por Cecilia Ibarra
Esa mañana los árboles abrieron sus ojos verdes, lo supo cuando escuchó un crujir de madera, un ronquido largo que se expandía por el bosque. La estrella del alba recién se asomaba y ella despertó en una cabaña cerca del río, con el sonido de esos párpados, que se abrían acallando el cantar del agua sobre las piedras. Con paso suave salió por la puerta principal, sus pies descalzos sintieron la frescura del rocío sobre el claro donde se erguía la casa. Bajo la luz del amanecer, pudo distinguir que los troncos más gruesos en lugar de nudos tenían ojos de agua verde.
Esas aberturas acuosas del color del río se miraban entre sí. La luz se abría paso entre los árboles y el tono azulado del amanecer se devolvía a la noche para dar espacio al sol. Uno de los ojos miró hacia arriba y vio al quitral parásito en la melena del boldo. Ana puso su oído en el suelo para escuchar mejor, porque le parecía que un leve temblor recorría la tierra. Tuvo que aferrarse al suelo porque los árboles se sacudieron al unísono con furia, las ramas parecían látigos violentos que no paraban. Cuando el primer quitral se desprendió de la rama de un quillay, bajaron de la montaña unos pájaros negros que se pelearon al parásito a tirones para devorarlo.
La calma solo duró un minuto porque los árboles no pararon, su rabia parecía aumentar con cada sacudida, y los quitrales se les pegaban succionando la sabia con más avaricia. En una brisa de luz dorada se fueron el verano y el otoño, dando paso al silencio. Los troncos de los árboles le parecieron más delgados, sus ojos verdes de agua seguían abiertos, y el prado se había cubierto de nieve. Ella estaba de nuevo en la cabaña, mirando desde la ventana, con una manta sobre sus hombros y abrigada por el calor del fuego encendido.
Ana necesitaba salir y fue directo a trepar las ramas de un boldo. Apenas tuvo su mano sobre el quitral, lo tironeó con todas sus fuerzas. Estaba allá arriba cuando llegaron los bichos. Supo que esos escarabajos verdes, los de caparazón duro en el abdomen eran peligrosos. En sus patas traían piedras y empezaron a disparar directo a los ojos de los árboles. La madera que rodeaba el lóbulo no podía cerrarse. Cuando los escarabajos daban en el blanco, el agua chorreaba dejando un hueco negro. Poco rato después de que empezara el festín de los desalmados, asomaron los bulbos entre la nieve y con las flores llegaron cientos de miles de insectos, que lucharon hasta espantar a los verdes. El rumor bajo la tierra no cesaba.
Ana revivió su sueño mientras llenaba el mate en la mañana, conversando con su madre. El verde del bosque onírico era distinto, más oscuro que en el camino a Aysén. La madre le hizo ver que los árboles que le describía eran de la zona central, donde vivían sus primos. El río del sueño no tenía la fuerza de las cascadas de su tierra y no había flores azules de primavera en ese lugar, tenía que ser en el norte. El sueño se había repetido durante el último mes, en distintas versiones, más cortas, menos vívidas, pero siempre con ojos abiertos en los árboles.
Las noches de bosque se alternaban con otro sueño reiterativo, donde se veía pequeña estudiando el silabario. Distinguía el libro por el ojo en la portada, su deber era leer en voz alta a otros niños. Una mañana, a la hora del mate, recordó con nitidez una imagen onírica en que ella leía a un chico con la vista tapada por un paño blanco manchado de sangre.
Calculó que era más de un mes, tal vez dos, que estos sueños se repetían. Desde principios de octubre, despertaba con el recuerdo de tener la portada del silabario con el ojo entre sus manos o con las miradas de los árboles apuntándola. Le contó el sueño a su tía abuela mientras preparaban juntas el cordero para el asado del domingo, después del desfile del doce de octubre. La tía habló de un despertar sin retorno, dijo que los árboles se comunican bajo el suelo a través de sus raíces y que con su solidaridad reparan al que fuera dañado. Pocos días después llegaban las noticias de Santiago, de marchas de descontento, y pancartas pidiendo pensiones dignas, salud y educación de calidad. Los patagones también se levantaron, y Ana fue a la plaza con sus tías y hermanas mayores, que le decían que no podía ir sola, porque con sus diecisiete años aún no era mayor de edad.
Después llegaron las noticias de los mutilados, de los disparos a la cara y los ataques a los manifestantes. Ana escuchó de violencia y saqueos en la televisión y se encerró en su casa, hasta que llegó la noticia de que su primo estaba herido. Su primo Gustavo, apenas unos años mayor que ella y que le había enseñado a leer en el silabario un verano junto al río, cuando ella tenía solo cinco años.
Esa misma noche tuvo el sueño del bosque, donde los escarabajos apuntaban a los ojos laguna que se vaciaban, tan vívido y urgente, que no podía dejar de pensar en él. Después del mate de la mañana, se preparó para salir a comprar un tranquilizante. Al pasar por el ovejero que hay en Bilbao un escalofrío la hizo subir la guardia. Llegando a la plaza tuvo que restregarse los ojos, junto al sendero, al lado derecho de la fuente, el árbol más grande lucía un paño granate amarrado sobre su grueso tronco. El paño estaba bordado con un gran ojo abierto en el centro. Decidió cambiar el rumbo, en vez de ir a la farmacia, se fue a La Casa del Mate a comprar una bombilla nueva y yerba con naranja.
Llegando a casa eligió una taza de loza que tenía pintadas flores de bulbo, las que anuncian la primavera. Llenó el mate y se sentó a esperar. A las dos de la mañana sonó el teléfono y estaba preparada. Era el padre de Gustavo que llamaba desde el hospital llorando. A la mañana siguiente, en las redes sociales y en los medios de comunicación se confirmaba que el joven estudiante de psicología, Gustavo Gatica, que participaba como fotógrafo en las manifestaciones sociales en Santiago, había perdido sus dos ojos por el impacto de balines de la policía. Gustavo era su primo favorito, el que venía cada verano a pasar una semana al sur y que le había prometido hacer su práctica ese verano en Aysén y quedarse unos días para que fueran juntos a Futaleufú.
Ana lloró por él, por sus ojos cegados. Secando sus lágrimas se puso a la tarea que le enseñaron sus sueños y escribió en las cuentas de la red que, como las raíces a los árboles, la comunicaban con familiares y amigos. “Los ojos que se abren no vuelven a dormir, despiertan a la acción y van hablando a aquellos que los cedieron para lograr una sociedad más justa. Cuéntale a Gustavo lo que ves, mañana es su cumpleaños, cántale que te escucha” escribió Ana, iniciando un hilo para llamar a otras almas a dejar mensajes de voz y compartir con su primo lo que veían. Aparecían las respuestas una a una, armando una cadena de audios que fue guardando para él:
– Esta tarde la Plaza Dignidad estaba llena, Gustavo.
– El sábado las arpilleristas tapizaremos la plaza.
– En tu universidad sigue funcionando el servicio de primeros auxilios y han llegado nuevos voluntarios, tenemos un cartel con tu nombre, y tu foto nos da ánimo cuando los turnos se hacen largos.
– …
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.