Por Óscar Sarmiento

Yo nací en Curacautín
y tengo recuerdos vagos de una verja de madera
de la casa de mis padres
y de los rieles de los trenes
donde corríamos a poner tapas de botellas
para que las ruedas de acero las aplastaran
porque después venía por las calles
el milagro del runrún.

No había leído todavía a Neruda
y su famoso Sube a nacer conmigo
ni menos a Jorge Teillier
soñando con carretas de otro tiempo
donde escribirles cartas
a reinas de otras primaveras.

Mi padre me llevó una vez a Lonquimay
a visitar a su querido amigo Meliñir
-eso fue en un verano porque ya vivíamos
extraviados en Santiago-
y los escuché jugar por primera vez a la brisca
como si fueran cantautores del sur
y después probé en un azafate el ñache
(eso lo escribí en un poema
que sacó premio en algún concurso).

No regresé, como cuento frecuentemente,
más que en los veranos a Vilcún
y el sur me recibió cada vez
como si no me hubiera ido nunca.
Así aprendí a cosechar zanahorias muy de mañana
para después llevarlas en camioneta
a venderlas a una feria de Temuco.
Así anduve también arriba de una carreta
-las inmensas ruedas como girando sobre sí mismas-
cuando era hora de cosechar el trigo.

Mi abuelo puteando por su jeep Land Rover
en los caminos de piedra
es un recuerdo que tengo grabado en la memoria.
La vez que me botó un caballo
y me quedé tirado en el suelo de espaldas
en la soledad del campo y del sol
sabiendo que tendría que arreglármelas solo.
O el aroma de eucaliptus del baño sauna del abuelo
y esos longplays de ópera
que al parecer tanto apreciaba.

Curacautín. Vilcún. Lonquimay.

Los días no pasaban en vano cerca del río
ni la crueldad quedaba tan lejos
como cuando el tío Norberto
atropelló porque sí a un quiltro.
La noche podía traer
el rotundo resplandor de un cuerpo de mujer
entrevisto entre las grietas
de una pared de madera.

Dicen que no se puede volver atrás,
que no vale la pena perder el tiempo
en viejos recuerdos de otro tiempo.
Futurólogo antipoeta dicen que es mejor ser,
columnista de los tiempos que vienen
o vendrán. Dicen.

Yo me quedo ahora enterrando los codos en la tierra,
un poco cantando en lo oscuro de una casa
de madera con el viejo y Meliñir,
me acerco de reojo a Curacautín, Vilcún, Lonquimay,
disfruto a rabiar con las puteadas del abuelo,
y me bajo de la camioneta a enterrar
para siempre al quiltro
atropellado por el tío Norberto.

A veces el pasado de uno
-digo yo aquí al paso- anda también
cargado de futuro.