de la víctima, a causa de la farsa montada por el victimario— es tan ilusoria como el poder que se les ha entregado por quien efectivamente ejerce el poder.
Otro mérito de La partida es la narración de hechos verídicos que se integran a la novela de modo orgánico. Por ejemplo, el funeral de Pablo Neruda está narrado con maestría, es posible sentir la amenaza inminente, metralletas en mano, del contingente militar que no pudo ejercer su arte contra la silenciosa pero decidida participación de miles de ciudadanos que asistieron a despedir al premio Nobel. «Aquel sepelio era no solo el entierro de un vasto símbolo, era también el entierro de un sueño, pero por encima de todo se trataba del fin completo de una era» (113).
Escenas como la anterior invitan a leer La Partida no solo como una obra de ficción, sino como el documento de una época, ya que, desde mi experiencia como novelista, una novela es una historia cuyo argumento es creado —casi siempre— a base de mentiras, de personajes inexistentes, de lugares y situaciones irreales, pero, lo que jamás el novelista puede fingir son los sentimientos involucrados, ya que gran parte de la coherencia de los personajes pasa por lo que sienten y piensan, lo que sufren y gozan, lo que anhelan, y cómo lo traducen en acciones que permiten el desarrollo de la trama. Para eso, el autor vuelca su propia experiencia, sobre todo la emocional, sin intermediarios. Esa especie de desnudez ante el lector es imposible evitarla; él sabrá de inmediato si estamos realmente comprometidos o no con lo que estamos relatando. Calvo lo demuestra con elocuencia en esta novela.
LA PARTIDA DE UNA GENERACIÓN
Las consecuencias colectivas que trajo la dictadura —la derrota comunitaria, siempre relativa—, enlazadas a la decisión del personaje principal, Heredia, por permanecer en ella, pues la partida significaría una derrota personal, siempre definitiva, es lo que imprime fuerza a esta novela. Allí radica el mayor acierto de Jorge Calvo.
En resumen, 33 años después de su primera edición, La Partida se mantiene vigente, a mi modo ver, gracias a que Calvo logra captar el tono con que los diversos estratos sociales enfrentan el auge y caída del gobierno popular y el posterior régimen autoritario. Porque La Partida incluye en su argumento a personajes de los tres bandos: allendistas, momios e independientes. Aunque centra su atención en personajes que celebraron la esperanza en una sociedad más justa y enfrentaron los posteriores hechos sangrientos sin victimizarse, sino cuestionando decisiones erróneas de sus dirigentes, lo que pocos se han atrevido a señalar. De eso trata esta novela brillante, narrada como un torrente caudaloso de vitalidad, de alegría, de ironía, pero también de horror y violencia; una novela que no teme el discurso coloquial y las reflexiones teóricas acerca del deporte ciencia, y que además procura deslizar claves para su lectura a través del inteligente uso de símbolos, como el cuesco de damasco, esa semilla que en la novela es un talismán y un proyectil, incluso un platillo volador, pero nunca un objeto inerte, como tampoco lo son esas páginas rotundas que leemos como si fuésemos partícipes de la efervescencia de aquellos jóvenes que comenzaron eligiendo un presidente popular y terminaron perdiendo una guerra (96). Porque ante todo, lo que brilla en esta novela es la intensidad vital de los personajes comprometidos con el gobierno de Salvador Allende, jóvenes idealistas que se sumaron a un proyecto jamás visto en el mundo, la llamada vía chilena al socialismo, jóvenes tremendamente generosos que compartían sus vidas entre los estudios, las organizaciones comunitarias en poblaciones y juntas de vecinos, en las industrias como apoyo en mano de obra o en la resolución de problemas, en las marchas por la paz contra los ataques del imperialismo norteamericano en otras partes del mundo, jóvenes que profesaban el amor y no la guerra, que creían en la igualdad, en la solidaridad, que consumieron todas sus energías en la construcción de un sueño colectivo, que fueron testigos del despertar de un pueblo históricamente oprimido, que estuvieron del lado correcto de la historia y debido a ello recibieron el horror de frente y sin aviso. Jóvenes decididos a luchar pero que no tuvieron esa oportunidad. Jóvenes que en su mayoría están muertos o desaparecidos, y los que sobrevivieron fueron rápidamente marginados de la nueva sociedad en gestación. De esos jóvenes habla esta novela, y de cómo el aparato represor de la dictadura ejerció la violencia sistemática y al azar para rastrearlos hasta encontrarlos y eliminarlos, y de cómo en esas persecuciones eran arrastrados a la tortura y la muerte muchos ciudadanos comunes, pobladores, adolescentes, adultos y ancianos, que podríamos decir que no tenían nada que ver en el asunto, que solo eran pobladores sin compromiso político, pero que en el fondo ellos eran el centro de la disputa; esos cuerpos mancillados, oprimidos, marginados, esas mentes diezmadas, encarnaban el futuro del proyecto revolucionario: el hombre nuevo, que a estas alturas es casi un mito.
De eso y mucho más habla esta novela escrita por un miembro destacado de la generación de escritores nacidos en la década del 50, esa generación que al decir de Bolaño entregó lo poco que tenía, lo mucho que tenía, su juventud, a una causa que creyeron la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era: «¿Así que ustedes eran los huevoncitos que venían a cambiar el sistema? […] ¿Querís contar el cuento de que las ideas te van a venir a defender? Y cuando te sacamos un ojo quién te defiende; La Cruz Roja, Las Naciones Unidas, los rusos, hueón. ¿Quién chucha? ¿La historia? Me querí hacer creer que el futuro te va a venir a defender» (206).
Que así sea.
Osvaldo Godoi
La Calera, enero 2024.-
Justito hoy leí un artículo acerca de lo poco que reconocemos y divulgamos a nuestras y nuestro autores. Este "valdiviano"…