El escritor Luis Mansilla ha enviado desde Chiloé un cuento que refleja nuestro actual contexto, matizado con intervenciones de un abuelo que divaga, pero que pone el acento en la necesidad de formar una sociedad que converse.

por Luis Mancilla Pérez

En una isla, en un país de América, en una de las provincias más pobres de ese país, en una ciudad en esa provincia, en una población en esa ciudad. Un centenar de casas sin personalidad, modestas construcciones de madera y latas habitadas por gente que viven con la necesidad de hacer realidad una vida imaginada desde que iniciaron la autoconstrucción de sus viviendas en sitios divididos por mallas de alambre. Niños corriendo por las calles sin veredas en esa población donde habitan familias que han emigrado desde los sectores rurales, campesinos sin oficio, mujeres de huerta y cocina viviendo en el límite de la ciudad, al borde de los basurales clandestinos. En una de esas casas vivo con mi familia: un anciano, mi abuelo; mi hermano menor y mi madre que nos mantiene con su salario de operaria en una planta de procesar salmones de exportación. Una mujer de pueblo que se siente extraña en la ciudad.

Esa mañana, como todas las mañanas, el abuelo despertó y comenzó con su discurso de todos los días: Yo fui un luchador toda mi vida, luchador social, me entiende. Políticamente también, fui presidente de sindicato, hasta perdí mi trabajo, mis cosas me las requisaron, y ahora me doy cuenta que muchas veces lo que uno odiaba del enemigo, ahora uno se da cuenta que muchas veces el enemigo tenía razón. Es que no sabemos dialogar, no sabemos comprender. Aquí el que tiene una opinión política diferente a la de uno, si tiene una idea buena, la encontramos mala. ¡Ah!, pero nunca nos hacemos nosotros un examen introspectivo sabiendo cuáles son las fallas nuestras. Aquí a la gente le falta conversar, y en primer lugar la política que tanto ha servido también ha hecho mucho daño. Yo sería enemigo, acá, de la política en este país. Aquí debería haber un solo partido político que se llame Chile y todos trabajen por él. Que la honorable cámara de senadores y diputados, por lo menos, tanto miembro que hay, y muchos son inútiles, aunque hay mucha gente que sirve, aunque hay muchos que hacen teatro ahí. Una vergüenza, se lo digo honradamente cada parlamentario ganando veinte, veintitrés millones de pesos. La mitad del congreso nacional se debe ir pa’ fuera, y los que queden deben quedar con la mitad del sueldo y la dieta parlamentaria, y esos preocuparse de la gente humilde, de las pensiones de los más humildes, y de la gente en situación de calle, y cuando alguien comete un delito aquí en Chile; sea rico, sea pobre, si hay que irse a la cárcel, que sea parejo. No que pague el pobre no más y el rico se lava las manos, porque este es un país corrupto, debo decirlo a mis años, con mucha pena, y con mucha tristeza…

El abuelo otra vez está hablando leseras.

Prende la tele.

Era la rutina de todos los días, apenas amanecía mamá se iba al paradero a esperar el bus que a ella y otras operarias las transportaba hasta la planta de proceso, yo me quedaba a cargo de mi abuelo y del Rodri, mi hermano menor. Lo obligaba a levantarse, me ayudaba a vestir al abuelo, tomábamos el desayuno, el Rodri se iba al colegio, yo acomodaba al abuelo frente al televisor, escondía los fósforos, cortaba el gas, cerraba la casa con llave y me iba a mi trabajo de reponedor en el único hipermercado de la ciudad.

Pero comenzaron las protestas, primero en la capital, y luego se extendieron por todo el país. Se suspendieron las clases, y el Rodri permanecía en la casa cuidando al abuelo; cuando se aburría de escuchar los discursos del abuelo, se iba a la calle a jugar con sus amigos hasta que yo regresaba del trabajo.

Esa semana en el trabajo conocí a la Roxmari, era una nueva reponedora en el Hipermercado, sin querer nos encontramos en la hora de colación, conversamos y nos dimos cuenta que nuestros horarios coincidían. El viernes al finalizar la jornada me pidió la acompañara hasta su casa lo cual se hizo costumbre durante toda la semana que transcurrió entre protestas y huelgas. La ciudad y todo el país estaban paralizados. No se atendía a los enfermos en los consultorios, las oficinas públicas permanecían cerradas, los gremios marchaban por las calles, se tomaban el puente, única entrada a la ciudad, causando aglomeraciones de autos y camiones, la gente asustada compraba mercaderías creyendo que podría haber desabastecimiento.

Todo ese mes, después del trabajo, acompañé a Roxmari de regreso a su casa, en la puerta de entrada nos despedíamos con un beso en la mejilla. Sabía que la Roxmari era casada pero siempre estaba sola. Nunca hablaba de su marido. Un martes me invitó a pasar a su casa y tras la puerta nos besamos. Te tengo un regalo, me dijo. Es una sorpresa, quiero que lo abras en tu casa, y que lo traigas puesto el jueves cuando me vengas a ver. No se te olvide, voy a estar sola.

Quedamos en juntarnos el jueves, que era nuestro día libre, a las dos de la tarde. Pero el jueves fue día de protestas.

Esa mañana comenzó igual que todas las mañanas en la casa, el abuelo se levantó, tomó su desayuno y comenzó su discurso: En primer lugar, todas las marchas yo las encuentro correctas siempre que se respeten los derechos humanos, de todos, de todos, mi amigo, de contrincantes y partidarios, me entiende, que ya no se hagan destrozos, lo malo es cuando caen en el vandalismo, destruyen lo que tanto ha costado a este país construir, entiende. Eso es lo más triste, Chile no es un país rico, lo que sí es que falta mayor solidaridad en el ser humano, entiende. El que tiene más, que sea un poco más consecuente también con el que necesita. Pero también, no olvidemos nunca, que nos aprovechamos de las circunstancias, cuando hay que dar un bono para el que lo necesita, está bien, pero todos quieren bono, y muchas veces el bono significa demostrarle flojera a la gente para que no emprenda, entonces, yo en este momento tanta marcha a mí me cae mal….

El abuelo ya está hablando leseras, gritó el Rodri.

Prende la tele, cabro huevón, le contesté.

Después de almorzar me preparé para ir a ver a la Roxmari. Abrí el regalo. No me gustó mucho la sorpresa, pero me la puse igual. Me veía ridículo, pero es el gusto de las mujeres, pensé.
Antes de salir a la calle corté el gas, escondí los fósforos. Le advertí al Rodri. Si sales a jugar con tus amigos de vez en cuando ven a ver al abuelo. Preocúpate que esté mirando tele. Le gusta la doctora Polo; y partí a casa de Roxmari. Estaba en el paradero esperando el bus de recorrido cuando me encuentro con mis amigos de la pobla, y mis planes cambiaron.

Me obligaron a ir a la marcha, ellos llevaban mochilas y pañuelos amarrados al cuello. Somos la primera línea, estamos para defender a la gente. Hazte hombre, guevón, lucha junto con los de tu clase.

No unimos a la multitud que se había reunido en la plaza de armas. No se veía un carabinero. Había empleados públicos con pancartas y letreros, trabajadores de la salud, gremios y sindicatos, todos con grandes letreros. A esos de las dos de la tarde, la multitud comenzó a moverse, yo me acordé de Roxmari que debía estar esperando verme usando su regalo. La multitud avanzaba por las calles de la ciudad gritando contra el gobierno y el sistema económico. ¡Se va a acabar, se va a acabar esta forma de robar! Muchos iban disfrazados de bailarinas, de gnomos, de traucos, de payasos, que bailaban, gritaban consignas, tocaban tambores y flautas, otros cantaban acompañados de guitarras. Los carteles denunciaban las desigualdades y las injusticias del gobierno y los empresarios. Roxmari ya debería haberse dado cuenta que yo no iba a ir a la cita.

En la intersección de la avenida con la carretera panamericana estaban las fuerzas especiales. En fila, inmóviles, sujetando sus escudos de fibra de vidrio, cascos con visera y máscaras antigases, era una muralla que indicaba el final de la marcha.

Quienes encabezaban la marcha se detuvieron frente a la ordenada fila de carabineros de las fuerzas especiales. Pacos culiaos cafiches del estado, grita y repite la multitud, luego silencio. Una piedra rebotó en el pavimento, fue la señal para terminar los insultos y comenzar a tirar piedras, los más osados forcejeaban con los carabineros que lanzaron la primera bomba lacrimógena. La gente salió huyendo en desorden, pero quedó la primera línea. Mis amigos habían mojado sus pañuelos con el agua de las botellas que llevaban en las mochilas, y nadie supo de dónde aparecieron escudos de tablas, tapas de basureros, barreras de contención, hasta una carretilla la usamos para protegernos de los balines y las bombas. Las piedras hicieron que retrocediera la primera fila de carabineros. Llovieron las lacrimógenas, la calle se fue llenando de humo apestoso, casi no se podía respirar. En ese momento vi al Rodri y a otros pendejos apuntando contra los pacos sus hondas hechas con cámaras de neumático de rueda de bicicleta, las piedras rebotaban en los cascos y en los carros policiales. Eso los enfurecía.

En un momento de descuido nos hicieron una encerrona. Éramos seis los que quedamos aislados del resto de los compañeros. A lumazos y patadas, nos arrastraron por la calle, a empujones e insultos nos subieron al bus de fuerzas especiales que de a poco se fue repletando con niños, mujeres y jóvenes, reventados de narices, apaleados, arrastrados por el suelo. Escuchábamos las piedras rebotar en las paredes; después de una hora y media nos llevaron a la comisaría donde nos pidieron las identificaciones, y fueron liberando a las mujeres y los niños.

Eran casi las ocho de la noche, seguíamos en un calabozo. Me acordé de Roxmari que debía estar con los deseos deshilachados. Se apareció por el pasillo un oficial con su armadura de reprimir manifestantes y su casco de carabinero espacial. Se paró frente a la puerta y con aire prepotente; dijo: Así que estos son los revoltosos que traen el desorden y el caos a nuestro país y después andan pidiendo respeto por sus derechos humanos y otras huevadas; y ordenó: Sargento a estos huevoncitos me los sube a un carro policial y los devolveremos a su población porque nada sacamos con pasarlos a tribunales, si luego salen libres de polvo y paja. Nadie en este país se preocupa por defender los derechos humanos de quienes resguardamos la paz y el orden.

Nos subieron a un carro policial y custodiados por una patrulla nos llevaron hasta una calle solitaria donde nos hicieron bajar y nos obligaron a permanecer en fila con las manos en la nuca.
Ahora el grupo de huevones se va a ir sacando la ropa, mando el oficial.

Nos obligaron a sacarnos los zapatos, las camisetas, los pantalones, los calcetines y quedamos en calzoncillos. El Poroto Yáñez con un escuálido slip con amarillentas manchas recuerdos de muchas noches solitarias, el Contreras andaba con buzo y pantalón de futbol, pasó piola. Pero yo hice el ridículo por causa del regalo sorpresa de la Roxmari, preparándome para la cita me había puesto el regalo sorpresa; una erótica zunga color piel de tigre. Los pacos me miraban y se cagaban de la risa.

A ver el mariquita del bikini piel de tigre, ven para acá fifí, me llamó el oficial. Para hacerte hombre tienes que hacer cincuenta sentadillas antes que te vayas a tu casa. En el pavimento, con las manos en la nuca, casi desnudo vistiendo una erótica zunga en vez de una noche de amor tuve que hacer cincuenta sentadillas mientras que a todos los mandaron a correr desnudos por las calles de regreso a casa.

Los pacos se quedaron con la ropa.

Pasada la medianoche llegué a la casa tiritando de frio. El Rodri estaba durmiendo. En la mesa había un mensaje de mi madre avisando que llegaría en la madrugada, porque había turno extraordinario en la planta de proceso. La tele estaba apagada y el abuelo discurseaba en su sillón. Tal y como había llegado de la calle me quedé escuchando el discurso del abuelo: Somos una raza de envidiosos, me entiende. Nunca tendemos la mano, muchas veces, al que lo necesita. ¡Ah, y cuando logramos tener algo! No, a ese, quién se lo daría, chuta la mujer, la mujer lo está engañando. Por ahí le pasa el billete. Así somos nosotros, porque la raza nuestra es la mala, venimos del indio, flojo y borrachín, que fueron nuestros padres, porque, nuestros indios se sacaban, -disculpe la expresión-, la cresta para criarnos a nosotros, y somos mezclas con el español, la mayoría fueron delincuentes de las cárceles españolas que trajo Cristóbal Colon a Chile.

Le prendí la tele y me fui a acostar