por Felipe Tapia

La tierra estaba habitada por los hombres y las mujeres, quienes estaban por debajo de los dioses a quienes adoraban y servían. Eran una raza creada a partir del maíz, alimento que les daba la vida. A los dioses les gustaba ser venerados por sus súbditos, pues esto aumentaba su ego y poder.

Los primeros hombres de la tierra eran sabios, con una vista prodigiosa que le permitían incrementar su deseo de saber más. Veían a través del mundo y de esa forma lo conocían. Con sus ojos habían contemplado y entendido la vida. Deseaban seguir conociendo para descubrir nuevos talentos que pudiesen aprovechar.

Pero los dioses no estaban contentos con el comportamiento subversivo de sus súbditos, pues vieron en sus criaturas una amenaza que debía ser contenida cuanto antes. Los humanos con su vista lo podían saber todo. Lo grande, lo pequeño, lo justo, lo injusto. No pasaría mucho tiempo antes de que sobrepasaran a sus superiores. Si eso pasaba, ya no podrían someterlos y ellos no los adorarían ni les servirían más.

Debían refrenar sus deseos, sofocar sus ambiciones. De lo contrario, terminarían conociendo y pudiendo tanto como ellos. Serían sus iguales y quizá los superarían, por lo que perderían los privilegios que los situaban por encima de todos los seres vivos. No iban a permitir que los que estaban abajo se sublevaran y arruinaran su estilo de vida.

Entonces el Corazón del Cielo envió a sus esbirros y echaron un vaho sobre sus ojos, los que ardieron y lloraron y les impidieron ver el mundo que reclamaban por justo derecho y que se les había negado, producto del egoísmo y ambición de los que estaban por encima. Este vaho se propagaba como un humo que no solo nublaba la vista, sino que también debilitaba las ansias de dejar de estar sometidos. De esa forma Corazón del Cielo creyó controlar la amenaza de los hombres, cuyo espíritu se vio disminuido cuando sus ojos estaban nublados y confusos.

Pero seguían viendo el mundo, aunque con dificultad. Esta vez estaban furiosos y reclamaron a sus amos la paz y bienestar que estos acaparaban para sí mismos. Se organizaron en multitudes anhelantes que hicieron palidecer a los dioses, quienes, aunque poderosos, eran muchos menos. Los creadores temieron el potencial de sus súbditos y llamaron una vez más a sus soldados, todos enfundados en verdes armaduras y conduciendo vehículos que lanzaban chorros de agua que apaciguaban a los manifestantes. Finalmente usaron sus armas letales y apuntando una vez más a los ojos, les dispararon traicioneros proyectiles que los cegaron.

De esa manera la sabiduría y conocimiento se apagaron y sus amos respiraron aliviados, pues sin sus ojos los humanos no volverían a sublevarse pues temerían peores castigos. Pero aunque estos no veían, ya habían conocido la justicia y no tardarían en demandar una vez más la igualdad que el Corazón del Cielo y los otros dioses le escondían con recelo.