Lena
Me acusan de conspirar contra el tirano. Me llaman subversiva, terrorista. He caminado las calles de mi ciudad para llegar a los puntos convenidos. Aun obedeciendo la instrucción, caí en una traidora maniobra de cazabobos. Todo es oscuridad en mis ojos abiertos. Una mano suave acaricia mi frente y una voz murmura: «Entrega los nombres». Empuñada, otra mano me golpea. La noche es mis dedos quebrados, mi carne en llagas. Es frío y desnudez. Es, después, un silencio que me invade. La noche es estar amarrada, patiabierta. Es el temor a la voz y la mano suave, porque será imposible resistir el murmullo en el que recuerdo hogar, té con leche y la levedad de un beso. Vendrá nuevamente el fuego del suplicio y, tras él, la voz. «Entrégalos». Entonces pongo la lengua entre mis dientes delanteros. Cuando la descarga me atraviesa, muerdo con fuerza, hasta abajo, hasta arriba. El dolor me corroe. La lengua resbala enrojecida sobre mi pecho. La sangre me ahoga. Ningún nombre saldrá de mi boca. Nunca sabrán quiénes son los que son.
Los jinetes negros de Iván
Galopan, corren, tragan distancias los jinetes negros. Son hombres entrenados en la cabalgata, en el salto de obstáculos, diestros en la faena de trozar al enemigo con sus sables, mientras sujetan las bridas con la mano libre. No conocen el miedo y dicen que tampoco el dolor, porque su piel es más gruesa que la de un hombre común. Son enormes sombras pesadas recortándose en la noche. Traen consigo a la Muerte, pasajera montada en pelo.
Los jinetes de Iván, gran Zar de todas las Rusias, recorren el país sobre sus corceles pura sangre. La gente sabe que vienen, antes de que entren a un poblado. Lo saben porque los cascos de sus caballos resuenan a un tiempo y el eco retumba en las montañas. Entonces cuentan con pocos minutos para huir; porque los jinetes negros, embozados y dejando ver sólo el tizón de sus pupilas, son la mano del gobernante que llega a todas partes, impidiendo así que se mueva una sola hoja sin que él lo sepa.
Los negros jinetes de Iván aún montan la noche de la estepa y la tundra. La nieve cae en plumas sobre sus cabezas. Y sin embargo, nadie ha visto el vaho de su respiración.
Los ensacados
Con Pisagua, dolorosamente en la memoria
Así los encontraron, diecisiete años después, en un pueblo costero del norte. Los habían metido en sacos, luego de vendarles los ojos y dispararles de frente y de espaldas. Los ejecutores ni siquiera les dieron la oportunidad de quedar mirando el mar y los arrojaron en la fosa de dos metros de profundidad. Permanecieron sumergidos en la oscuridad y la sal. Pero los muertos que no son olvidados insisten en aparecer. Cuando salieron a la luz, el grito que permaneciera coagulado en sus bocas después de la última ráfaga, se escuchó en todo el país acribillado.
Sentencia
A Joan Jara
La Justicia tardó tantos años en llegar porque cojeaba. Por eso también sus pasos dejaban en el suelo huellas torcidas que no se borraban de la memoria.
Fronteras del territorio
Mi cuerpo empieza donde tus dedos lo acarician, responde a tus manos con la perfección de la palabra. Mi cuerpo se abre para recibirte, darte espacios, sumarse a tus movimientos. Mi cuerpo era con el tuyo y así estaba previsto en una historia de destinos que venía desde el silencio.
Mi cuerpo termina ahora, en esta habitación tan grande como el silencio de donde venía nuestra historia de destinos. Termina ahora mismo, cuando me tocan manos que no puedo ver porque tengo los ojos vendados. Alguien me obliga, me hiere penetrándome con la fuerza del vencedor. Mi cuerpo está hecho jirones y el dolor es extenso porque no hay fronteras para el horror. Mi cuerpo cercado es ahora un territorio de guerra.
Los invasores marchan sobre él.
Tehuacanazo
Pos sí que fue duro aquel tiempo. Atrapaban a todititos los que pensaban diferente del gobierno. Los llevaban al Apando o desaparecían tragados por la noche. Sólo algunos de los que conocieron ese infierno, volvieron a la vida. Traían la nariz y los pulmones destrozados. Era el agua mineral con chile, ¿sabe usted? Tehuacanazo le llamaban, por la marca del agua mineral. Los perros del gobierno agitaban la botella y se las metían a los prisioneros por la nariz. Reconocían lo que fuera y cantaban hasta las mañanitas con tal de que los dejaran en paz. Muchos cayeron así, soplados porque alguien no aguantó el tehuacanazo y los amoló. Aunque no está escrito en los libros de historia, es la meritita verdad. Lo recuerdo cada vez que veo una botella de agua mineral. Me cuesta respirar y siento las burbujas picosas en la nariz. Después me saltan las lágrimas. Le juro que saben a chile. Entonces me da por hablar y contar esto.
Mano dura
A los que diseñaron el logo de la DINA
La mano empuñada de acero irrumpía en las hojas en blanco y en los documentos oficiales. Los que la veían sentían el golpe que podía darles. El miedo apretaba con la fuerza y la frialdad del acero y los obligaba a guardar silencio.
La mano empuñada se mantuvo golpeándonos durante muchos años. Amorató los sueños y las noches se llenaron de gritos y aparecidos que desparecían dejando rastros que borraban otras manos.
Tras el puño de acero había un ejército de sombras maléficas imposibles de atrapar.
Exilio
Entonces tu olor de bosques del sur, de cordillera adentro, de mar bravío; de allá, muy lejos. Tu olor me asalta a ojos cerrados y cuando menos lo espero. Te vas y se queda conmigo, se queda en la traza de tu saliva, de los besos que me diste y los que no. Se queda en la última mordida en mi hombro, en el susurro de tu voz reconocible y única, tu olor pendiendo de las palabras en la lengua que conocemos, que me regalas cuando tu cuerpo estalla en el mío y puedo por fin beber el paisaje de mi país en tus lágrimas.
Ausencia
Desperté y te recordé desnudo entre mis sábanas rojas. El deseo, entonces, se volvió una serpiente solitaria que anidó entre mis piernas para devorarse a sí misma.
Grito de combate
Sobre el cerro estaba el clan dispuesto a enfrentarse con los enemigos de las tierras bajas. Disputaban una lonja de territorio ubicado en el cordón glaciar de diez montañas. Los valles y bosques de pinos eran inmensurables espacios en los que abundaban los cardos y muchos siglos atrás, habían rondado los unicornios. Allá, lejos, estaban los acantilados, suspendidos sobre el mar. Los había esculpido la garra del viento y eran el límite natural del poderío de aquel clan.
En medio de la tarde, los guerreros y sus corceles soportaban el seco frío imperante.
Lanzaron el grito de combate, la palabra heredada que los unía. Retumbó entre los cerros y permaneció tronando durante la batalla. Pareció pendular cuando la matanza terminó y el sol se puso en el horizonte. El jefe del clan, levantando su espada ensangrentada al cielo, aulló la palabra, otra vez.
El viento gélido se la llevó consigo y la dispersó por el territorio.
Anochecía y en los acantilados, la palabra sagrada resonaba sobre las aguas oscuras.
Acónito
A las Señoritas Imposibles
Can Cerbero movió sus tres cabezas con la furia final de las bestias vencidas. Lanzaba rugidos y dentelladas tratando de liberarse de los poderosos brazos de Hércules. Mientras rodaba golpeándose contra los muros de la montaña, precipicio abajo, la baba venenosa escurría de su hocico dejando una estela azulina. En esa huella crecieron las flores, hermosos capelos que danzaban con la brisa de mayo.
Siglos después, los guerreros y las brujas destilaron las flores para obtener las mitológicas babas. Así, hicieron infalible el poder de sus feroces deseos de muerte.
Los bellos capelos azulinos aún se mecen en los terrenos agrestes. Al pasar entre los pétalos, la leve música del viento libera el rugido mortal del Can Cerbero, el siempre soberano de la oscuridad.
Vendrá la Muerte y tendrá tus ojos
Parafraseando a Pavese…
a Nabila Riffo
Te acercarás a paso rápido, seguramente me cogerás de los hombros y al darme vuelta me encontraré con tu rostro, contigo, mirándome, juez y parte en un juego que perdí desde ahora. Porque tú ya decidiste lo que vas a hacerme y no hay nada que pueda detenerte. Correré tratando de huir de ti, gritaré en la calle esperando que alguno de los que escucha y espía tras las cortinas tenga el valor de salvarme de tu odio. Todo será inútil, caeré al suelo derribada por tu fuerza y lucharé hasta cuando ya no pueda más. Entonces, en algún destello de luz miraré tus ojos de fuego, el refugio de la Muerte que me ha acechado durante años.
La Muerte en tus ojos será lo último que vea antes de que arranques los míos, en medio del horror de constatar que este fin estaba escrito en futuro y nunca lo veré venir.
Escritora y tallerista.
Ha publicado: Doce Guijarros (cuentos, 1976); Asuntos Privados (cuentos, Ed. Asterión 2006); Con Pulseras en los tobillos (microcuentos, Asterión, 2007); En la Garganta (cuentos, Asterión, 2008); Fragmentos de Espejos (microcuentos, Asterión, 2011); Saint Michel (micronovela, Asterión, 2012); Astillas de Hueso (microcuentos, Scherezade, 2013); Guerreros de Dios (micronovela, Asterión, 2016); En una maleta (nanonovela, Ediciones Imposibles, 2018); Los árboles hablan en Salem (nanonovela, Ediciones Imposibles, 2020); El Clan del Guanaco (novela, Asterión, 2022).
Sus textos han aparecido en diversas antologías digitales y en soporte papel en Chile, España, Argentina, Croacia, Perú, Estados Unidos, Francia, Venezuela, México, Alemania, Italia, Bulgaria y Grecia.
Es miembro fundadora del Colectivo Señoritas Imposibles (escritoras chilenas de narrativa negra).
Es miembro fundadora de REM (Red de Escritoras Microficcionistas)
Es una de las creadoras del proyecto literario de microficción “Basta! (Contra la Violencia de Género) y actualmente encargada del área de internacionalización de dicho proyecto, y de la coordinación con los equipos que lo replican en otros países.
Es Co-Ejecutora del proyecto “Otras Vidas”, que releva la historia de la transgeneridad en Chile.
Obtuvo la Beca a la Creación Literaria en 2009, 2016, 2018 y 2021.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.