Por Jaime Muñoz Vargas
Al margen de las grandes vidrieras, sin el ruido promocional que generalmente se concentra en la novela y en abundante “no ficción”, el microrrelato ha podido abrirse brecha entre escritores, editores y lectores. Este avance fue lento durante décadas en América Latina, pero en los años recientes aceleró su marcha debido sobre todo a las nuevas tecnologías de la información: si todo es ahora rápido, a cierta literatura le convino el envase pequeño para moverse con total facilidad en un estado de Facebook o en un tweet. Así pues, de Darío, Lugones y Torri pasamos con lentitud a Borges, Arreola, Cortázar, Monterroso, Denevi, y de ahí, ya más aceleradamente, al numeroso contingente de microficcionistas que hoy exhibe nombres como los de René Avilés Fabila, Luisa Valenzuela, Raúl Brasca, Juan Armando Epple, Eugenio Mandrini, Felipe Garrido, David Lagmanovich, Ana María Shua, Guillermo Samperio, Pía Barros, Rogelio Ramos Signes, Diego Muñoz Valenzuela y muchos otros que no omito por olvido, sino para evitar una lista más o menos cansadora.
Los microficcionistas son, pues, muchísimos, y de alguna manera se conocen entre casi todos porque han sabido organizar espacios para la divulgación, edición y distribución de sus obras, como los encuentros nacionales e internacionales que suelen convocar a editores/cultores de este género y no sólo permiten la lectura y la discusión teórica, sino el intercambio de títulos publicados en todas las modalidades, desde los marcadamente artesanales hasta los profesionales, como es el caso de los libros del sello Micrópolis, del Perú; Ficticia, de México, y Macedonia, de la Argentina.
Macedonia, a propósito, es un emprendimiento individual. Lo encabeza Fabián Vique (Buenos Aires, 1966), quien además de la edición y la docencia ha practicado, a mi parecer con harta fortuna, la escritura de microficción. Si bien su labor como editor es ya digna de reconocimiento —pues es quien más ha publicado títulos de este género en la Argentina, todo desde Morón, partido del conurbano bonaerense—, Vique es un creador espléndido, y es en su obra creativa en la que deseo poner énfasis durante los renglones venideros. Tiene cinco títulos de narrativa corta, aunque las piezas de uno de ellos, La tierra de los desorientados (2007), no encajan en el ámbito de lo microficcional. Aquel primer libro muestra, sin embargo, los rasgos característicos de su trabajo escrito: el humor indeclinable y la búsqueda y el hallazgo de lo absurdo, lo paradójico, lo ridículo. Hay algo en sus ficciones amplias y brevísimas que no veo con frecuencia en sus homólogos: una suerte de desenfado o antisolemnidad que lo lleva a tratar todos sus temas como si nada importara, como si todo fuera susceptible de ser abordado sin manifestar apegos o apasionamientos. Eso le ha permitido escribir de todo, hasta de lo más insignificante, sin que uno sienta que es insustancial. Algo similar siento, por cierto, cuando leo al mexicano Marcial Fernández, par de Vique en dos ámbitos: el editorial y el creativo.
La tierra de los desorientados no es microficción pero, insisto, ya muestra el perfil de la producción ulterior de Vique. El tono humorístico está marcado desde los títulos y el “resumen”. Un cuento, por ejemplo, es “La chica que repartía flores en el leprosario”, que antes de entrar en materia tiene este epítome: “Un médico nos cuenta su historia de amor en el leprosario de General Rodríguez”; o en el cuento “Mercados alternativos”, resumido como “Un texto de gran ayuda para el inversor audaz”. La imaginación de Vique parece permanentemente irónica, zumbona, como decían los antiguos, y jamás se queda enredada en el alambre de púas del chiste fácil, sino que se expande como alegoría sutilmente crítica a comportamientos ridículos o, como ya señalé, absurdos.
En 2009 publicó Variaciones sobre el sueño de Chuang Tzu, su primer libro de microficciones. Además de la serie con las “variaciones” sobre el famoso micro chino, Vique ensarta brevedades que, creo, muestran la malicia algo macedónica (por Macedonio Fernández) que aplica recurrentemente en su escritura. En “El otro Guiness”, narra con guiño cientificista: “Cuando se sabe cerca del final, la lombriz incandescente de Paranacito emprende el camino hacia el centro de la Tierra. El fin le llega mucho antes porque la ruta es larga y además el suelo se va poniendo cada vez más duro. Pero sería canallesco medir sólo el resultado y no considerar la intención”. Más allá de la falsa moraleja, ¿no sería aplicable el caso de esta lombriz al de muchos poetas o futbolistas?
Veamos otro caso del mismo libro. Aquí advierto un delicado cuestionamiento al facilismo de los libros de autoayuda:
Para salir del pozo lo mejor es una buena escalera, lo suficientemente alta y resistente para llegar a la superficie sin tener que andar haciendo maniobras complicadas.
En su defecto, un ascensor o una cuerda bien larga y fuerte, con una roldana bien agarrada a alguna parte, y en lo posible un gorila afuera, con la fuerza y la paciencia necesarias para tirar para arriba sin hacer demasiadas preguntas.
Una vez en la superficie, actuar con naturalidad, como si tal cosa, silbando bajito.
O este en el que juega con la intertextualidad en una de las variaciones que dan título al libro: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar no sabía si era una mariposa, o si era un dinosaurio que todavía estaba allí”.
Un año después, en 2010, Vique publicó su segundo lote de brevedades en La vida misma y otras minificciones. El autor persiste en la voz socarrona, y lo hace desde el prólogo. Señala que dividió el contenido en tres secciones, y aclara: “Lo importante es que la mayor parte de las piezas del primer grupo pueden pasar al segundo o al tercero, las del segundo al tercero o al primero, etcétera”. Este libro es el mejor de Vique, aunque debo decir que no conozco “Peces”, título casi recién aparecido en Buenos Aires.
Hacia 2012, PD Editores, de Monterrey, publicó una antología titulada “Los suicidas se divierten”. Reúne lo mejor de la producción de Vique. Entre sus textos está mi relato favorito, “El escupidor de Rafael Castillo”, que me sirve para cerrar el apunte y recomendar el trabajo de este escritor y editor argentino:
Todas las noches, a la una en punto, el escupidor de Rafael Castillo sale a escupir a la gente. El recorrido abarca las dos veredas de Carlos Casares, desde Don Bosco hasta las vías.
Quienes lo conocemos evitamos la zona en la media hora que dura la vuelta. Pero siempre encuentra inocentes que deambulan a merced de su boca certera.
Alberto apunta a los ojos y lanza un líquido casi blanco, no muy espeso pero de interesante volumen.
Los escupidos se asombran del buen semblante, de la discreción y hasta de la elegancia del escupidor. Nunca reaccionan. Se limpian la cara y siguen su camino. Se dice que en las mejores noches Alberto ha proporcionado más de una docena de escupitajos.
Durante el día, sin embargo, el escupidor es un hombre común y corriente. Suele decir que no le gusta el barrio y que tiene ganas de mudarse con su familia a un lugar más tranquilo.
Jaime Muñoz Vargas (Gómez Palacio, Durango, 1964) es un escritor mexicano. Radica en Torreón, Coahuila, desde 1977. Es escritor, maestro y editor.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…