por Diego Muñoz Valenzuela
¿Y si te fueras a la casa? ¡Qué alivio! Te liberarías de tanta miseria vergonzosa. Podrías desconectarte de la sensación de inutilidad y del agobiante peso del fracaso. Ay, un descanso después de este tiempo larguísimo: la enorme incertidumbre, el miedo al derrumbe estrepitoso, el horror al ridículo.
Imagínalo por unos segundos, permítete una pequeña renuncia, libérate, libra a quienes eran hasta hace poco tiempo tus incondicionales y serviles esbirros. ¡Qué indignidad! ¡Qué atropello a la razón! ¿No es esa una frase de tango? ¿Acaso no tiene sabor a final, a derrota, a trasto inútil, a desperdicio, a excremento pútrido?
Resulta que ahora cualquier pelafustán se siente en propiedad de proporcionarte consejos. Vete a casa, ponte de pie, camina. Escucha: estás acabado. Quizás, después de unos meses de asilamiento, podrías volver a mirarte al espejo y dispararle un escupo para ver cómo se desliza lento sobre el reflejo de tu amargura. Sería una forma de mostrar indulgencia hacia tu efigie despreciable.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.